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Formato virtual de una revista literaria con historia.

Año I - Nº 10

Año I - Nº 10 Homenaje de Gaceta Literaria Virtual a Salvador Dali
Obra: Descubrimiento de América

GACETA LITERARIA Nº 10 – OCTUBRE de 2007
PÁGINA EDITORIAL

Balance de primavera.

Por Norma Segades – Manias

Quienes insistimos en continuar ejercitando el estéril oficio de la palabra poética ante una sociedad globalizada, inarmónica, distanciada de nuestros principios éticos y estéticos, no podemos dejar de reflexionar acerca de la utilidad o inutilidad de la tarea emprendida.
Sabemos que resulta ocioso cuestionarnos tanto sobre los desencuentros entre poetas y lectores o encender la nostalgia atizando aquel antiguo concepto de alimento, redención, continente salvífico en donde refugiábamos soledades, tristezas, temores, esperanzas.
Porque de nada vale continuar denunciando la indiferencia que nos rodea cuando, en definitiva, no vivimos otra vida que esta adictiva búsqueda interior donde acontece la palabra que conmueve, que provoca, que sorprende, que impresiona… la palabra que nos pone en contacto con nosotros mismos o con los demás. Esa cualidad vital de comunión que la torna eminentemente peligrosa y a la que se debe silenciar de una u otra manera.
Continuar en el oficio es una opción, una elección de vida, el libre ejercicio de la voluntad. Porque el espacio de encuentro con los otros que somos no se alcanza merced a lamentaciones, demandas o indulgencias; se conquista luchando, persistiendo, fundando, proponiendo, edificando convicciones, aunque debamos hacerlo desde estas apremiantes coordenadas de la pasividad y los despojos.

PÁGINA 2 – Nuestra poesía

Era el tiempo


Era el tiempo
en que la luna caía
degollada en los brocales
cuando guardé mi llanto
en aquel cuarto
que olía a azahares, a naftalina
y a cáscaras de naranjas secas.
Era el tiempo
en que los niños
existían como ángeles
o fantasmas quietos
o dormidos
y los grandes se secaban el vino
de los labios con la manga del saco
y cantaban esas canciones
donde siempre una novia italiana esperaba
y sin embargo sonreían sin llanto
aunque la voz se les quebrara
como una rama seca.

Jorge Isaías (Los Quirquinchos-Santa Fe/Argentina)

Oigo cantar al mar

oigo cantar al mar
y lo acompaño

el mar habla de luz del sol
y yo soy un acorde hecho de sombras

máscara y máscaras
no tengo rostro no dejo rastro

voy donde quiere el mar
en la noche sin alma

no tengo clave de sol para abrir
pero acompaño

soy lo que quiere la muerte
en el fondo


Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)

La abuela en Salta
(San Luis 766)

La trenza en la nuca
inclina la frente, las pestañas;
un sillón veneciano
hamaca sus faldones
con flecos en la espalda.

Mira, con párpados pesados,
la semiluz del vidrio de la sala.
A veces...,
entre paredes estrechas
teje escarpines celestes
con telarañas blandas.
Luego...
camina descalza, en dirección a la penumbra,
(deja mecer el horizonte de sus sueños).

Las sandalias ya no suenan;
el gato blanco enreda sus tejidos.
¡El grito es tan fuerte...,
se asustan los cangrejos!
Los pasos ya no pesan
ni pisan las alfombras.
Los postigos se entreabren.
¡En el jardín de los naranjos,
vuelan las gaviotas!

Fanny Trainer (Rosario-Santa Fe/Argentina)

Del respeto

Porque soy parte de la espiga y la nube,
No puedo no respetarte...
Porque soy parte del silencio y la estrella,
No puedo no respetarte...
Porque soy parte de la sangre y del tiempo,
No puedo no respetarte...

Parte del conocimiento y del cansancio,
Parte de los días y de los ríos,
Parte del amor y de las glicinas,
Parte de las tierras y los esfuerzos,
Parte del clima y de los nombres...

De la mudanza y de los cuerpos,
De las piedras y la sinceridad,
Del trabajo y de los insectos,
Del mar y las claridades,
De la pasión y de los árboles...

Y de los tejidos y de las palabras,
Y de los pensamientos y del sudor,
Y de paisajes y del llanto,
Y de la línea...

Porque soy parte
De la vida...

No puedo
No respetarte.-

Horacio Rossi (Santa Fe/Argentina)

La tarde y yo

la tarde apoya su voz sangrienta y moribunda en mi espalda que se arquea
y me prodiga maldiciones
me amenaza con no poder olvidar
jamás los siglos de vida que me encadenan
a esta tierra
donde también ella esta encadenada.
Los recuerdos se amontonan
en los ojos y los oídos
la voz de mi madre
y de mi hijo
las voces de todos
los que me rozaron apenas
sin dejarme al menos una caricia
y a quienes
no pude acariciar siquiera
y menos aun
retener conmigo.
La tarde desolada
maldice mi vientre
y mi inocencia
me censura
y me expulsa fuera
de la primera madrugada
ajena al mediodía vital y enfurecido
me presume cobarde ya
después de tantas valentías vanas.
Las dos morimos
cada día
después de intentar
en un esfuerzo último y repetido
abarcar el cielo
ser luz
desaparecer las sombras
desquiciar la noche
sin esperanzas de permanencia
con la absoluta certidumbre
de volver a morir
después de cada intento,
para ser sombra
noche
grillo solo
perdido en la inmensidad de una llanura vacía
con la voz sostenida en grito monótono
que nadie entiende.
La tarde me aprieta la garganta
con sus rayos agónicos
vomita sortilegios
para que no volvamos
a nacer mañana
para
de una vez por todas
no vernos más.

Mabel Zimmermann (Rafaela-Santa Fe/Argentina)

PAGINA 3 – Narrativa

Fotos

Por Orlando Van Bredan (El Colorado-Formosa/Argentina)

In memoriam de M.

Ella es la primera de la fila, la más flaquita. En esta otra es la tercera de abajo, puro cristal sonriente. Lo mejor es la sonrisa decimos con Babi y Babi se cae, se hunde, nos hundimos en la infancia, el barrio, los amigos comunes que no eran tan comunes y yo como hermano mayor de Babi recuerdo aquel día en que él la corrió, la corriste, hasta la misma puerta de su casa. Cosa de chicos dijo mamá ante el padre de ella, tan enojado, tan curiosamente furibundo. Entonces cuando Babi se pone así, nos ponemos así y le acerco el vaso de cerveza y le pregunto si el asado no se va a pasar y él se ríe y me dice que desde cuándo le voy yo a enseñar a hacer asado, que él es un especialista, cualquier cosa dice con tal de salir de esto que lo aprieta por todos lados, que nos aprieta y que es algo más que el sudor por la cercanía intensa del fuego. Terminamos otra cerveza y otra y la historia de ella queda en el aire, flotando para otra vez, otra vez, otra vez, como una garza inocente que no deja de planear jamás, todas las veces que sea posible volver a ella, siempre hay una manera de encontrar la punta, de comenzar a desovillar esa triste-estúpida- desgraciada historia de Michela, la flaquita de la esquina como decían los muchachos que se juntaban, nos juntábamos, en la alcantarilla cuando todavía, cuando entonces no había asfalto. El asfalto vino después, cuando ya, cuando cada uno comenzó a irse del barrio. ¿Qué cosa el barrio, no? Qué Paraíso entonces me dice Babi y me muestra una con los Peceo, el Quito Alvarez y mi primo Raúl. Qué pinta de camorreros dice Babi. Claro que sí y a mucha honra le digo y empezamos otro día, otro sábado, otro domingo acordándonos de Michela, la vez que la corriste para tirarle una piedra, sos loco vos, si ella era un ángel, puro sonrisas como en esta foto que Babi deja caer sobre la mesa y en la que se la ve con el pelo mojado y las piernas flacas con minifalda y en la azotea del Colegio Nacional cuando terminamos quinto.
Yo estaba en Formosa cuando ocurrió, digo, y yo en Gualeguaychú, dice Babi, ya tenía la disquería. Abre otra cerveza. Será que la cerveza siempre nos pone tristones, le digo. No, che, ya somos borrachos de alma, se ríe Babi, nos reímos, mientras mi cuñada y mi mujer preparan la ensalada en este verano de Entre Ríos y nuestros hijos andan por ahí peleándose, escuchando a Luis Miguel o hablando de amorcitos lejanos o posibles porque ya tienen edad; entonces le digo a Babi que Michela ya tendría como treinta y cinco. Claro, me dice, tenía mi edad. Todavía falta mucho para el asado cuando suelta que para él todo estuvo preparado, le fueron creando la escenografía, si no, no se explica, no se entiende, no sé, dice y se sirve cerveza y yo aprovecho para preguntarle por qué asegura lo que asegura, y me dice que hace unos días lo vio a él con otra en un restaurant de Gualeguaychú, una mucho más joven, una rubia muy fuerte. Un minón, le digo. Sí, bueno, un minón, reconoce, nada que ver con Michela, dice Babi, una relación que seguro la tenía de antes, cuando vivía con Michela, cuando la llevó a vivir donde la llevó a vivir, fijate vos, al lado del cementerio, en los suburbios de la ciudad, casi campo. Cuando se casó con Michela eran jovencitos, unos pendejos, yo estuve en la fiesta de bodas, por ahí anda una foto, ella puro sonrisas, puro dulzura, como siempre fue, a vos te consta porque nos criamos juntos. Él, con el cuento de que quería vivir más cerca del frigorífico porque es veterinario a los pocos meses compró esa casita al lado del cementerio, y dejaron el departamento que tenían aquí sobre la Urquiza, pleno centro, te imaginás, qué cambio, del día a la noche. Ella, según supe, se quejó pero poco, ya sabés cómo era, pura sumisión, y se fue a vivir ahí, tejido por medio con las últimas tumbas, condenada a salir al patio y encontrarlas siempre, siempre, siempre. A ella le gusta esa tranquilidad, comentaba él en todas partes, porque él no se privó de salir, salía más que nunca, nunca estaba, desaparecía por dos o tres días y ella se bancaba, con la panza grande, desafiante, pura vida entre esas cruces mal paradas, dice Babi inspirado por la cerveza, de la última parcela del cementerio donde van a parar los más pobres, insiste Babi patético, los más tirados, donde aún es más triste la muerte. Exagera, pienso, exagera siempre que se habla de Michela. ¿Por qué no se separó? Pregunto. No es fácil, de afuera todo se ve fácil, dice Babi y llena el vaso y llena mi vaso y sigue, ahí tuvo el primer hijo, después una nena y enseguida nomás quedo embarazada del tercero; le faltó carácter para enfrentarlo dice mi cuñada que se acerca a la charla, a mí no me hace un tipo una cosa así dice mi mujer y yo no puedo evitar la indirecta y contesto que cada hogar es un mundo, que no hay experiencias iguales y todo lo que puedo argumentar para intentar ponerme un minuto en el cuero de Michela. La madre, el padre, a veces la hermana, iban a visitarla pero según dicen por poco tiempo, el lugar era tan triste, tan feo que se me parte el alma decía el padre, uno no aguanta, decía la madre, yo también tengo una familia que atender decía la hermana, y Michela prometía ir a Concepción pero no iba nunca, simplemente sonreía y decía que estaba bien, que no se hagan problemas, pero siempre estás sola, insistía la madre, pero estoy bien, mamá, pero estoy bien, papá, pero estoy bien. Y sonreía porque Miche siempre sonreía dice Babi y mi cuñada pregunta ¿Miche?, sí, Michela, dice Babi y revuelve las brasas y grita a la mesa que el asado ya está.
Otra vez, otro día, otro sábado, otro domingo, de este verano de Gualeguaychú que invita a destapar cervezas y a ponernos melancólicos porque a pesar de que todavía no pasamos los cuarenta, pobre de vos, dice mi mujer, vos pasaste hace rato. A pesar de que no pasamos los cuarenta, insisto, recordar el barrio, la infancia, todo eso, se ha vuelto una costumbre. Yo era peleador, digo, muy peleador, me acuerdo cuando lo golpeé al judío Weibel, antisemita me dice mi cuñada, no, nada de eso, ese día nos hicimos grandes amigos, después de que la maestra me dio una flor de lección; yo también tuve mis peleítas, dice Babi, sí, dice Silvia, mi cuñada, la vez que la corriste con una piedra a Michela y otra vez, otra vez la punta del ovillo y Michela que aparece con toda su sonrisa y sus piernas flaquitas, insignificante, con sus tres hijos viviendo al lado del cementerio. Mucha gente vive al lado del cementerio y no les pasa nada dice mi mujer; sí, es cierto, aclaro, pero no todos somos iguales. Michela era la alegría de vivir, era como plantar un rosal en un chiquero dice Babi y sirve cerveza. El se abusó porque Miche era fácil de agredir, como cuando yo tenía cinco años y la corrí con una piedra, porque ella no se iba a defender, porque invitaba a someterla, a golpearla, porque siempre respondía con una sonrisa y él no pudo soportar esa sonrisa y la llevó a vivir al lado del cementerio, la condenó a mirar la muerte hasta que perdiera la sonrisa; estás exagerando dice mi cuñada, cuántos tipos hacen lo mismo dice mi mujer, para mí que la sonrisa de ella era una máscara, argumento, en el fondo era muy triste. Puede ser, dice Babi, puede ser, y se sirve cerveza y se pone de pie y sigue diciendo puede ser, pero el asado se pasa, a la mesa, gurises, a la mesa.
Esta es del casamiento. Fijate que no había cambiado mucho, dice Babi. Nosotros estuvimos esa noche. La familia de él, tan fría, tan distante; no parecía un casamiento, más bien un velorio; se casaron apurados pregunto; no, cosa de gurises, dice mi cuñada. Entonces él la quería, interviene mi mujer. Sí, seguro que la quería, era fácil querer a Michela dice Babi. Seguro que él se calentó después con la rubia y se arrepintió, dice mi cuñada. Entonces le creó la escenografía, dice Babi, la llevó a vivir al lado del cementerio, la abandonaba durante días y días, jamás la llevaba a ningún lado y ella no se atrevía a dejar solos a los chicos, no tenía con quien hablar, con quien reírse, sola, allí, al lado de las tumbas, y él como quien no quiere la cosa, como si en realidad le interesara coleccionarlas, fue trayendo armas de fuego a la casa, una escopeta de caza, un calibre 22 por si los ladrones, como vivimos tan lejos de la ciudad, en fin, seguramente esa tarde discutieron y mucho y él cargó los tres chicos en la camioneta y los llevó a la casa de los abuelos y la dejó sola sola sola y Babi no puede seguir hablando y yo no quiero escuchar, menos mi cuñada, ni mi mujer y los chicos discuten y escuchan “El día que me quieras” por Luis Miguel y la cerveza se calienta, se calienta, se calienta en los vasos.

Esta otra es aquí, en la disquería. Entonces, te veías con ella, pregunto. Fue una casualidad, aclara Babi y me esquiva los ojos. Miche espléndida, puro sonrisas como siempre, contra la sección Música de Grandes Orquestas. Con el pelo llovido, casi como mojado, y esa mirada que le nacía en un lugar impreciso del corazón, aclara Babi y yo también lo siento así. La foto aparece junto a la PC en la sala de grabaciones, un lugar al que sólo llega Babi, una penumbra clandestina que está al final de un pasillo que anticipa otro pasillo que baja tres escalones y tiene una pequeña puerta. No la volviste a ver, pregunto impertinente, a un hermano que ahora, recién ahora, empieza a sentirse molesto, o al menos a mí me parece, como si las confidencias sólo fueran posibles después de una cerveza en un patio de verano junto al calor de una parrilla. ¿No la volviste a ver?, insisto ahora como una pregunta, como un tiro de ballesta, como un disparo en la oscuridad de este atardecer de invierno en una cueva donde se graban CD a pedido y uno huele en el aire la húmeda presencia de cuerpos que alguna vez estuvieron aquí y han dejado sus señales. Sí, claro, nos volvimos a ver, ella necesitaba salir, no me lo decía pero yo me daba cuenta, dice Babi sin mirarme, como buscando algo en el monitor, siempre aquí en la disquería. ¿En este lugar?, pregunto como un detective que necesita otros datos. Sí, claro, en este lugar también. Lo dice y es fácil, entonces, imaginar a Miche entre estos anaqueles, contra esta pared también oscura, donde un Lennon en blanco y negro esboza una sonrisa y una luz roja obliga a esforzar la vista.
Esta es la última foto, dice Babi ahora sonriente, como si el pico de la tormenta ya hubiera pasado, lo dice mientras nos acomodamos en su auto, lo dice cuando saca del bolsillo la billetera y quita la foto carnet de ella que aparece entre algunos papeles de diez pesos, lo dice ahora casi deseoso de que pregunte por qué guarda esa foto y en ese lugar tan visitado, me obliga a preguntarle o a pensar por qué esta necesidad de tenerla tan cotidianamente, tan alcance de sus manos o de sus besos. En realidad, me obliga a callarme, a no seguir preguntando, a mirar la hondura de una herida después de haberse quitado la camisa. La foto no es más que esas fotos que nos hacemos para cumplimentar un trámite, siempre con un gesto estereotipado y seco, sin embargo, es la última, es el último ademán de una mujer querida y eso la hace distinta. Babi lo sabe y sonríe y conduce y no deja de sonreír y seguramente de pensar que por encima de todo, por encima de las lágrimas tapadas con esfuerzo, él tuvo este raro privilegio de tener su último gesto vivo, perpetuado en un papel.
Soy cruel, siempre tuve fama de cruel, de no tenerle miedo ni asco a la sangre y de faltarle el respeto al dolor. Mi madre siempre me lo dijo, Babi no me dijo pero lo ha pensado, es más fuerte que yo este deseo, tengo la frialdad del científico que antepone sus objetivos a sus sentimientos. Y lo que es peor, golpeo a traición. Cuando el auto se detiene ante la casa de Babi, pregunto, sin mirarlo le pregunto: ¿por qué se mató, Michela, realmente por qué? Recibe el golpe pero no lo devuelve, hubiera podido decir ya te lo dije, ya lo hemos hablado tantas noches de tantos veranos junto al fuego de una parrilla, no es suficiente acaso, él tuvo la culpa, él la llevó a vivir detrás del cementerio, todo eso me hubiera podido decir, pero no lo dice, deja la guardia muy baja, dispuesto a esperar todos los golpes que mi curiosidad, mi malsana, mi cruel curiosidad quieran asestarle, como si en realidad hace mucho que los esperara, hace mucho que los necesitara, sólo se vuelve para mirarme con la cara desdibujada por un llanto que se asoma limpio, purificador y largo largo largo.

PÁGINA 4 – Artículo ensayístico

¿Mujer global? La ’Evita’ del musical


Por Marta Raquel Zabaleta (Londres/Gran Bretaña)

Para el público del Reino Unido, María Eva Duarte de Perón es la Argie del musical Evita, una prostituta ambiciosa e inescrupulosa, ridiculizada por un cómico sudafricano, u objeto de un episodio de Los Simpson, o una artista de última categoría, como lo mostró el film de Parker en que Madonna malamente la representara. Y es a esa imagen a la que llamo ’Evita’, la mujer global. Una vez estuvo siete años en cartelera, actualmente se la puede ver en acción en el West End de Londres, en una producción que costó aproximadamente 8.000.000 millones de dólares, y cuyos asientos se venden hasta casi 100 dólares cada uno, y que contiene algunas canciones nuevas y otros arreglos orquestales, y que será presentado próximamente en Broadway.
La historia oficial
De acuerdo con las versiones popularizadas por el mundo del espectáculo y reforzadas por la medios de comunicación de masas, tanto Evita como Lady Diana se casaron con el soltero de sus sueños. Y debieron haber sido felices y comido perdices por el resto de sus vidas. Pero en cambio, estuvieron sometidas a fuertes hostilidades, siendo intensamente criticadas por grandes sectores de sus respectivos países.
Es que los cuentos de hadas de ’la aldea global’ no terminan siempre, como en los buenos viejos tiempos del Imperio Británico, con un final feliz. Bien por el contrario, en el presente beligerante clima político internacional, la media necesita alimentar hora a hora a un público que sufre de ’depresión del aburrimiento’, esa particularidad de las sociedades necrófilas que ha sido bien explicada por Erich Fromm. Consecuentemente, cada gota de sangre, proveniente de cualquier tipo de violencia, y/o una perversión de cualquier clase es aparentemente bienvenida, y exagerada, reproducida minuto a minuto por la prensa, los canales de televisión y las radios. Es que el monstruo de 24 horas necesita ser alimentado, como dice la ex corresponsal de guerra Kate Adie, quien fuera también jefa por años de la sección de Noticias de la BBC (British Broadcasting Corporation), así que sabe bien lo que dice.
Y si la tragedia no existe, se la construye: en base a ciertas hechos reales se crean los mitos. En este caso, según Parker, el musical reencarna el mito de Blancanieves: una pobre niña argentina abandonada por su padre quien devino en protegida de un militar 25 años mayor que ella, y que se aprovechó para llegar hasta él, de una escalera de hombres, (¿como antes los hombres habían abusado de ella, habría que agregar?), y que llegó a ser Primera Dama de Argentina durante escasos años, antes de morir joven de cáncer.
Eso es lo que ve el público del musical Evita. Sin darse cuenta, tal vez, de que la verdadera Eva Duarte, nieta de una soldadera de origen vasco, nació como hija natural de un Duarte ya casado y conviviente de su madre, en Argentina el 7 de mayo de 1919, y tendría ahora 88 años si estuviera viva. Ni que llegó a ser considerada ya antes de su muerte (1952), y más aun poco después, uno de las figuras más poderosas de la política latinoamericana del Siglo XX. Ni se recuerda en el musical que ella contaba con el apoyo irrestricto de varios millones de hombres y mujeres organizados en torno a su fuente de trabajo, (incluido para muchas mujeres el hogar), gozando así de un apoyo popular sólo comparable al de algunos otros políticos del continente, tales como Fidel Castro, Salvador Allende, o Juan Perón.
Pero muy lejos de eso, ’Evita’ global es un icono sexual, junto por ejemplo con otras mujeres con una vida signada por la tragedia, como Diana Spencer, Marilyn Monroe, Jackie Kennedy, Grace Kelly, y/o Maria Callas, entre otras. Y como tal, es parte de la cultura popular que se nos impone en la vida cotidiana.
O sea, que es ’Evita’ quien se mete en los bolsillos de los consumidores del extendido mercado libre, a lo que vulgarmente se ha dado en llamar ’globalización’.
Un tipo de mercado que necesita metáforas de mujeres que han sido muy poderosas en la vida real, pero están muertas, y a quienes se las representa casi etéreas, como hadas víctimas de vidas quebradas por la tragedia. Reinas del melodrama. Producto de una fusión entre la realidad y la ficción. Mujeres- ilusión, en el sentido usado por Lacan, es decir, intocables pero al mismo tiempo, accesibles a través de los lentes de lágrimas mórbidas, lo que facilita el proceso de identificación de las mujeres ordinarias con aquellas diosas de la blancura, al tiempo que generan en los hombres heterosexuales nuevos bríos masculinos, y baratos: una mujer que pueden desear, tenerle pena y finalmente, consumir: un acto de virtual posesión.
Un tanto irónicamente, artistas famosas han querido imitar en la pantalla a esos iconos, pretendiendo quizás gozar del poder que confiere este juego de representaciones en política sexual. O aún peor, tal vez quieran profitar financieramente de una popularidad y vulgaridad prestadas. Los nombres de Madonna, Faye Dunaway, Meryl Streep, vienen a la mente.
Al igual que la Eva real quería parecerse a la actriz Norma Shearer e imitar a la fanática Juana de Arco, y así siguiendo. Porque ella fue una actriz de cine menor, con el talento adecuado para imbuirse de conductas prestadas en la radio: una competente actriz de radioteatro que, inspirada en las series escritas a su pedido, y basadas en la vida de varias grandes mujeres de la historia universal, fue transformándose y creando una figura y un lenguaje propio, que plasmó en escritos y discursos únicos, y que legó a la historia del populismo peronista burgués, algo a lo que abundantemente me he referido en varios otros lugares. Así, cuando el 3 de agosto de 1943 la Asociación Argentina de Radio fue fundada, Eva Duarte fue nombrada su presidenta, y fue siempre su mensajera. Esa era la Eva Duarte que conoció Perón, y nunca más se separó de ella, excepto cuando ella viajó sola a Europa.
Blancanieves va al mercado…
La imagen de la ’Evita’ mercantil reapareció otra vez en las noticias culturales del Reino Unido el año pasado, 2006. Si bien no con la misma fuerza que en los años setenta, ni en filmes especialmente comisionados por Channel 4, ni mucho en las revistas de los diarios del domingo, ni en Top Of the Pops como fue el caso en 1996-97, cuando estaba detrás el poderío comercial de Madonna, actriz principal del film basado en el musical Evita.
Como es sabido, este musical inglés que ha ganado casi todas las competencias, pues se ha mantenido muy largamente en cartel alrededor del mundo, está basado en los libretos elaborados por la derecha para la campaña por la segunda elección del Gral. Perón para la presidencia de la Republica, Argentina. O sea, que el hilo argumental del musical Evita sigue la biografía estándar por entonces de María Eva Duarte de Perón, escrita por una británica que vivía en Buenos Aires, quien lo firmó con el pseudónimo de María Flores. El libro, que se cree fue comisionado originariamente por el Departamento de Estado de EEUU, fue titulado Evita: The Woman with the Whip (Evita, la mujer del látigo), y publicado primero en Nueva York. El mismo ha sido usado desde entonces, como una Biblia de los grupos más antiperonistas, para desacreditar a Eva Perón, a pesar de que esta estaba ya bajo el peso del cáncer terminal...
Todo lo anterior nos da una vaga idea de la importancia que tenia Evita en el escenario de la política internacional. Su segunda edición se vendió muy bien en el Reino Unido, en 1977, profitando también así, del enorme éxito de público del deplorable musical Evita. El musical luego se presentó por años, aquí en GB y en el extranjero, e incluso en la cima de su popularidad, fue puesto en escena en el verano de 1998 como un musical abierto y al aire libre, en un gigantazo parque en Colchester, Essex, Reino Unido.
La obsesión con Eva Duarte prosiguió, y como ha sido explicado por Fraser y Navarro, coautores de un libro serio sobre la Evita local, en 1982 Faye Dunaway fue la principal actriz de una película hecha por NBC para la televisión, la que, aunque basada en parte en su libro, no oculta según ellos el hecho de que sus productores prefirieron apoyarse en las más conocidas manifestaciones de que llaman ’el mito negro’ —la prostitución, tan gráficamente descrita como fuera posible, dada la carencia total de datos reales, los submarinos cargando oro nazi para los Perón, etc.
Ya por entonces se comenzó a rumorear que había planes para hacer una versión fílmica de la primera producción británica importante que logró quebrar la barrera de Broadway, imponiendo con ello un nuevo estilo internacional de musical. Y así, una película basada libremente en el argumento del musical, pero un poco más pimientosa, con ideas de Stone y Parker fue estrenada. Como sabemos, Madonna hizo el papel de Evita. Che es otro de los dos personajes más importantes en ambos, musical y película de Parker. El otro es el esposo de Eva Duarte, el general Juan Perón.
Este Che, que en la vida real fuera el legendario Ministro de Industria de Cuba, el revolucionario cubano/argentino Ernesto Guevara Lynch, es quien narra el film. En la película él aparece como un comerciante que vende pesticidas, y se aduce que lo pusieron para añadirle glamour a la película. A mi juicio, él aquí representa a los hombres antiperonistas argentinos de distintos sectores y clases sociales. Hombres que, en general y sobre todo, deploraron y deploran la carismática relación de Evita con los hombres y mujeres de las clases trabajadoras; su amistad con hombres homosexuales como su principal peluquero, y /o con poderosos judíos tales como Yankelevich, tanto como sus amoríos con oficiales del ejército, y/o del servicio secreto de la presidencia, o su solidaridad con hombres claves de la cultura tanguera, como Magaldi y Discépolo.
Pero por encima de todo, en la Argentina de aquel entonces muchos hombres, especialmente de las clases medias, estaban realmente asustados del nuevo estatus que Eva Duarte había adquirido luego de convertirse en la esposa de Perón, un oficial, como ella, inteligente, disciplinado, carismático y muy ambicioso; un matrimonio que debió realizar debido a que la constitución nacional del país, que provenía del siglo XIX, exigía que el Presidente fuera casado y católico. Del día a la noche, entonces, Evita pasaría de ser una locutora muy exitosa a ser la atractiva, vivaz, joven Primera Dama, por entonces hasta bendita por la jerarquía de la iglesia católica con el sacramento matrimonial.
La posición que se le otorga al Che en el musical es absolutamente improcedente, pues si bien es verdad que ambos, Evita y Ernesto, fueron contemporáneos, sus destinos de clase, género e ideología no se cruzaron nunca. Él era completamente desconocido en su país, como cualquiera que vio la película El diario de una motocicleta lo sabe, y no había desarrollado todavía una conciencia social compatible con su posterior rol de intelectual orgánico, cuando ella estaba ya en la cima de su corta y meteórica carrera política. Che Guevara salió la primera vez del país poco antes de la muerte de Evita, siendo todavía un típico exponente de su clase: un joven estudiante de clase media alta, ávido de conocer el mundo como lo hacían o querían hacerlo tantos otros estudiantes de su edad, en lo que entonces se conocía con el nombre de ’viaje de estudios’. Evita, en cambio, por entonces ya había comisionado a través del Príncipe de Holanda 5000 ametralladoras con las que deseaba armar a un contingente popular en caso de que hubiera un levantamiento armado contra la presidencia de su marido. Por entonces, el Che ni siquiera se planteaba la lucha armada, pues pertenecía al sector de estudiantes que se llamaban a sí mismos/as reformistas, generalmente hijos/as de familias antiperonistas, y no atraídos/as por las ideas del populismo burgués de su marido y de ella, sino más bien por la larga tradición de los discursos de derecha o de izquierda de distintos matices, que existían en Argentina al final de los 40 y a los cuales adherían los estudiantes más rebeldes y acomodados, de ambos lados del espectro político. Por entonces estos no se planteaban, como lo harían muchos desde el final de los sesenta, entrenarse en los principios de la lucha armada, idea que florecería con fuerza recién a la luz del triunfo popular encabezado por grupos guerrilleros de avanzada y que tomaron el poder en Cuba en 1959. Pero claro que la realidad histórica es, para los vulgares vendedores de fantasías, como los rices, parkers, madonnas y compañía, solamente algo ’marginal’ a sus historias centrales de cuentos de hadas, brujas y trabajadoras del sexo.
Típico ejemplo, entonces, representación de la carrera política de tres de los más influyentes políticos del siglo XX en América Latina, a saber: una locutora radial, un médico cirujano y un coronel autoascendido a general. Es también ejemplo de la de la errónea interesada distorsión y ocultamiento de los conflictos de género y de raza que existían en la Argentina de la época de Evita, que ocurren tanto en la película como en el musical que nos ocupa. Que por ende son en suma, dos invenciones antojadizas pero interesadas, de la real, dramática y valiente lucha de clases del pueblo argentino por obtener como fruto de su trabajo una vida decente. Y por tanto, una verdadera burla a los esfuerzos de ese pueblo por alcanzar los beneficios sociales que se merecía: casa, comida, educación y servicios de salud para todas y todos, entre otros.
Durante la primera mitad del siglo XX se vieron en nuestro continente esfuerzos parecidos de las clases proletaria y campesina, que se movía el péndulo de la historia entre el populismo burgués y el populismo de los trabajadores y las trabajadoras en varios países de América Latina. Pero sus lúmpenes burguesías, contando con el apoyo irrestricto y la fuerza arrasante de la inversión del imperialismo norteamericano usaron su aparato represivo, las fuerzas armadas y las policías, derrotando así en 1955 al gobierno peronista legítimamente elegido por el pueblo en las urnas, como lo hicieran antes en Guatemala y luego en Bolivia, Brasil, Chile, Uruguay y nuevamente Argentina, en 1976 en la más sangrienta acción insurreccional del terrorismo de estado que hasta ahora conoce la historia nacional.
No es por tanto tampoco de extrañar que el musical y el film aludidos ridiculicen, deformen y fragmenten la presencia y el rol jugado por la más importante y numerosa movilización de mujeres que se haya visto hasta ahora, en América Latina, la del Partido Peronista Femenino, de quien Evita era la Presidenta, en cierto grado de alianza táctica con la columna vertebral de los gremios de Argentina; mujeres, en suma, que ni se parecían siquiera físicamente a esas patéticas lloronas con que las presentan estos inescrupulosos del entretenimiento barato que se inventaron a ’Evita’ la global.
¿Y qué función —aparte de acrecentar la riqueza de sus empresarios, cumple aún hoy día la reencarnación del musical Evita, ahora hasta con una cantante argentina? Veamos lo que dice un científico social argentino al respecto, al ser interrogado acerca de qué piensa acerca del musical en cuestión:
—¿Que qué pienso de la obra de teatro Evita? La odio, es un engendro machista-imperialista, hecho por dos resentidos que odian a una pareja (Eva y Juan) que le paró el carro al colonialismo británico, y se acordó del pueblo, tan odiado por los ’tories’ que escribieron esa opereta. La música es excelente, el guión "merde". (Ricardo Ferrera, entrevistado por la autora)
Una opinión que compartimos y que sintetiza nuestra valoración de la Evita real, la local. Esa mujer fuerte, inteligente y emprendedora. La que sí influenció nuestras vidas con la fuerza de los cambios favorables que ella impulsó en la sociedad que nos vio nacer, Argentina, e inspiró en muchas mujeres un cambio en su feminidad. Una de las tantas mujeres del pueblo de Argentina dispuestas a dar hasta sus vidas por un poco más de libertad y una vida con dignidad.

Este artículo fue escrito para ser publicado en el No 17 de El Coloquio de los Perros, España.


PÁGINA 5 – Narrativa

Solo

Por Rolando Revagliatti

Desde que me quedé solo decreció mi optimismo. (Riego malvones a la madrugada. Volveré al lecho. Hasta que aburrido me dejaré caer, y lograré así reaccionar, sobreponerme y encarar el día, si no laborable para mí, que eso nunca, al menos...) Los que ya no están, con cariño y con resignación, me instaban a la diurna vigilia.
¿Han contemplado a pájaros muriendo?... Yo los he contemplado. Corbatitas, jilgueros, chingolos..., despidiéndose a través de sonidos broncos y aislados, o de un piar chillón y sostenido.
Ya no me afeito ni me peino, no recito églogas en el salón principal ni ensayo formas de saludo frente al gran espejo del vestíbulo. No hay artilugio ni práctica conspicua que pudiera adquirir o conservar. Duermo ahora con los pies envueltos en una bufanda y bebo el té amargo, sin limón ni cognac. Claro está, no espero ser visitado ni socorrido, aun en circunstancias extremas. Desde que me quedé solo, soy, a simple vista, un hombre infeliz.

PÁGINA 6 – Página de maestros: Álvaro Mutis (Bogotá/Colombia – 25 de agosto de 1923)

Premios: Reina Sofía de Poesía (1997), Príncipe de Asturias (1997), Cervantes (2001), Neustadt (2002)

Breve poema de viaje

Desde la plataforma del último vagón
has venido absorta en la huida del paisaje.
Si al pasar por una avenida de eucaliptos
advertiste cómo el tren parecía entrar
en una catedral olorosa a tisana y a fiebre;
si llevas una blusa que abriste
a causa del calor,
dejando una parte de tus pechos descubierta;
si el tren ha ido descendiendo
hacia las ardientes sabanas en donde el aire se queda
detenido y las aguas exhiben una nata verdinosa,
que denuncia su extrema quietud
y la inutilidad de su presencia;
si sueñas en la estación final
como un gran recinto de cristales opacos
en donde los ruidos tienen
el eco desvelado de las clínicas;
si has arrojado a lo largo de la vía
la piel marchita de frutos de alba pulpa;
si al orinar dejaste sobre el rojizo balasto
la huella de una humedad fugaz
lamida por los gusanos de la luz;
si el viaje persiste por días y semanas,
si nadie te habla y, adentro,
en los vagones atestados de comerciantes y peregrinos
te llaman por todos los nombres de la tierra,
si es así,
no habré esperado en vano
en el breve dintel del cloroformo
y entraré amparado por una cierta esperanza.

Sonata

Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
cono tren en la noche de las páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que enjuta la fiebre de los ghettos
a la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llagar hasta el fin de cada día.

Razón del exiliado

Para Alastair Reid

Vengo del norte,
donde forjan el hierro, trabajan las rejas,
hacen las cerraduras, los arados,
las armas incansables,
donde las grandes pieles de oso
cubren paredes y lechos,
donde la leche espera la señal de los astros,
del norte donde toda voz es una orden,
donde los trineos se detienen
bajo el cielo sin sombra de tormenta.
Voy hacia el este,
hacia los más tibios cauces,
de la arcilla y el limo
hacia el insomnio vegetal y paciente
que alimentan las lluvias sin medida;
hacia los esteros voy, hacia el delta
donde la luz descansa absorta
en las magnolias de la muerte
y el calor inaugura vastas regiones
donde los frutos se descomponen
en una densa siesta
mecida por los élitros
de insectos incansables.
Y sin embargo, aún me inclinaría
por las tiendas de piel, la parca arena,
por el frío reptando por las dunas
donde canta el cristal
su atónita agonía
que arrastra el viento
entre túmulos y signos
y desvía el rumbo de las caravanas.
Vine del norte,
el hielo canceló los laberintos
donde el acero cumple
la señal de su aventura.
Hablo del viaje, no de sus etapas.
En el este la luna vela
sobre el clima que mis llagas
solicitan como alivio
de un espanto tenaz y sin remedio.

Como espadas en desorden

Mínimo Homenaje a Stéphane Mallarmé

Como espadas en desorden
la luz recorre los campos.
Islas de sombra se desvanecen
e intentan, en vano, sobrevivir más lejos.
Allí, de nuevo, las alcanza el fulgor
del mediodía que ordena sus huestes
y establece sus dominios.
El hombre nada sabe de estos callados combates.
Su vocación de penumbra, su costumbre de olvido,
sus hábitos, en fin, y sus lacerías,
le niegan el goce de esa fiesta imprevista
que sucede por caprichoso designio
de quienes, en lo alto, lanzan los mudos dados
cuya cifra jamás conoceremos.
Los sabios, entretanto, predican la conformidad.
Sólo los dioses saben que esta virtud incierta
es otro vano intento de abolir el azar.

Cada poema

Cada poema un pájaro que huye
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas,
un ávido anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mástiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraña del hastío.
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.

PÁGINA 7 – Narrativa

El portatoldos

Por Adrián N. Escudero (Santa Fe/Argentina)

"Portatoldos": palabra que en Argentina se refiere a una suerte de caño soporte donde concluye la cobertura de lona que los comerciantes de las ciudades suelen desplegar -por un sistema de enrollamiento- para proteger del sol la exhibición de sus vidrieras (sobre todo en primavera y verano, donde en Santa Fe las temperaturas alcanzan los 45º). Con ese caño, gente como el autor, de 1.94 m. de altura y a instantes distraída, suele pegarse algunos golpes durísimos. Y en Santa Fe abunda la gente alta. Así que fue después de uno de esos golpes se me ocurrió el relato que comparto con ustedes.

Al Compromiso.
En especial, para el amigo Alfredo Di Bernardo,
militante de sueños y verdades...


Sucedió hace unos días.
Venía de formalizar una gestión para la oficina pública donde trabajaba, cuando aquello llegó.
Con la mente difuminada en la exégesis de sus (habituales) pensamientos (místicos) quijotescos (cada vez más obsesivos, hasta un cierto grado de paranoia leve si se quiere, pensarían ellos), estaba parado –o creyó estarlo- en esa esquina céntrica, revisando papeles de trabajo mientras oraba (sí, claro, oraba) mecánicamente, cuando aquello llegó.
Y lo golpeó.
Tal vez una alucinación de ese mediodía mesopotámico argentino (santafesino, quiero decir), enfermo de calor y de gentes nerviosas que flotaban como nubes eléctricas de sudor, maquinando ansiosas tormentas de negocios con destino de frustración, o, simplemente, apresurando el paso en busca de un ambiente hogareño acogedor, donde hacer realidad la promesa de saciedad asegurada por un energizante jugo de fruto estrujado (exprimido), o entonada por el rojo elixir de un vino tinto fresco (más bien helado y embriagador), que les madurara cansinamente la resignada expectación de las últimas malas noticias radiales por escuchar (la de las 13:00 horas, por supuesto) –porque las buenas, las buenas noticias siempre se archivan en las oficinas de la Redacción-, y rodeados (algunos de ellos, de esas gentes, al menos) por la atrevida locuacidad de sus hijos todavía en vacaciones, disputándoles sin querer a ellos (a algunos de ellos, de esas gentes, al menos) sus más íntimos espacios de atención frente al egoísta, necesario y ácido comentario de otra sufrida jornada laboral, sólo morigerada por la atenta cocina de ellas (para ellos, para esas gentes, al menos) con sus ensaladas y hamburguesas Mac Donald’s al paso (todo un lujo, porque algo es algo, carajo, y es que el juguete pone contento a los chicos, y muchos de ellos todavía -en el fondo- lo son), carne embutida con papas fritadas en aceite viejo, o microondeadas al seco, y servidas en una ruda mesa sin mantel, a todo vapor (porque no hay tiempo, ¿no hay?, no hay tiempo que perder, no hay…)…
Es que son tiempos difíciles. Como siempre y, para ellos, más aún; esas gentes nerviosas, flotantes y rumiadoras, apresuradas y ansiosas, insatisfechas y casi (casi) resentidas, como él... (No, como él no, se dijo).
Hasta que llegó.
Llegó y lo golpeó. Eso sí, brutalmente, lo golpeó.
Vino volando y agitándose quién sabe desde qué manos invisibles desenredadas por el karma siniestro del Urbano Caos Municipal, y lo golpeó con dureza ahuecándole la frente en todo el diámetro de su tubo blandido y amenazante...
“Un portatoldos, carajo (volvió a repetir como exabrupto probado y gustado). ¡Un portatoldos! Común y corriente. ¿Pero cómo no lo vi?”. Y el ruido feroz de los automóviles se acalló por un instante en su mente embotada por el dolor...
Y fue entonces cuando el portatoldos erecto, con aquella sangre distraída goteándolo como una baba sanguinolenta por su boca de hierro macizo, no dejó que reaccionara; y, en seguida del golpe, con igual contundencia y el eco de una voz ronca reflejada en la vitrina del negocio de ropas custodiado de la húmeda torridez del ambiente, le espetó sin vueltas que dejara de ser rebelde y de protestar contra cualquier cosa y de luchar contra todo el mundo y de pelearse con el mundo. ¿Qué? Que era un reverendo cabeza dura y que golpes como ese iba a recibir de aquí en más todos los días si no cesaba con su ingenua prédica en favor de la Verdad, la Rectitud, el Compromiso y la Honestidad, y en contra de la mentira, lo indebido, la mezquindad y el oportunismo de los que viven -a causa de su mediocre existencia inimputable (a veces, y sólo a veces)-, usando como trapo sucio a los demás… Eso, entre otras cosas que el Portatoldos juzgaba fuera de moda o de una lógica trasnochada propia de un perfeccionista (idiota) -como él-, de un nimbado moralista e insano intelectual -como él-, perdido en la extravagancia revolucionaria e ignorado de plano por el exitismo concupiscente de un orbe impío y mercantilista... Sí, que Dios, y la Justicia, y la Solidaridad, y la Paz, y la Responsabilidad y la Responsabilidad; sí, y la Reponsabilidad, la Responsabilidad, la Responsabilidad... Y que la Fe, y la Esperanza, y la Caridad, y que... ahora, ahora (no después, no mañana, no nunca) era la Hora Que Había Sido Anunciada, el momento de comenzar a edificar la Nueva Sociedad...
¡Que a vino nuevo, odres nuevos!, se escuchó gritarle, de pronto, a la desafiante mirada de aquellos rostros de gente estupefacta (de aquella gente, al menos), que por allí pasaba, y que le perforara otra vez, a pura indiferencia nomás, su cabeza partida, como desorbitada... Henchidos como sapos barrosos y plenificados en la inconsciencia de sus pecados capitales, fueron como una turba ciega que no pudo o supo verlo arrojado impunemente al piso, sin prestarle la más mínima atención…
Después, no sabe qué pasó.
Pero algo debe haber pasado. “Primero”, porque los que criticaban su conducta (demasiado) idealista y poco práctica, al verlo tan cambiado y parecido a ellos, se desorientaron.
No podían criticarlo más. ¡No podrían criticarlo más! Y lo que es peor, es decir, “Segundo”, ahora, ahora le pedían -¡por favor!- que no exagerara, que en realidad eran ellos los que se habían ensañado con él, que en verdad era un buen tipo y que no pasaba nada, que por favor -¡por favor!- volviera a ser como antes, que no se fuera al otro extremo, que personas como él eran necesarias para la humanidad, que etcétera, etcétera, y etcétera...
Pero no puede. Roto el encanto, por el hueco de su cabeza deben habérsele ido todos los ideales de nobleza y perfección. Su alma; eso. Y ahora es -¡por fin!-, íntegramente de este mundo, de este maravilloso, inaudito, impío y mercantilista orbe planetario: y sólo de carne y hueso. Tan sólo de carne y hueso. Como la de ellos. Tan de carne y hueso como la de aquellas gentes (como la de ellos), que seguirían nerviosas, flotantes y rumiadoras, apresuradas y ansiosas, insatisfechas y resentidas, ahora, ahora también como él...

Por eso se ha permitido advertirles a sus amigos, que dejen de pensar sobre él como lo hacían hasta ahora. Ahora, que no traten de hacerle sentir y actuar como antes...
No sea que el Portatoldos se enfade con ellos ahora, y venga, y los golpee y, al revés de su caso, por el hueco de sus cabezas aturdidas penetre y se estacione (enroscado en la dura cerviz que los corona) el nimbo de la Santidad.
Sería terrible.

PÁGINA 8 - Artículo ensayístico

Alvaro Mutis

Por Harold Alvarado Tenorio (Cali/Colombia)

Álvaro Mutis nació en Bogotá. Hijo de un abogado que había sido secretario de un presidente y luego ingresó a la diplomacia, en 1925 viajó a Bélgica con su familia, como ministro consejero de la Embajada en Bruselas, donde el futuro poeta viviría hasta los nueve años, cuando su padre murió, de repente, a la edad de 33. Pero el personaje que mas intervino en su formación de niño fue su madre, un ser muy especial. Según García Márquez,
“Estos exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la Sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macys, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo: ’No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va’.”
La temprana muerte de su padre les hizo regresar a Colombia donde ocuparon una hacienda en Coello, parte de la herencia que habían recibido del difunto. Allí, en ese lugar del trópico, parece haber surgido buena parte de la materia que nutre sus escritos.

Nocturno

Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.


Aún cuando nunca terminó el bachillerato, Mutis frecuentó en Bogotá al poeta de derechas Eduardo Carranza, cuando era profesor de literatura en el Colegio del Rosario, regido por jesuitas, pero los billares de los cafés cercanos, el Europa y París, pudieron más que las altisonantes declamatorias del joven maestro del piedracielismo, fanático admirador de Primo de Rivera y Mussolini. A los 18 años ya trabajaba como director de la Radio Nacional de Colombia y para 1948, según dice todo el mundo, publicó un libro que nadie ha visto nunca, porque habría desaparecido entre las batallas del 9 de Abril, La balanza, en compañía de Carlos Patillo Roselli y con supuestas ilustraciones de Hernando Tejada. Luego ingresaría a la Compañía Colombiana de Seguros y la empresa de aviación Lansa. Debido al manejo caprichoso de unos dineros de la multinacional imperialista Esso, donde era jefe de relaciones públicas, se vio obligado a dejar Colombia y viajó a México en 1956, donde reside hasta nuestros días. A los tres años de su arribo a México, se hicieron efectivas las demandas en su contra y Mutis fue detenido en la cárcel de Lecumberri, durante 15 meses, acusado de sobornar a los miembros de la Constituyente de Rojas Pinilla contra una eventual nacionalización del petróleo, expediente que sería borrado, literalmente, del mapa, gracias a la intervención de su amigo, el entonces canciller y futuro presidente de Colombia, Alfonso López Michelsen. A los pocos años de salir de la cárcel, se convirtió en gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox, y luego de la Columbia Pictures , y así continuó durante 23 años, hasta que en 1988 se jubiló. Porque como ha dicho alguien recientemente, Mutis sólo en estos lustros postreros ha vivido de los libros, pues durante años gozó de las canonjías de sus numerosos empleos de publicista, desde locutor de noticias y actor de radionovelas, director de la Radio Nacional y la emisora Nuevo Mundo; vendedor de publicidad para televisión; director de un programa de Encuentros de Televisa; o de la publicidad de la cervecería Bavaria y la corporación de doblajes Cinsa, donde prestaba su voz para narrar las persecuciones de la policía de Chicago a los amigos de Al Capone.
Mutis es el escritor colombiano que mas premios ha recibido en la historia de su nación: Comendador de la Orden del Águila Azteca, Doctor Honoris Causa por la Universidad del Valle, Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio, Gran Cruz de la Orden de Boyacá, Orden al Mérito, Orden de las Artes y las Letras del gobierno de Francia, Premio Cervantes, Ciudad de Trieste de Poesía, de la Crítica "Los Abriles", del Instituto Italo-Latinoamericano de Roma, Grinzane-Cavour, Médicis, Nacional de las Letras, Nacional de Poesía, Nonino, Príncipe de Asturias de las Letras, Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, Roger Caillois, Rossone d’Oro y Xavier Villaurrutia,
Tanto la llamada “poesía” como la “prosa” de Mutis son ejemplos flagrantes del arte de la sociedad de consumo. Un “arte” que vende el mejor de sus productos: el rechazo ramplón de lo que conocemos como modernidad, con sus ofertas de igualdad, libertad y fraternidad, consideradas por Mutis otras supersticiones de nuestro tiempo. Para él la literatura fue mera entonación o estilo, no comunicación. Heredero de la voz radial de Jorge Zalamea en sus traducciones de Perse, Mutis hizo de sus monodias presagio de la vacuidad, o como él prefiere llamarla: desesperanza.
Desde Los elementos del desastre (1952), Reseña de los hospitales de ultramar (1959) y Los trabajos perdidos (1964) el asunto es lo mismo. Según José Miguel Oviedo "todos sus poemas revelan la misma actitud" pues animados por una idea fija, "todas las palabras empleadas en el fondo son iguales ya que es uno mismo el sentido que se les otorga..." Y agrega: “Mutis es uno de esos poetas que, a cualquier edad, escriban lo que escriban, dicen siempre lo mismo...” Cobo Borda ha descubierto, además, que “Un libro de Enrique Molina, Costumbres errantes o la redondez de la tierra, aparecido en 1951, manejaba los mismos tópicos de Mutis.”
Decadencia, soledad, ruina física y moral, trivia, abulia, pocilgas, camastros, mendrugos, trapos y errancia son las rutas y geografías que recorre sin descanso, y sin que importe al lector, Maqroll El gaviero, sosías y único pretexto literario de Mutis. Todo ello singularizado en cafetales, techos metálicos donde retumban las lluvias, catres desvencijados que resisten la angustia de quien descansa en ellos, hoteles de puerto de mar o de tierra, trapiches, quebradas murmurantes, mujeres opulentas de baja o dilapidada condición, socavones de minas, frutas descomponiéndose por el horrendo calor que nos acosa por todas partes, viejos combatientes desamparados y perdidos, colegios, hospitales, etc.
Y como en las óperas de magia, el cambio de telón apenas deja sospechar un cambio de escenografía: Bengala, Riga, Lisboa, Nueva Orleáns, Tashkent, Akaba, Caucasia, Alaska, Trinidad, Jamaica, Spira, Amberes, Cocora, Paramaribo, Hamburgo, Cádiz, Belem do Pará, etc., todos los caminos llevan a lo mismo. Quien maneja los hilos del místico aventurero Maqroll, y el aventurero mismo, nunca conocieron las gratificaciones de la salud corporal, el diálogo y el entendimiento, sólo la peste del cuerpo y el monólogo. Para ellos, avezados forajidos, acaso apenas importe reflejar en los Otros y ¿el lector? su chorro de voz y la miseria de sus recuerdos. Octavio Paz, reseñando Los elementos del desastre, resumió lucidamente ese mundo:
“El paisaje espiritual y físico del Gaviero es insoportable de varias maneras. Enumeraré algunas: la precisión en el horror chabacano, la alianza del esplendor verbal y la descomposición de la materia, la descripción de una realidad anodina que desemboca en la revelación, apenas insinuada, de algo repugnante; la familiaridad con las imágenes desordenadas de la fiebre y, también, con las repeticiones del tedio y del aburrimiento; el gusto por las cosas concretas e insignificantes que, a fuerza de realidad, se vuelven misteriosas; la predilección por el encuentro de objetos cotidianos y vulgares en un escenario extraño, presencias que no dejan de producir escalofrío….”

PÁGINA 9 – Poesía argentina

Chroma key


Por la ranura del día anaranjado
entreví
al pájaro azul, complementario
escudriñando sus ramas
escrutando el leitmotiv
la antigua canción de cuna
el telar vertical
el edredón de patch work
bueno para el nido.

¿Atrás? nada quedó
ni un sólo vestigio del pasado
ni siquiera el esmalte molusco de las tardes.
Como si hubiera roto el cascarón
hundió su cabeza en la zona más herida
encontró el ala derecha, la avería
el pico, el pecho campanudo
y atravesó con su trino
el tímpano enhiesto de las luces.

Por la hendija de sus ojos
noté que la Palabra
asomaba irrefutable sus fulgores
cual aguacero de enero abarrotando
los aciagos deseos
las fosas seductoras del averno.

En el credo verde de la selva
percibí tu rostro enardecido
posado en su apogeo, floreciendo
en el tronco mismo de la vida.
¿Atrás? nada quedó
ni un sólo vestigio del pasado
ni siquiera el afán
de la vigilia.

Graciela Malagrida (Posadas-Misiones/Argentina)

Genealogía de crímenes espléndidos

Nada me asusta más que la falsa serenidad
de un rostro que duerme...
Jean Cocteau, Plain-Chant



No el regreso de un porvenir abandonado
sin sosiego en los lechos terrestres.
No el verano con un palpable resplandor entre invasores,
y otra herida creciendo como lenta enredadera
en la piel del delirio.
No el pequeño cadáver de mi infancia
flotando (con su boca abierta) en la inmensa laguna.
No el arcángel quemado, entre las maquinaciones del espanto
y la obstinada majestad del ruego.
No las elementales maravillas del amor en la hierba.
No la profanada canción, la hoguera luminosa.
No los párpados fatídicos que devoran y resisten
la desesperación de los otros.
No el balbuceo de aquel dios en su cruz.
No la incertísima tempestad del reposo.
No las madrigueras de la piedad,
la hambrienta cueva que empolla toda angustia.
No la precariedad del ojo en la distancia.
No verdades habitables bajo el musgo de sospechas,
ajenas a mi carne y al olor diferente.
No el alarido devastado.
No las mansiones de razón: su más pura palabra.
No un laberinto de alacranes en cautiverio.
No el letárgico aroma de mis muertos mendigos.
No las hembras de chacal junto al sudario.
No este archipiélago hundido en mi memoria.
No la implacable codicia del vicario.
No la torpe desnudez entre las piedras,
aquélla que no cava el deseo.
No quien se inclina ante las jaulas
y duerme según la herrumbre de cuerpos mutilados.
No el que nunca oyó a los ojos.
No el visible matorral; siempre el oculto.
No la fiebre que no sana.
No el perverso matarife en este país de brumas.
No la boca sin cesar del desterrado.
No el estremecido inquisidor de los huesos
Golpea la puerta.
¿Quién permanece en el desierto heroico
con las manos calientes?
¿Por qué fui hijastro y huésped del infierno?

Te hablo con la sangre deshecha de los hombres.

Manuel Lozano (Córdoba/Argentina)

El alma era una orquídea sin raíces
enredada en los muros del jardín.
Abandoné mis torres
para mezclarme con otros náufragos
hasta que comprendí
que sólo podía darles
una moneda de sangre
una mortaja
tejida con hilachas de mi propio corazón.

Graciela Maturo (Buenos Aires/Argentina)

Alguien muerde un basta

desmembrado
que le salpica el cuerpo.

En el silencio
cómplice
el mundo es un funeral a cuenta.

Será muy tarde entonces.
Impune oscuridad
de piedra eterna.

La humanidad arrasada
por una epidemia de yonosabía.

©Gabriel Impaglione (Luján-Buenos Aires/Argentina)

Cuántos rocíos ...

A Paula Micaela y Ma. Emilia González, a Verónica Villar

Cuál fue el rocío que no mojó los cuerpos
ni las mil caras
de la indiferencia y el despegue.

Cuál de los vientos pudo enredar las voces,
anudar remolinos
enlentecer olvidos.

No es el dolor, nuestro dolor sin público,
nuestro egoísmo
el que a ustedes las nombra
es ser mujer
la vieja herida abierta
no encajar en demandas
no vender
ni acaparar los múltiplos.

Es que no hacemos
ni hemos hecho más peces ni más pan
ni ha surgido más agua de las fuentes.

Mujeres
buscadoras de vida
mecedoras de cunas y mortajas
pupilares de abrazos.
Apenas paridoras.

El amor es tan corto, cantó en la canción Pablo.

La esperanza se tuerce entre las grietas.
(Cuerpos, piel, manos, lenguas
que no ríen al sol
ni sueltan barriletes).
La voz en los coirones
el olor de la tarde aquella tarde
el secreto incansable rumoreando la acequia
ellas
en los ojos de los árboles.

Lilí Muñoz (Victoria-Entre Ríos/Argentina)

PÁGINA 10 – Narrativa

Brevería


Por Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez-Santa Fe/Argentina)

Un hombre entra a un comedor y el mozo le pregunta:
-¿Qué se va a servir?
-Un revólver bien cargado, por favor.
El mozo le trae el revólver en un plato, el hombre destraba el arma
se pone el caño en la boca y vacía el cargador. Pide la adición, paga, se levanta de su mesa y se retira.
Al otro día va el mismo hombre al mismo comedor, entra y se sienta a la misma mesa.
-¿Qué se va a servir esta vez?-pregunta el mozo.
-Hoy quisiera un cuchillo filoso y calado.
El mozo le trae un cuchillo de matadero en un plato. El hombre se propina varias puñaladas hasta el mango, pide la cuenta, paga, se levanta y se retira dejando hilos de sangre.
Al tercer día el mozo no lo quiere dejar entrar. El comensal insiste:
-Déjeme pasar, que hoy no tengo apetito.
El mozo lo deja entrar. Se sienta a su mesa y pide solamente un vaso de agua.
El mozo, suspirando aliviado, le sirve el vaso de agua.
El hombre toma el vaso y se ahoga. El mozo es despedido de su trabajo.
En casa su mujer le pregunta:¿Y ahora qué vas a hacer?
-El ex mozo se pone un cuchillo entre las ropas, se enfunda un revólver bien cargado bajo el saco y dice:
Buscaré otro empleo, en fin... ¡No hay que ahogarse en un vaso de agua!

PÁGINA 11 – Reseña de libros

“No nos une el amor sino el espanto”.

Acerca de Eva en el espejo, de María del Carmen Suárez.

Las novelas escritas por poetas tienen su propia identidad. Sin dejar de ser novelas, transparentan una percepción del mundo que no es la del que narra sino la del que ve. Pienso en “Adán Buenosayres” de Leopoldo Marechal, o en “Los viernes de la eternidad” de María Granata, o en “Una sombra donde duerme Camila O’Gorman” de Enrique Molina. Novelas visionarias donde se
cuentan historias, pero donde lo otro- la chispa del instante- ya no es mero relato sino puro esplendor de la lengua y puro placer. O puro dolor.
La novela de la poeta María del Carmen Suárez no escapa a la regla.
En primer lugar, por el corte particular de cada una de sus frases y por el modo de hilvanarlas sin rellenar los huecos, como si la autora admitiera que esas palabras surgidas del vacío deben quedar rodeadas por el mismo vacío que las ha visto nacer. Y en segundo lugar, porque lo que aquí se cuenta –la relación de amor y de odio entre una madre vieja y una hija que ya no es joven-cabría en dos líneas si no estuviera inmersa en una trama compleja de sensaciones intensas y contradictorias de una agobiante oscuridad.
Agobiante pero no irrespirable, puesto que la belleza la rescata.
En su libro “Lo sagrado”, Rudolf Otto nos ha dejado una curiosa observación sobre nuestro contacto con esa raíz de lo viviente a la que también denomina “lo numinoso”. Para Otto, una de las maneras de relacionarnos con lo sagrado, lo numinoso o lo divino, vale decir, con el amor, es la repugnancia. Sentir asco ante una manifestación del ser o de los seres en los que late el absoluto de la vida sería un modo invertido y equivalente de la plegaria. Una novela de poeta en la que se palpa este sentimiento es “La pasión según G.H.” de la brasileña Clarice Lispector, donde una mujer se inclina a besar la inmunda materia blanduzca que mana de una gigantesca cucaracha a la que, antes de adorarla, ha intentado aplastar.
La otra novela de poeta que se basa en la repulsión ante lo que se ama es “Eva ante el espejo”.
María del Carmen Suárez se ha animado a enfrentar el asco por el cuerpo de la madre. Un asco que surge en la mujer durante la adolescencia y a veces se intensifica cuando la madre envejece, y cuando no hay un niño que actúe de intermediario. En este libro no hay niño (único ser capaz de observar la decrepitud con un cariño alegre). Tampoco hay hombre. Sólo ellas dos, madre e hija, enfrentadas en una lucha sorda cuyo final, tristemente, ambas conocen.
Dos escenas inolvidables muestran los celos feroces de la más vieja.
En una de ellas, la hija descubre a su madre probándose ante el espejo el vestido verde con el que ella ha conocido sus mejores momentos, los más felices, los más libres, esos que la madre hubiera deseado para sí, esos que nunca ha tenido y cuya ausencia le provoca una envidia encubierta, de pronto revelada. La impresión de la tela brillante, como cargada de caricias, sobre la piel desnuda y ajada de la mujer que sólo espera la muerte, impregna esta página memorable que se complementa con otra revelación, esta vez verbal: el resentido discurso de la madre que, creyéndose sola, expresa en alta voz lo que jamás ha dicho de frente. Una vida entera de frustraciones, rivalidades y rencores, donde la hija de piel todavía tersa juega el papel de la enemiga.
Y sin embargo se aman. La muerte de la madre es un momento de paz.
La despedida ha aventado los miasmas. Las dos mujeres están unidas frente al instante en que las dos, en cierto modo, mueren. Una red sutilísima les envuelve en ese instante, tal como siempre las ha envuelto y tal como nunca dejará de envolver a la que queda viva. A partir de ese tránsito, el recuerdo ya puede volverse dulce.
María del Carmen Suárez confiesa haber escrito este libro “sobre la marcha”, mientras su madre declinaba y moría. “Fue mi manera de salvarme- dice- Mi exorcismo”. También aquí la poeta es fiel a sí misma: toda su poesía se ha centrado siempre alrededor del misterio, la magia, la visión deslumbrada; antiguos rituales de feminidad a los que estas otras ceremonias no son ajenas. Pero “Eva ante el espejo” posee la fuerza de la inmediatez.
Son notas al pie de un lecho de muerte, rápidas, duras, brutales, arrancadas al horror casi a tirones, todavía goteantes. Notas en las que el salvaje deseo de sobrevivir coincide con la infinita piedad, y en las que ninguna mujer con suficiente valentía como para aceptar el espejo que esta Eva nos tiende dejará de reconocerse a sí misma.
¿Qué mujer no ha sentido que su rostro se alisa y se marchita junto al de la madre, en un sitio del tiempo donde las dos son niñas y las dos, ancianas? ¿No ha ansiado desprenderse de una caricia tan insoportablemente suave que desgarra la carne, y de una mano que arrastra hacia el final? ¿Y no ha amado a su madre hasta el espanto? Felicitémonos de que una poeta de ojos alucinados se haya atrevido a decirlo, al fin, con las palabras justas.

Alicia Dujovne Ortiz

PÁGINA 12 – Artículo ensayístico

La eternidad efímera del ángel renegado
(Sobre una lectura de John Milton)

Por Alejandro Bovino Maciel (Buenos Aires/Argentina)

Pensemos en la Inglaterra de Cromwell donde pierde la vista un hombre a los 44 años de edad creyendo con la sinceridad de un puritano practicante que las tinieblas son el precio de una vida disipada en los placeres terrenales como escribir literatura que es hacer belleza y eso está destinado exclusivamente a Dios. La arrogancia del poeta que quiere instalar la luz en la oscura conciencia humana se castiga con la oscuridad perpetua en la tierra. La lectura de Virgilio y Horacio serán desde entonces las teas que guiarán la turbidez del sendero perdido y recuperado de la poesía como sus "Paraísos"; la égloga pagana transcripta en tono sagrado y bucólico se convierte al puritanismo del hombre ciego que dicta palabras a su hija a la luz de una alcuza en la doble noche que lo envuelve. Antes de la ceguera que lo atacó por 1950 había redactado demandas, oficios y documentos diplomáticos como Secretario del Consejo de Estado. En 1660 la Restauración lo envía a prisión y ordena la quema de sus escritos. Podemos imaginar la decepción, el amargo sabor de la injusticia, el desencanto del puritano que había entregado todo a la política, que es nada. Hasta entonces había creído que su talento no debía desperdiciarse en fantasías literarias. Redactando una defensa de la Causa Anglicana descubrió su ceguera; en ese tenebroso mundo de vacío azul recuperó de la memoria los ecos de aquellos sonidos amados de la poesía y detrás de ese encanto decidió salvarse recuperando el pasado. La muerte de un amigo durante una travesía marina en el arisco Mar del Norte sirvió de acicate y en un doble homenaje a su maestro Virgilio cambió el nombre de Edgard King, su amigo fallecido, por el del pastor Lycidas de la égloga virgiliana tal vez pensando que el homenaje no necesita nombres propios ya que todos vamos a morir. Plugo a los dioses no tener que reiterarlo pero nuevamente advierto a quien está leyendo que soy un apéndice de un aracnoidoma. Nunca tuve la menor capacidad de aprender lenguas y he fracasado tanto con el inglés como con el valón y el chino mandarín. Pero esta discapacidad no ha sido obstáculo para tratar de reconstruir en estos tiempos de la deconstrucción la elegía de Milton. Recurrí a tres traducciones en español y una en italiano. Con temeraria tenacidad emprendo esta descarada tarea de presentarles mi versión libre de prejuicios:
LYCIDAS
Nuevamente oh, laureles, nuevamente,
turbio mirto, hiedra verdecida,
debo arrancar la fruta áspera y cruda
y, con mis manos duras,
estrujar el follaje, antes que el tiempo
le dé la madurez henchida.
Amarga es la ocasión, y dolorida
que me incita a quebrar vuestro verdor.
¡Ha muerto Lycidas, se hundió en el esplendor
un hombre que un igual no deja en vida!
¿Quién dejaría de cantarle? Así como
sus versos soberanos cantó con tal pasión
como su sombra que ahora flota
sobre el sepulcro acuoso.

En la profunda oscuridad de la ceguera John Milton se reencontró con la belleza de la que había huido durante toda su vida animado por la iconoclastia de la Reforma que veía en la estética un reflejo de la idolatría de Satanás cuyo mayor crimen había sido la soberbia de querer imitar a su Creador. Idolatría detestable a Lucero, intolerable en Calvino y herética para Ulrico Zwinglio. En Milton luchan el puritano de Cromwell que intuye la profanación y el humanista pagano que no olvida la música de Virgilio, como Dante que la persigue hasta el trasmundo de la muerte. Extrae del tesoro de los clásicos la forma pero sabe que la exaltación mitológica y panteísta ha cambiado de religión y debe buscar entre los toscos símbolos judeocristianos el andamiaje que necesita para levantar la catedral de palabras. ¿Qué verbos, qué adjetivos, qué sintaxis le servirán de materia? La Versión Autorizada de la Biblia de 1611 oficia de diccionario y devocionario de inglés para Milton, Melville y Faulkner. En algún escrito, Milton llama a la ceguera "cárcel del alma"; no olvidemos por favor que Milton ha vivido la vejación del calabozo y entonces surge la comparación implícita: el cuerpo del ciego inundado de penumbras es para el espíritu (que siempre busca la luz) una carencia, como lo es la cárcel (carencia de libertad) para el cuerpo

PÁGINA 13 – Poesía americana

Diosa de los vientos


Me dispongo a alinear mis dolores,
festejar la mortaja
donde acueste cada vivencia,
desde la más ofensiva
hasta la más penosa.
Olvidaré por un momento
que soy mujer de partos.
Retomaré bienestares
bajo la cobija
de mis logros.
Seré yo misma.
Despuntaré de la tierra
como diosa de los vientos,
Abriré mis alas
Al costado de los ángeles
Mientras en una maroma
de circo,
construiré nuevamente
una carpa donde alojar
mis votos de alegría.
Haré la balanza,
De izquierda a derecha
Y me quedaré en medio,
Soy equilibrio,
Diosa de los vientos.

©Bella Clara Ventura (Bogotá/Colombia)

Una casa en llamas

¿Por qué se mete en los sueños
y me arrebata lo íntimo?

Como un océano brutal
que puede llevarte en un instante,
mi niñez,
como si estuviera acechándome por las ventanas,
es la única vida que me queda.
La belleza de esos años
es una casa en llamas en donde no puedes
salvar a nadie.
Acaba y comienza de nuevo.
Es un lugar en donde ya no siento miedo o tristeza.
Es un árbol que siempre tiene los brazos abiertos
para las aves.

Pero desde mi niñez para hoy
mi corazón se ha convertido
en una extraña planta en harapos,
y solo canciones antiguas y rimas íntimas
hacen que mi corazón viva como mi niñez:
con el fuego carmesí de la existencia espiritual,
como una llama de fuego en la masa obscura
de la noche,
como los caracoles
repitiendo el infinito del mar.

Francisco de Asís Fernández (Granada/Nicaragua)

Este país está en el sueño
(fragmentos)

que digan yo lo admito que no existe
pondré no importa mi piel por territorio
este país no es nada no hubo nunca
este país no ocurre
está en el sueño
mi boca se desangra
no es nada nunca y es todo cuanto tengo
si no de dónde vengo
si no es de este asterisco
y este país no existe
estoy por tanto un tanto consternada
yo no inventé la lluvia sin embargo
que nadie me la arranque
es el agua quien define esta frontera
este glóbulo de luz
este barquito mísero y amado
donde el cielo deviene catarata
me importa un pito
yo nada tengo contra octubre
muy al contrario
yo sé que no hubo historia
si acaso fuimos un rumor maledicencias
un trillo nebuloso la huérfana del mundo
no tuvimos virrey qué pretensiones
tuvimos eso sí
me reconforta
a Juan don Juan y don Juanito
( Santamaría por supuesto y Mora y Mora)
pero somos pocos en saberlo
me alegra tanto decir que nuestro héroe
el único por cierto
era moreno descalzo pobre campesino
para colmo era un chiquillo
luchó qué novedad contra los yankis
podría besarlo
con tanto hollín se atoran las palabras
quiero llorar zurcirle las heridas
esto está hecho y consumado
tenemos héroe para rato
y qué carajo a ver quién me lo quita

este país no es
y qué me importa
puedo tomar mis venas tejerle un barrilete
que digan yo lo admito que no existe
yo no inventé la lluvia y sin embargo
yo sé que no hubo historia
estamos entre tanto por hacerla

estoy un poco triste
puedo donar mi traje hacer las velas
amar con un amor inenarrable
este terrón del aire adonde vine
pondré no importa mi piel por territorio
este país está en el sueño que nos toca
sobre la faz del mundo
que nadie me lo arranque
es todo cuanto tengo
más este corazón para simiente

y qué carajo a ver
con tanto amor
quién me lo quita

Ana Istarú (San José/Costa Rica)

Postulado de un oficio

Me declaro en rebeldía por el duelo de las horas.
Protesto por el silencio de los verbos.
Aquí se terminaron los escupitajos.
Esta sangre bullendo;
esta bandera que es mi insignia;
este crepitar desde el relámpago;
esta fosforescencia en pleno vuelo
es flecha con la que no quiero herir a nadie.
No soy el demonio ni cosa que se le parezca.
Soy heredero del verbo de Cervantes.
He encendido los fusibles
en las tinieblas del sobresalto.
No me considero profeta,
ni amante del hormiguero.
Mi oficio es palabrear los prismas de la luz;
prestar aguaceros al que desama;
escupir y guardar luto.
Mi oficio es declararme en rebeldía
por los aguijones del cancel donde me escondo.
Mi trabajo es transitar el laberinto de la insanidad,
sabiendo que en algún planeta
encontraré el eco para suicidar
a los que traicionan la palabra.

©Eleazar Rivera (Santo Domingo-San Vicente/El Salvador)

Reencarnaciones

Vengo desde el ayer,
desde el pasado oscuro y olvidado
con las manos atadas por el tiempo,
con la boca sellada desde épocas remotas.
Vengo cargada de dolores antiguos recogidos por siglos,
arrastrando cadenas largas e indestructibles.
Vengo desde la oscuridad del pozo del olvido
con el silencio a cuestas,
con el miedo ancestral que ha corroído mi alma
desde el principio de los tiempos.
Vengo de ser esclava por milenios,
esclava de maneras diferentes,
sometida al deseo de mi raptor en Persia,
esclavizada en Grecia, bajo el poder romano.
Convertida en vestal, en las tierras de Egipto,
ofrecida a los dioses de ritos milenarios,
vendida en el desierto o canjeada como una mercancía.
Vengo de ser apedreada por adúltera en las calles de Jerusalén,
por una turba de hipócritas, pecadores de todas las especies,
que clamaban al cielo mi castigo.
He sido mutilada en muchos pueblos para privar mi cuerpo de placeres
y convertida en animal de carga,
trabajadora y paridora de la especie.
Me han violado sin límite, en todos los rincones del planeta,
sin que cuente mi edad madura o tierna o importe mi color o mi estatura.

Debí servir ayer a los señores, prestarme a sus deseos,
entregarme, donarme, destruirme,
olvidarme de ser una entre miles.
He sido barragana de un señor de Castilla,
esposa de un Marqués y concubina de un comerciante griego,
prostituta en Bombay y Filipinas
y siempre ha sido igual mi tratamiento.
De unos y de otros siempre esclava,
de unos y de otros dependiente,
menor de edad en todos los asuntos,
invisible en la historia más lejana,
olvidada en la historia más reciente.
Yo no tuve la luz del alfabeto durante largos siglos.
Aboné con mis lágrimas la tierra
que debí cultivar desde mi infancia.
He recorrido el mundo en millares de vidas
que me han sido entregadas una a una
y he conocido a todos los hombres del planeta:
los grandes y pequeños,
los bravos y cobardes,
los viles,
los honestos,
los buenos,
los terribles.
Mas casi todos llevan la marca de los tiempos.
Unos manejan vidas como amos y señores:
asfixian, aprisionan,
succionan y aniquilan.
Otros manejan almas: comercian con ideas,
asustan o seducen, manipulan y oprimen.
Unos cuentan las horas con el filo del hambre,
atravesado en medio de la angustia.
Otros viajan desnudos por su propio desierto
y duermen con la muerte en la mitad del día.
Yo los conozco a todos.
Estuve cerca de unos y de otros
sirviendo cada día,
recogiendo las migajas,
bajando la cerviz a cada paso,
cumpliendo con mi karma.
He recorrido todos los caminos.
he arañado paredes y ensayado cilicios,
tratando de cumplir con el mandato de ser como ellos quieren,
mas no lo he conseguido.
jamás se permitió que yo escogiera el rumbo de mi vida.
He caminado siempre en una disyuntiva,
ser santa o prostituta.
He conocido el odio de los inquisidores
que a nombre de "la Santa Madre Iglesia" condenaron mi cuerpo a su sevicia
o a las infames llamas de la hoguera.
Me han llamado de múltiples maneras:
bruja, loca, adivina, pervertida,
aliada de Satán,
esclava de la carne,
seductora, ninfómana,
culpable de los males de la tierra.
Pero seguí viviendo, arando, cosechando,
cosiendo, construyendo, cocinando, tejiendo,
curando, protegiendo, pariendo, criando,
amamantando, cuidando,
y sobre todo amando.
He poblado la tierra de amos y de esclavos,
de ricos y mendigos, de genios y de idiotas,
pero todos tuvieron el calor de mi vientre,
mi sangre y mi aliento, y se llevaron un poco de mi vida.
Logré sobrevivir a la conquista brutal y despiadada de Castilla
en las tierras de América,
pero perdí mis dioses y mi tierra
y mi vientre parió a gente mestiza,
después de que el castellano me tomara por la fuerza.
Y en este continente mancillado proseguí mi existencia,
cargada de dolores cotidianos.
Negra y esclava en medio de la hacienda,
me vi obligada a recibir al amo cuantas veces quisiera,
sin poder expresar ninguna queja.
Después fui costurera,
campesina, sirvienta, labradora,
madre de muchos hijos miserables.
Vendedora ambulante, curandera,
cuidadora de niños y de ancianos,
artesana de manos prodigiosas,
tejedora, bordadora, obrera,
maestra, secretaria o enfermera.
Siempre sirviendo a todos,
convertida en abeja o sementera,
cumpliendo las tareas más ingratas,
moldeada como cántaro por las manos ajenas.
Y un día me dolí de mis angustias.
Un día me cansé de mis trajines,
abandoné el desierto y el océano, bajé de la montaña,
atravesé las selvas y confines
y convertí mi voz dulce y tranquila en bocina del viento,
en grito universal y enloquecido.
Y convoqué a la viuda, a la casada,
a la mujer del pueblo, a la soltera,
a la madre angustiada,
a la fea,
a la recién parida,
a la violada, a la triste, a la callada,
a la hermosa, a la pobre, a la afligida,
a la ignorante, a la fiel, a la engañada,
a la prostituta.
Vinieron miles de mujeres, juntas, a escuchar mis arengas.
se habló de los dolores milenarios, de las largas cadenas
que los siglos nos cargaron a cuestas.
Y formamos con todas nuestras quejas un caudaloso río
que empezó a recorrer el universo,
ahogando la injusticia y el olvido.
El mundo se quedó paralizado.
¡Los hombres sin mujeres no caminan!
Se pararon las máquinas, los tornos,
los grandes edificios y las fábricas,
ministerios y hoteles,
talleres y oficinas,
hospitales y tiendas,
hogares y cocinas.
Las mujeres, por fin, lo descubrimos.
¡Somos tan poderosas como ellos
y somos muchas más sobre la tierra !
¡ Más que el silencio y más que el sufrimiento !
¡ Más que la infamia y más que la miseria !
Que este canto resuene en las lejanas tierras de Indochina,
en las arenas cálidas del África,
en Alaska o en América latina,
llamando a la igualdad entre los géneros,
a construir un mundo solidario
-distinto, horizontal, sin poderíos-
a conjugar ternura, paz y vida,
a beber de la ciencia sin distingos.
A derrotar el odio y los prejuicios,
el poder de unos pocos, las mezquinas fronteras.
A amasar con las manos de ambos sexos el pan de la existencia.

Jenny Londoño (Guayaquil/Ecuador)

PÁGINA 14 - Narrativa

Alarmas


Por Jorge Gómez Jiménez (Cagua/Venezuela)

Había llorado tanto que tenía corrido el maquillaje, así que cuando pasaba algún carro bajaba la mirada para no ver mi reflejo en el retrovisor. Pero claro que lo ví: los labios descoloridos y los ríos negros que bajaban desde mis ojos. Recordé a mi tía cuando me decía: las niñas que lloran se ponen feas. Y sonreí, y quizás sonreír me hizo sentir culpable, pues se supone que cuando estás deprimida no sonríes: lloré otro poco.
Mik quiso que me bajara pero me negué, me sentía muy mal y sabía que el bullicio de Los Picadores y la alegría ajena (debí escribir tan ajena) me harían sentir peor. Así que les dije: vayan ustedes y bailen y diviértanse que yo los espero. Mi tía trató de convencerme: a lo mejor aquí está el hombre de tu vida y tú aquí muriéndote por dentro. Pero tales argumentos sólo logran incomodarme, pues me hacen pensar que la gente piensa que soy estúpida. A veces estoy de acuerdo: soy estúpida. Mik se impacientaba y le dijo a mi tía: no hay caso, que entre luego si quiere. Me dejaron las llaves del carro para que lo asegurara si cambiaba de idea, y entraron sin mí.
Reconozco que cuando decidí quedarme sola en el carro incurrí en un acto de franca vanidad. Las depresiones, de alguna retorcida manera, suelen revestirse de elegancia. Claudia se deprime: Claudia es profunda. E indudablemente ser profundo es elegante. Una siente ese ardor en el pecho y llora, pero la gente muestra respeto hacia el estado en que una se encuentra: eso en el fondo hace que una se sienta un poco bien. Dentro de lo que cabe.
Supongo que el culpable de todo es Mik. Por los días en que el Beto me dejó yo hacía esfuerzos por no llorar. Tenía ganas de llorar (y de saltar de una azotea y de cortarme las venas), pero me contenía: una no anda por ahí llorando delante de todo el mundo. Entonces una noche mi tía me invitó a salir con ella y Mik. Estábamos también en Los Picadores y mi tía le contó todo a Mik, y Mik me dijo: es preciso llorar las penas para que no nos ahoguen. Y me puse a llorar y tuvimos que irnos a casa.
Desde entonces lloro. Me levanto en la mañana llorando. Me acuesto en la noche llorando. Veo televisión: lloro. En el almuerzo: lloro. Ya no sé hacer nada si no estoy llorando mientras. Y mi tía a veces se ríe y me dice: Claudia, necesito que vayas a comprar papel higiénico pero no llores. Y yo río con ella, pero luego de regreso a casa tengo que abrir el paquete del papel para secarme las lágrimas.
Me acurruqué en el fondo del asiento para llorar en absoluta intimidad. Nunca falta un hombre inoportuno que se acerca a preguntar: le ocurre algo, puedo ayudarla. Y ni siquiera el Beto podía ayudarme: hacía falta una máquina del tiempo que borrara lo ocurrido, no sólo el recuerdo de lo ocurrido sino que lo borrara todo, todo. Que lo ocurrido no hubiera ocurrido nunca: sólo así estaría bien. Mientras tanto, me bastaba con acurrucarme para evitar la inoportuna visita del hombre inoportuno que, es de suponer, nunca falta en el estacionamiento de Los Picadores a las dos de la mañana.
Creo que me quedé dormida y de pronto me sentí extraña: no estaba llorando. Un acto reflejo me hizo abrir el bolso y sacar el celular para revisar si tenía mensajes del Beto: no tenía, y volví a llorar. Habría llorado igual si hubiera tenido. Disfruté el regreso al llanto y aquello me pareció enfermizo, así que encendí un Marlboro y traté de asfixiar las lágrimas con humo.
Entonces me asaltó el hastío o quizás la sensatez: aunque tenga el maquillaje muy llorado iré a buscar a Mik y a mi tía para que me lleven a casa. Siempre he tenido como norma: las tareas rápidas duran menos que un cigarrillo. Puse el Marlboro en el cenicero del carro y me bajé imponiéndome el desafío de estar de vuelta antes de que se apagara. Pero cuando ya estaba a punto de entrar a Los Picadores volví a sentir vergüenza de mis lágrimas y regresé al carro.
Recuperé el Marlboro y terminé de fumarlo. Cuando dejé la colilla muerta en el cenicero sentí: derrota. Tuve una idea: haré sonar la alarma del carro. Oprimí el botón del control remoto y tras el breve silbido de la activación abrí y cerré la puerta: la alarma sonó. Pensaba que pronto aparecerían Mik y mi tía alarmados, pues para qué otra cosa puede servir una alarma. Pero no: los minutos tenían de todo menos apariciones salvadoras, y la alarma se hacía insoportable.
En algún momento dejó de sonar: volví a llorar. El Beto me dejó, mi tía y Mik estaban en Los Picadores, yo quería estar en casa: todo eso me hacía llorar. Me dije: si no busco ahora mismo a mi tía y a Mik amaneceré aquí llorando. Encendí otro Marlboro y lo puse en el cenicero. Abrí la puerta olvidando que la alarma estaba activada y empezó de nuevo. Me detuve a un metro del carro esperando por última vez que salieran, pero pronto comprendí que tendría que ir a buscarlos o moriría: llorando o sorda.
Me acerqué al gran ventanal de Los Picadores y busqué con la vista a mi tía y a Mik. Los ví en medio de la batahola bailando sobre litros de alcohol y pensé: es incómodo que vaya a buscarlos, pero mi desgracia lo vale. Sé bien que mi tía me aprecia y supongo que también Mik: quien me aprecie le dará su justo valor a esto que me ocurre y reconocerá sin duda que es vital para mí regresar a casa: aunque sea sólo para llorar.
La luz de un carro pasó a mi través y me di vuelta. En el lugar en que estaba era sencillo hacerse invisible, pues había arbustos y carros y noche. Saberlo me resultó muy útil: del carro que llegó se bajó el Beto. Dos amigos lo esperaban. Empezó a caminar en dirección a la puerta de Los Picadores y sentí pánico: mi manto de invisibilidad dejaría de funcionar si él se acercaba.
Pero entonces notó el carro de Mik: más propiamente, notó que sonaba la alarma del carro de Mik y fue hacia allá. Supongo que quiso ostentar sus cualidades cívicas revisando que todo estuviera bien. Aunque sentí el impulso de lanzarme a sus brazos, recordé los ribetes humillantes de lo ocurrido y decidí mantenerme oculta. Rápidamente repasé el lugar con la mirada: mi única escapatoria era que me tragara la tierra o que me subiera a un taxi aburrido que esperaba pasajeros en el flanco derecho del estacionamiento.
Caminé hacia el taxi con prisa pero sin hacer ruido: no sabía quiénes eran los que esperaban al Beto y si alguno me conocía quizás le diría que yo estaba allí. Mis senos, sin ser grandes, atraen a los hombres: me aseguré, desbordando el escote, de que se ofreciera una vista regular de sus formas, y le pregunté al taxista si podía ayudarme. Me subí al asiento trasero y le expliqué mi problema: lloré otro poquito y el taxista me dio un pañuelo y eso me enterneció: sonreí.
El Beto fisgoneó alrededor del carro de Mik. Quizás vio el Marlboro que aún debía de estar consumiéndose en la soledad del cenicero y pensó: Claudia y sus marlboros. Después de lanzar una mirada exploratoria por el estacionamiento se sumergió en la multitud que bailaba en Los Picadores. Más tarde salió seguido por Mik: me buscaban. Me agazapé en el asiento del taxi y los ví hablar.
Mik es un hombre inteligente y sé que supo de inmediato que yo estaba cerca. Además aún tenía sus llaves conmigo y sé que supo que no me iría sin devolvérselas. Debió decirle cualquier cosa al Beto para disuadirlo de buscarme y pronto se despidió y regresó al bullicio. El Beto miró la noche (y su gesto me pareció tan teatral) y sacó su celular: puse el mío en silencio para evitar que me denunciara si se le ocurría llamarme: me llamó. Todavía tenía identificado el número del Beto con la palabra amor: sollocé mientras el celular me gritaba en silencio.
Volvió con sus amigos y arrancaron. Sentí curiosidad: ¿qué camino toma un hombre cuando una se extravía? Sospecho que al taxista no le sorprendió mi medida desesperada: encendió el taxi y aceleró hasta que se ubicó a una distancia prudente del otro carro.
Nos internamos en la ciudad. Pregunté al taxista si podía fumar: me pidió un Marlboro. Unas calles más adelante perdí de vista el carro, pero el taxista me tranquilizó: fume, yo manejo. Me eché hacia atrás y no pude contener uno de esos suspiros accidentados que sobrevienen después de haber llorado mucho.
Mientras esperábamos que cambiara la luz de un semáforo ví en la acera a una pareja que discutía. Alcancé a entender algunas palabras: desconsiderado, necia, nunca. De pronto él se dio la vuelta y se alejó tras la esquina, y ella me miró: por un instante me pareció que nuestras miradas encontradas se apoyaban mutuamente. Lloré. El taxista también me miraba por el espejo retrovisor, pero su mirada era escurridiza y no se enfocaba en mis ojos.
Habíamos hecho un rodeo innecesario por el centro: finalmente el carro donde iba el Beto se detuvo ante la puerta del Mirador. El taxista se estacionó unos metros más atrás, en el lado opuesto de la calle, y pensé: soy una estúpida. Desde su ceño fruncido el Beto me había dicho semanas antes: no quiero volver a saber de ti. Por mi parte lloraba y le gritaba: te odio. Y ahora él iba a buscarme y yo me escondía sólo para seguirlo en secreto.
El taxista salió de pronto de su burbuja de discreción profesional y me dio un golpe de realidad: no se bajan. En efecto, los dos amigos del Beto que iban en el asiento delantero estaban vueltos sobre el respaldo y parecían hablar con él. Luego se bajaron y entraron al Mirador, dejándolo solo. Tenía la cabeza gacha y creí percibir un débil destello: me estaba llamando. Con la yema de mi pulgar acaricié la palabra amor en la pantalla de mi celular y volví a llorar. Me dije: estúpida. El taxista me pidió otro Marlboro.
La música que salía del Mirador se confundía con los ruidos de la calle: el taxista y yo sólo esperábamos. Al principio pensé que los amigos del Beto saldrían en unos minutos, pero no fue así. Había gente en la calle y algunos miraban al Beto en el asiento trasero del carro: lo miraban con recelo o compasión o al menos yo lo habría mirado con compasión, pues soy estúpida.
Recordé algo que me había dicho el Beto poco después de conocernos: Claudia, tú y yo somos tan parecidos. Cuando me lo dijo supuse que se trataba de alguna de las estratagemas de seducción del legado que el género masculino se transmite de generación en generación. Recuerdo que pensé: el Beto piensa que soy estúpida.
Fue entonces cuando escuché el portazo y la alarma. El Beto estaba sentado de manera que podía verlo de perfil y comprendí que por alguna razón no quería entrar a buscar a sus amigos. La pantalla de mi celular se encendió una vez más: habría querido responder para decirle: es en vano, Beto, no van a salir. El ruido monótono de la alarma se hacía insoportable. El taxista me miró inquisidor y la noche se tornó grande y cruel. Le pasé un Marlboro y le dije: regresemos a Los Picadores, si es tan amable.

PÁGINA 15 – Narrativa

Tía Florida y la noche final.


Por Arturo Lomello (Santa Fe/Argentina)

Y tía Florida llegó como llovida del cielo. Nada pudieron contra ella ni la guerra ni el tiempo transcurrido ni la distancia. Era la tarde y a través de los ventanales de vidrios amarillos y escarlatas se filtraba esa luz melancólica en la que se diluye el devenir. Vino envuelta en un hálito entre familiar, pacífico y abrumadoramente sensato, aunque por ello intensamente irreal, y las balas que sonaban en la calle ni siquiera la rozaron.
Había atravesado espesura de tiempo, muertes innumerables. A su alrededor el mundo se había derrumbado en asesinatos, vejaciones, delirios, pesadillas y aquí estaba intacta, increíble como todo lo inocente, como un niño indemne luego de un terremoto o como el arca de Noé.
-Queridos- dijo derramando una ternura sobria, con armónicas de gallos siesteros y de naranjos en flor, de huevos tibios debajo de la gallina clueca y de comidas cocinándose entre salsas olorosas- ¡Cuánto tiempo sin verlos¡.
Y era verdad: más que tiempo, la eternidad estaba de por medio. Tía Florida había prometido volver, pero ello era imposible. La creíamos muerta como nuestra infancia. Nos era tan ajena como el útero materno. El mundo que había creado ella o que la había creado estaba enterrado debajo de los paraísos en el fondo de casas amplias y lejanas, que ya no existían.
¿Por dónde viniste? -preguntó Ernesto, que acababa de ponerle tranca de hierro a la puerta principal, luego de eludir algunos disparos de fusil, uno de los cuales se incrustó en la pared del vestíbulo.
No le respondió; cumplida su promesa de volver, aquí estaba, robusta como siempre, tranquila, maternal con sus años a cuesta y pronta a conversar lenta, interminablemente de temas parecidos a las chacras cultivadas con tomate, papa o lechuga o, tal vez, a no conversar, a quedarse allí, como un árbol cargado de frutos, moviéndose para cocinar, limpiar un patio o un dormitorio.
-¿No tuviste miedo? La batalla es feroz en la calle. Además, ha pasado mucho tiempo, el mundo ha cambiado. Aventurarse entre balas y noches es muy riesgoso- intervine.
Les prometí que iba a volver y cumplí. En cuanto a las balas, nada me pueden hacer, parece mentira que lo ignoren- rezongó que las guerras atómicas o los asesinatos no pueden más que yo con una escoba o cocinando una buena sopa? Era necesario que nos reuniéramos: Él va a llegar en cualquier momento. Debemos terminar con las distancias y las pequeñeces... ¿Quieren que les prepare algo de comer?... ¿Dónde está el gallinero?
Ah, tía Florida, todos nos miramos. Mamá, tu hermana, te abrazó. Lloraron, era de rigor. Lágrimas tibias rodaron lentamente desde el mar recóndito, abriéndole rumbo a la fecundidad.
Quedábamos muy pocos: Julio había muerto en la lucha, Graciela estaba en Europa, los amigos habían partido hacia la montaña o el campo.
Si tía era un fantasma, se parecía demasiado a una mujer de carne y hueso, con mejillas muy coloreadas y la corpulencia que siempre la había caracterizado. La última noticia recibida de ella, la daba como viviendo en la frontera con Chile. Luego el caos lo había ganado todo y resultó imposible obtener cualquier información.
La aparición de tía Florida provocó un olvido momentáneo del presente. Como si de pronto hubiéramos hallado agua en el desierto. ¿O, tal vez, nos estaba sucediendo lo que al desierto que confunde un espejismo con un oasis?
En cualquier momento los combatientes golpearían la puerta de calle. Nadie estaba a salvo de la lucha sin sentido y sin cuartel que se libraba. Casa por casa, los del bando “Progreso” o los de “Espíritu” irrumpían violentamente como dinosaurios civilizados para la guerra y se llevaban a cuanto joven, hombre o mujer consideraban apto para combatir y lo obligaban a sumarse al combate. Hasta ese momento nosotros nos habíamos salvado por puro azar. Los muertos se acumulaban en las calles. Nadie sabía para qué luchaba, la destrucción era un fin en sí misma. Mucho tiempo atrás se había hablado de que los progresistas querían acabar con el mundo antiguo y la tradición. Anhelaban una sociedad altamente tecnológica y científica, sin religión. Los espirituales proponían la muerte de las concepciones positivistas y especulativas. Sin embargo, tras la rápida tercera guerra mundial, que produjo millones de muertos y terminó rápidamente ahogada por su propio horror, quedó la guerra de guerrillas, en cada región, y las propuestas se esfumaron y se convirtieron en un vago recuerdo. Tenían ahora la categoría del pretexto, para un suicidio general de la especie humana, una suerte de autojuicio final.
El mundo se desangraba, enloquecido. Pero la escena que ahora protagonizábamos íntimamente ¿no era también, acaso, una locura?: una reunión en la galería, pacífica, nostálgica, centrada en la presencia insólita de tía Florida.
Ernesto, que siempre se había sentido culpable por huir de la contienda, poco tardó en retornar al nerviosismo que le era habitual. Comenzó a pasearse o obsesivamente de un lugar a otro.
-No ha cambiado nada- comentó tía- cuando chico cada vez que se angustiaba por algo, emprendía un desgaste del piso.
-Pe-pero tía- tartamudeó él ¿no te das cuenta de lo que ocurre? El mundo se viene abajo y nosotros, aquí, lo más tranquilos, de tertulia familiar.
Ella, con el mate en la mano, sorbió la bombilla y con sonrisa de siesta fecunda, replicó:
Lo que tenemos que evitar es sumarnos a la destrucción. Como ves, casi todo el mundo está combatiendo allí afuera, en esta ciudad y en todo el planeta. Seríamos estúpidos si nos dejáramos contagiar, si nos sumáramos al suicidio general.
Mamá escuchaba silenciosa, con la cabeza entre las manos. Tal vez había ingresado en la penumbra de los recuerdos, resucitando voces que eran las nuestras cuando niños en un mundo y una realidad irrecuperables.
- ¿Qué proponés? Cruzarnos de brazos hasta que lleguen y nos fusilen?- preguntó furioso Ernesto, más enojado con la situación que con tía Florida.
- No te apurés, ya vas a ver, ya vas a ver...
Había hablado como una matrona enigmática, sofrenando la impaciencia de un adolescente poco entrenado para la vida. Y Ernesto, como si hubiera sido el adolescente de los viejos tiempos, guardó un silencio resignado.
Entonces apareció papá por el fondo de la casa, en chinelas, con ese aspecto de niño abrumado por las o obligaciones, que los años se habían encargado de acentuar. Pareció no reconocer a tía, algo encandilado, pero sobre todo no predispuesto a nada desacostumbrado, hecho a la idea de que toda modificación era para peor. Nunca había esperado mucho de la suerte, concentrando sus esfuerzos en aportar para la seguridad familiar, primero como electricista y luego como dueño de un taller de radio y televisión, el trabajo había doblegado sus espaldas y la realidad esfumado sus previsiones. Ahora hacía injertos en lasa plantas del pequeño jardín del fondo y leía a Shakespeare. Cuando, tras parpadear unos instantes pareció reconocerla, por fin, sonaron varios golpes violentos en la puerta de calle.
Nos miramos angustiados. Salíamos del sueño quizás para introducirnos en la pesadilla. Tía, aparentemente no comprendiendo lo que ocurría, conminó:
-¿Qué hacen que no abren la puerta?
Cinco jóvenes barbudos y una muchacha algo gordita, vestidos con ropa de fajina, ingresaron no sé si viéndonos, pero mirándonos en forma poco tranquilizadora. Uno de ellos, tal vez el menor, procuraba aparentar agresividad, tenía la ropa manchada con sangre y una mirada de hastío que acentuaba la angulosidad de su rostro descarnad o. Todos denotaban esa terrible indiferencia que trae el contacto permanente con la muerte y la violencia, salvo un joven de lentes con apariencia tímida que apenas si podía disimular la repugnancia que le causaba lo que estaba haciendo.
El de la ropa manchada con sangre gritó con voz infantil, dirigiéndose a Ernesto y a mí.
- ¿Por qué no están combatiendo. Ustedes deben ser “espirituales”.
No sé si es exacto decir que creíamos llegada nuestra hora. Tal vez Ernesto y yo no sentíamos como real lo que ocurría. Nos habíamos angustiado tanto previamente, que llegado el momento largamente temido se producía algo así como una desrealización de los hechos. Además, la inopinada vuelta de tía Florida le infundía un nuevo sentido a todas las cosas, también a la irrupción de estos muchachos amenazantes.
Lo cierto es que nada respondimos. Entonces el flaco que parecía dirigirlos, el de la mirada de hastío, miró a sus compañeros y señalándonos con la cabeza a Ernesto y a mí, preguntó.
- ¿Los matamos?
La mujer gesticuló aprobatoriamente. Los demás callaron. Las ejecuciones eran de rutina. Cosa rara, yo había creído que mamá se desesperaría, pero no se inmutó. Papá, en cambio, se mostró más agobiado, aunque tampoco perdió la calma.
- ¿Cuántos años tienen?- preguntó abruptamente tía. Y luego, con la misma incongruencia, agregó: ¿Ustedes creen que el asesinato lleva hacia algo?
El flaco ni parpadeó, la joven la observó como si tía hubiera invitado a bailar a un muerto. El único que parecía dispuesto a escucharla era el de anteojos. Los demás nos tomaron de los brazos a Ernesto y a mí y nos condujeron al fondo de la casa. La ejecución iba a ser rápida.
-Claro- gritó, pero sin perder la serenidad, tía- ustedes necesitan convencerse matando, de que no están muertos, pero no lo consiguen. Son muñecos vacíos. Quién sabe si nacieron de una madre o de un siniestro taller cibernético,
Ahora, no solamente el flaco se volvió para fulminarla con la mirada sino que hasta nosotros, los condenados, nos preguntamos si era ella u otra persona la que había hablado.
El reflejo de los cristales amarillos y escarlatas en el rostro de tía le otorgaban el aspecto de una actriz, enfocada por luces de reflectores.
-La vieja está loca- dijo la gordita-. Si no se calla la matamos ahora mismo.
Los disparos continuaban en la calle. Un grito de dolor anunció que alguien había sido alcanzado por una bala.
- No van a matar a nadie -dijo tía- Ustedes no son más que unos chicos desorientados, jugando a la guerra. No pueden destruir lo que no construyeron. Están locos, enfermos por un mundo que se desintegra; merecerían lástima si no fueran tan estúpidamente crueles.
-Mamá trató de hacerla callar, saliendo de su inmovilidad, pero ya era tarde; la joven levantó su fusil -ametralladora y le descerrajó tres balazos.
Paralizados, aguardamos que tía cayera... pero no cayó. Tras las sacudidas provocadas por los impactos, se quedó observando a los combatientes, irrealizados por los reflejos de los ventanales, sonriente y hasta compadecida.
Y de pronto, empezó a avanzar hacia los jóvenes, pero no alcanzó a desplazarse mucho porque los combatientes emprendieron una veloz huida.
Papá no sabía si saludar a tía o sentarse o desaparecer él también. Quizás hubiera querido hacerlo todo a la vez, pero no hizo nada. Alelado, esperó inútilmente que alguien reaccionara. Todos inmóviles, ni siquiera habíamos acudido en auxilio de tía, quien fue la primera en decir algo;
- ¿Qué fue lo que ocurrió?
Se miró el cuerpo; los orificios de las balas se advertían nítidamente en su vestido a la altura del lado derecho de su tórax, pero no había manchas de sangre. La llevamos a la cama, con mucho esfuerzo porque ella se resistía. “Es un milagro de la fe- dijo- Cristo me ha ayudado”
No le ocurrió nada. A la media hora estaba otra vez de pie. Lo cierto es que no hubiéramos podido contar con un médico. Los heridos y muertos se acumulaban en las calles sin que nadie se preocupara por ellos. Eran demasiados y atenderlos, imposible. Cada veinticuatro horas, cuando se producía un respiro en la lucha los cargaban en camiones y los incineraban en algún terreno baldío.
La matanza era ritual, con breves intervalos de descanso. Tenía el ritmo de un feroz juego organizado. Todos participaban de él, en procura del placer frenético del asesinato o del suicidio.
Inútilmente intentamos explicarnos la indemnidad de tía. Pensé que probablemente se había quebrado la continuidad de lo real y comenzaban a ocurrir hechos milagrosos.
Mamá cubrió las heridas con gasas, aunque no sangraban, mientras papá recordó la trillada frase de Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que conoce tu filosofía” y cabeceó con aire fatalista.
Tía, como si estuviera viviendo en la más absoluta normalidad, sentenció:
- “Las gallinas ponen huevos, pero tendremos que proveernos de otros alimentos. No hay nada en la alacena”.
Interrumpido desde un mes atrás el servicio eléctrico, no nos quedaba casi nada. Las provisiones íbamos a buscarlas en los lugares menos frecuentados por los combatientes. Era una incursión de sumo riesgo y para conseguirlas hacíamos canje con objetos que podían interesar a los proveedores, ya que el dinero no servía para nada, con todas las actividades suspendidas. La crisis que ya era grave antes de la guerra, ahora se había transformado en un caos generalizado y la ciudad sólo era recorrida por los combatientes o por sobrevivientes como nosotros, esporádicamente. Los pocos habitantes que quedaban o estaban escondidos o habían huido al campo. Años atrás yo había leído algunas novelas en que lo cotidiano era invadido por lo prodigioso; lo temporal por lo intemporal. Novelas proféticas, apocalípticas, que anticipaban el mundo que ahora nos tocaba enfrentar.
Ernesto, más impresionable que yo, mostraba signos de agotamiento. Pensaba en Elsa, seguramente como yo en Irene. En Elsa, asesinada una tarde cuando venía a casa, acompañada por su hermano Jorge, que logró escapar, aunque al día siguiente, fue sorprendido por otros combatientes que, al resistirse, lo ultimaron.
Irene vivía pero era como si hubiera muerto, porque, deprimida por lo que ocurría estaba congelada en un mutismo del que pocas veces regresaba. La veía una vez por semana y era como contemplar una fotografía de alguien a quien se quiere mucho, pero que ya no volverá nunca del todo a nuestro lado. Era desgarrador comprobar cada vez, que se había convertido en una estatua tan bella como sutil, con el alma vagando quién sabe dónde. Pero inclusive esa belleza comenzaba a deteriorarse porque la iba ganado un progresivo abandono. Sólo quedaba el recuerdo del mundo íntimo que nos había unido.
De pronto, los disparos cesaron en la calle y el siniestro silencio que sigue a los combates invadió los ámbitos.
Salimos con tía Florida y con Ernesto en busca de víveres. La marmórea claridad de la luna iluminaba la calle y algunos cadáveres diseminados, que pasarían a recoger en la absurda tregua. Una escena infernal, monstruosa.
Algún herido, olvidado por sus compañeros, gritaba su dolor en algún sitio que no alcanzábamos a precisar, no muy distante de nuestros pasos. Detenerse para auxiliarlo hubiera sido suicida. Durante la tregua no se ejecutaba, pero se hacían prisioneros, a los que se fusilaba al día siguiente, al amanecer.
Cadáveres caídos en posturas grotescas, a veces con los rostros vueltos hacia el cielo y los ojos desmesuradamente abiertos, denunciaban la atmósfera de espanto a la que nadie escapaba.
La luz muerta de la luna, despojada para nosotros de todo tono romántico, acentuaba el horror de la escena, aunque no dejé de advertir la paradoja que constituía la cadenciosa belleza de los plátanos movidos por la brisa y sumergidos en la lechosa claridad lunar.
Caminábamos lentamente; tía se mostraba tan extraña a la tragedia como la propia luna. Yo tenía la sensación de quien atraviesa un terreno, bajo el que yacen sepultados centenares de cadáveres y del que surgen tímidas flores. Era como sentir que una alucinante transmutación se concretaba ante nuestros ojos y en nosotros mismos.
Seiscientos metros nos separaban, aproximadamente, de la casa de un amigo, el viejo Mirelli, que había tenido un supermercado del que conservaba todavía algunas provisiones, a las que canjeaba con dos o tres familias sobrevivientes en una casa adonde se escondía solitario, ya que todos sus parientes habían sido asesinados o muertos en la batalla.
- ¿Adónde van, inocentes corderos...no saben que la hora ha llegado?... Encomiéndense a Cristo y prepárense para el juicio... A mí nadie me toca... yo también soy un cordero de Dios... he perdido a mi familia y a mis amigos y ellos ahora gozan de la paz... El infierno es éste... nada hay peor en el más allá... hemos convocado a los demonios y ellos han ganado la tierra... pero escuchen la música de los ángeles sobre el fragor de la batalla...
Nos detuvimos. El discurso venía desde nuestras espaldas. Reconocí la voz: era Tito Méndez, nuestro amigo de la infancia. Había surgido desde un baldío, con la ropa andrajosa, consumido y sucio. En su rostro demacrado, brillaba el extravío de su mirada, la fiebre de la locura. No sé si nos reconoció. Parecía absorbido por la visión de una realidad aún más tremenda que la que vivíamos. Caminando con torpeza se aproximó y sus ojos se suavizaron cuando sonriendo con ternura nos dijo:
- Cuando Él llegue a ustedes los llevará consigo... por ahora debemos seguir nuestros caminos separados…
- El tiene fe- comentó tía, emocionada.
Al oírla, Tito salió de su ensimismamiento por un instante, jubiloso como un chico que ha encontrado un compañero de juego:
- Ella tiene razón. La tiene y los ángeles son testigos... no me importa la muerte... miren, la luna es un ojo sin pupila, pero tiene una mirada. Una mirada de mujer... a ella no la alcanzan los asesinatos de aquí; hace sonar su coro de fantasmas y ternuras del otro mundo, nos acompaña bailando en torno nuestro y morirá con la Tierra, se unirá con ella. Pocos escuchan su coro que llega junto con la música de los ángeles... mi familia y mis amigos cantan ahora desde allá.
Y Tito comenzó a cantar suavemente una canción nostálgica, probablemente improvisada por él, mientras se alejaba con torpes pasos de danza. Era difícil reconocer en él a nuestro compañero de interminables partidos de fútbol o de tardes de natación en la laguna o de largas conversaciones sobre trivialidades entretejidas de pronto con los profundos descubrimientos de la inocencia, en esos momentos de aparente intrascendencia, serenos, confiados, cuando, sin saberlo, tocamos la tela misma con que está tejida nuestra vida.
El clima que vivíamos me recordaba la escena de algunas obras de ficción que había leído: una novela de Kafka, un cuento de Felisberto Hernández o de Bruno Schulz. Y esa impresión se confirmó cuando comprobé que el rumbo hacia la casa de Mirelli se hacía interminable, como si nuestros pasos no consumieran distancia.
- ¿No tienen la sensación de que el espacio se reproduce con cada paso que damos?
Por toda respuesta tía me dedicó una de sus misteriosas miradas. Ernesto, aparentemente sin oírme, siguió su marcha imperturbable como un poseso.
A nuestro alrededor se advertían los estragos causados por los combates. Sólo nos acompañaba la doble hilera de paraísos sombrilla, una de las pocas arboledas todavía en pie, aunque presentaba visibles deterioros. Desde las casas llegaba el maullido de algún gato hambriento. Trozos de mampostería caídos por aquí y por allá dificultaban el paso. El barrio había sido muy frecuentado por nosotros, pero ahora, despoblado, regresaba a una realidad ambigua. La luz y la sombra, sin encontrar el reflejo de las creaciones humanas retornaban a su pura condición cósmica.
Y entonces todo cobró para mí una dimensión absoluta. Cada árbol, cada baldosa, cada cosa se agigantaron como si el universo entero se insumiera en ellos. Y aunque nosotros continuábamos nuestro rumbo fue como si nos deslizáramos en un espacio de goma, extremadamente moroso.
La luz de la luna, jugando con claridades y sombras en el frente y en el jardín de un chalé de estilo americano asumió la proyección de un lenguaje total que devoraba al contorno y a nosotros mismos. La casa deshabitada, a través de cuyos ventanales manchados por el polvo y las gotas de la última lluvia, se colaba la oscuridad de los cuartos vacíos, era un símbolo de olvido y de muerte. Allí se precipitaban la noche, el tiempo, los reflejos sin dueño, sin ojos, sin palabras. Y en el jardín, los grillos escondidos humedecían las sombras con su latido chirriante. Desde allí, desde los jazmines y rosales y el yuyal con su invasión salvaje, crecía la vida innominable, inédita. Igual que en el momento de un parto gigantesco, nada importaba ahora sino esa casa, su puerta barnizada color sepia, con un llamador de bronce; su techo a dos aguas, bajo cuyos salientes se alojaban palomas. En sus paredes circulaba la savia de la creación entera; amenazas y alegrías, con algo de la ternura y el furor del acto amoroso.
Si avanzábamos en nuestra marcha a mí me resultaba imperceptible. Mover los pies, la sensibilidad de la propia piel, la presencia de tía, de Ernesto, todo se intensificaba y confluía a las formas de la casa, a la vida que surgía desde los rosales y los jazmines, a la muerte que separaba los latidos de cada instante… Y fue como si la sucesión se hubiera roto, como si ya nunca pudiéramos salir de ese instante. Todo ahora era cielo e infierno, una atmósfera bíblica que desnudaba la eternidad de todo lo viviente, se posesionaba de los ámbitos y los hacía palabra de un lenguaje a descifrar.
Entonces acudió a mi memoria aquel pasaje bíblico: “Y oí una voz procedente del cielo como el estruendo de muchas aguas y como el estruendo de un gran trueno; y la voz que oí era como de arpistas que tañían sus arpas y cantaban como si fuera un cántico nuevo delante del trono y delante de los cuatro seres vivientes y de los ancianos y nadie podía comprender aquel cántico, sino aquellos ciento cuarenta y cuatro mil que fueron remontados sobre la tierra”

PÁGINA 16 – Poesía allende el mar

Ilusos los Ulises


Siempre, después de un viaje,
una mirada terca se aferra a lo que busca,
y es un hueco sombrío, una luz pavorosa
tan sólo lo que tocan los ojos del que vuelve.
Fidelidad, afán inútil.
¿Quién tuvo la arrogancia de intentarte?
Nadie ha sido capaz
—ni aún los que han muerto—
de destejer la trama
de los días.

© Ángel González (Oviedo-España)

Envejecida:

El fracaso constante me sacó de la cama
(o tanta claridad llenando los rincones),
el espejo me muestra una imagen más ancha,
encuentro entre esas cejas la que una vez he sido
(he nacido, he luchado para obtener la nada)
y no puedo encontrar la que quisiera ser.
Creía en un poder escrito con palabras
o con letras capaces de cambiar este mundo.
Creía al ser humano con misión prefijada
no pensé que la regla se pudiera romper.

Marta Roldán (Codroipo-Italia)

Desde el principio vivir

Dices, difícil es vivir,
piensa entonces cómo sería empezar de nuevo
desde el punto más sutil,
vivir todo aquello que ya fue
con los brazos abiertos,
presentir que será ese mismo techo
y un algo de humo en la infinita transparencia del aire
podría lograrse todo aquello
que ocultos fisgonearon en ti,
no anunciándose con tu aliento
ni acordándote cómo te presentas entre ellos,
tampoco fueron necesarios
en ese instante de entonces.
Imagínate si los muertos te llaman
por teléfono,
todos los que vivieron antes
con una risa redonda como canicas
y más aún, tantas aves desde las bandejas
levantando el vuelo
¿quién contendrá sus inútiles cacareos?
¿cuántas flores deberían abrirse
recordando curiosos paracaídas?
cúpulas inexistentes de aire
arrastrando hacia abajo torsos parecidos
a las raíces de los muertos;
oh, ese perpetuo juego del aire que entre nosotros
empuja hacia atrás los corazones,
hacia adelante
abriendo al azar un paso a las así llamadas
puertas del tiempo,
como puntos blancos en los cubos de los dados;
pero no hay razón para enojarse
es difícil vivir desde por la mañana, hombre,
es difícil en las heladas de la noche.
Hasta tanto el verso no horade la tierra
con su muela solar,
todos estos aparentes muertos
aparentemente duermen
de todos modos el hombre convive con ellos,
hace su trabajo en la tierra
y conquista el cielo escalón tras escalón.

Moma Dimic (Serbia-Montenegro)

Dueto

-Tus ojos han tejido una luz extraña en mi mirada.
-Es que has despertado el bosque y los marinos del bosque.
-Hace azul, ¿Dónde estoy?
-En mis brazos. Allí donde tu río se incendia.
-¿Y esta luna sobre mi cuello?
-Es mi noche que quiere sellar tu piel.
-¿Comienzo?
-Comienzos.
-¿Y por qué te abres los párpados cerrados?
-Para mejor ver tu prisa salpicar mi espera. Par oír a nuestros labios despegar.
-Tú y yo, vuelo de gritos.
-Tú y yo, alas migratorias del poema.
-Seré para ti el pájaro y el cazador.
-No me vencerás: yo me ofreceré a tu fusil.
-Lo plantaré en tu corazón hasta la conquista.
-No es más que perdiendo que se merece el viaje.
-¿Cómo llegar? Tú tienes el cuerpo numeroso de la ilusión.
-¿Por qué llegar? Sé la mano duradera de los fantasmas.
-Tus caderas, pórticos del purgatorio de los perezosos.
- Mis caderas, barrotes de la prisión que libera.
-Mujer tengo sed, viértete.
-Que tus nombres te abreven: ellos perlan sobre mis labios.
-Dejaré a los pecadores llegar hasta ti.
-Pero el violín queda cerrado. ¿Sabrás desbotonarlo?
-Aprenderé. Lo sacudiré como a un árbol hasta hacer fluir todas sus músicas sobre mi lengua. Lo trabajaré como un artesano su oro, como el depravado su condena.
Lo aprenderé.
-¿Y me harás tuya, bandido?
-Sin cesar y nunca.
-Amo el estremecimiento que arrancarás de mi garganta.
-Entonces ven. El vino retrocede sin ti.

© Joumana Haddad (Beirut-Líbano)
Traducido por José Luís Reina Palazon

Sexual

Ella penetra en él,
es agua entre las hojas.
Inerme se resiste el árbol
cuando la tierra se estimula.
Sólo el aire, desde el sudor o el llanto,
descubre que morir dura un instante.

En su abandono
él derrama íntimas verdades
sobre la seda amante.

Solamente a ella le duele
el cuerpo de simplicidad desnuda,
y, con los ojos, regresa a la noche
en busca de un viaje más extenso.

Celmiro Koryto (Ashdod-Israel)

PÁGINA 17 - Artículo ensayístico.

J’accuse!


a Emile Zola,
que conoció otros tiempos


Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)

¿Tiene sentido, todavía, una pregunta tonta, una simple pregunta? ¿Tienen todavía sentido las preguntas? ¿De dónde fluye la poesía, de dónde venía, como un agua de todos, cuando manaba con rabiosa inocencia?
En lo alto de la infancia, mientras las tardes eran tardes, y sobre el cielo abierto de las plazas que no habían cegado aún de cemento podía esperarse que madurara lerdamente, con tiempo de dejarlo crecer, un atisbo de crepúsculo, en la mágica intimidad que horadaba el autismo ya creciente de la urbe, las niñas saltaban sobre sí mismas a la cuerda y, como derviches danzarines en el momento justo, dejaban oír las mismas rondas infantiles que habían venido viviendo en el idioma desde siglos atrás, nacidas en un tiempo y en un lugar preciso aunque desconocido, pero esparcidas por los vientos del mundo sobre los más diferentes rincones del planeta y de los años. Y en el atardecer que volvían sagrado, la moneda corriente del lenguaje, el canto rodado que era flor de la lengua, más humana que nunca, en cada una y en todas esas niñas madres de las canciones, alumbraban el fuego secreto, dejaban flamear sin proponérselo y a fondo el fénix restaurador de la poesía.
Nadie se daba cuenta, quizás, pero eso ocurría, entonces. Y era tan esencial y nutritivo como el oxígeno que desprendían las hojas de los árboles, también sagrados en su vida fecunda y generosa.
Cuando un hombre nacía, cuando era echado al mundo, por más pobre que fuera, su primer refugio en la desnudez desolada de lo abierto eran los brazos de una madre, y su primer contacto con la vida, todavía instintivo, era el olor, el calor, el amor animal de la hembra que le llegaban por la piel, por el instinto, por la nariz, por los oídos, por los ojos, por el tacto y contacto de una voz que sin propósitos de lucro, de industria o de mensaje le transmitía el contagio feliz de la empatía, la tibieza de un rescoldo lejano, el calor de la tribu junto a los fuegos de la especie, la materia del mundo y de la vida, el terror y el temblor de la palabra humana, el sonido sentido, el sonido del sentido, de los sentidos, flagrante y contagioso, puro sonido aún, puro sentido, contagio de lo tibio y lo turbio y lo vivo y lo caliente, de un puro seno vivo de mujer, de una voz que acunaba, contra el terror del mundo, para civilizarnos, con salvaje inocencia, para traspasarnos de lenguaje y el lenguaje no apenas como un instrumento, una herramienta, un útil, sino como un mar que nos envuelve y que nos constituye.
Yo acuso. Yo acuso a los presidentes de las multinacionales que han hecho sofocar la canción de las hojas de los árboles del mundo y a los pájaros que había en ellos.
Yo acuso a los presidentes de las multinacionales que han desacralizado el cuerpo del planeta, que han convertido el aire en mercancía, la luz en precio, el ocio en industria.
Yo acuso a los presidentes de las multinacionales que han entronizado contra natura una imagen anafrodisíaca de la hembra, que han envilecido el misterio del sexo, el milagro del tiempo y del espacio.
Yo los acuso de haber impedido el desarrollo normal de la poesía, que no fluye de las academias ni de las bibliotecas ni de ningún estrado de marfil (¡oh Dylan!), sino casi seguramente de las rondas infantiles y las canciones de cuna que mantenían encendida y encendían en cada cachorro humano la posibilidad de la música del mundo.
Y me acuso sobre todo a mí mismo de no haber hecho nada para impedirlo, de no haber sido capaz, en absoluto, de impedirlo, de impedir ese maldito crimen de lesa poesía.
Quieran los dioses tenérnoslo en cuenta, cuando llegue el momento, si es que llega.

PÁGINA 18 – Narrativa

Tocata y fuga.


Por Esther Andradi (Ataliva-Santa Fe-Argentina//Berlín-Alemania)

Es 14 de Febrero, invierno en el hemisferio norte, un aniversario más de la muerte de su padre, un día 14, en el hemisferio sur. Está en una habitación. Hay mucha gente allí. Un hombre le toma de la mano, le dice “qué bien se te ve así, fría”. Ella siente frío, sólo eso. El hombre sostiene su mano y la mira, le parece un tiempo interminable, la gente se mueve en la habitación, entra y sale. De pronto, él desaparece. Ella, que hasta ese momento ha permanecido inmóvil –o acaso ha sido inválida- se levanta y corre a buscarlo.
Ahí comienza la pesadilla. Ve rostros y más rostros, amenazantes, perturbados, todos enloquecidos. Rostros que parecen máscaras. Al comienzo, una máscara con los contornos y rasgos definidos, pero siente que desciende más y más, siente el peso de su cuerpo en el descenso y la máscara se va tornando imprecisa, hasta quedar reducida a un óvalo blanco con tres puntos: los ojos y la boca.
Ahí es donde comienza la historia del guerrillero heroico que murió pero no está tranquilo y entonces –dicen los que viven en la zona donde el caso ocurrió- retorna todos los días a gemir. No sabe cómo se llama el “guerrillero heroico”, no le conoce el rostro, no sabe si murió en una batalla o cómo, es decir, no sabe nada, sólo que regresa a ese sitio a llorar. A gemir. Y está curiosa. Decide ir a ver qué pasa. Es un sitio en el descampado, lleno de espinillos, matas secas y arbustos pequeños. Hay florecillas amarillas en el suelo y ella camina buscando algo. ¿Qué? ¿Tal vez el gemido? ¿La cara del guerrillero? Nadie sabe qué busca y ella tampoco. Y está sola.
De pronto está otra vez en la habitación. Varias mujeres están haciendo música. Se siente atraída por ésa, que está de espaldas ejecutando el violín. Está allí –ahora lo sabe- porque las muchachas tienen información sobre el asunto del “guerrillero heroico”. Pregunta. Recién en ese momento ellas se percatan de su presencia. La que toca el violín se da vuelta. Tiene una casaca blanca, como una túnica. Quizá de seda. Cabellera castaña con una que otra tonalidad ceniza. La piel blanca, casi de porcelana y aparenta unos 35 a 40 años. Aunque en el fondo, es un rostro sin edad. Ojos de pescado, donde no hay profundidad a la vista, puro hielo. Boca carnosa, pero sin exagerar. Finalmente bella, muy bella. Sólo le ve la túnica blanca y el rostro, nada más. Y la oye diciendo algo como “Así quería encontrarte, ahora te mato”. Se le acerca más. “Te mato ahora”. Y entonces descubre que su cuerpo no es de carne, sino de metal, acaso hierro cromado, brillante, de varias piezas, y ella ya no sabe qué hace, pierde todo control sobre sí misma, siente la seguridad de la muerte, no quiere ver, no quiere mirar, y cuando la violinista ya no levanta la vara, cuando la vara fría roza contra su cuello aterido, se despierta.

Metálicos, estridentes, en cascada le llegan los sonidos de la habitación contigua, donde su madre ensaya todas las mañanas con el violín. Y suda frío.

PÁGINA 19 – Artículo ensayístico

Villa Ocampo en la cultura.


Por Ivonne Bordelois (Buenos Aires/Argentina)

La Revista Sur, compañera de la Editorial Sur, fue testigo y escenario privilegiado entre 1933 y 1971 (fecha en la que dejó de publicarse regularmente) de los avatares intelectuales más notables del siglo XX y permanece como un ilustre ejemplo de la esperanza y la visión denodada de una criolla de talento y olfato portentoso que supo detectar y plasmar algunas de las corrientes y las preguntas más significativas de su tiempo.
Ayudada por un equipo de literatos que ella supo elegir entre muchos desconocidos, Victoria Ocampo desplegó a Sur como una aventura del pensamiento liberal en épocas tempestuosas que precedieron y siguieron a la segunda guerra mundial. Contrariamente a una falsa tradición que la rodea, no sólo fue la generosa anfitriona y traductora del pensamiento europeo y norteamericano en la Argentina, sino una potente emisaria de las letras argentinas y latinoamericanas en un mundo que ya era global mucho antes de su catalogación bajo este nombre.
Sur fue, ante todo, un lugar de encuentro internacional y un foro de escrituras y lecturas de excelente nivel, destinadas a descifrar “el aire de los tiempos.” Desde Rabindranath Tagore a André Malraux, desde Graham Greene a André Gide pasando por Aldous Huxley, desde Jules Supervielle a Alfonso Reyes pasando por Dylan Thomas, toda una constelación de nombres imprescindibles ilumina las páginas de la revista, excepcionalmente longeva. Es con todo fundamento y justicia que Gabriela Mistral le escribe a Victoria: “Ud. ha cambiado la dirección de lectura de varios países en Sudamérica”.
Aún cuando la labor de Sur ha sido y es representada a veces, erróneamente, como "una empresa de traducción", no cabe olvidar, por ejemplo, que la mayor parte de los cuentos de Ficciones, de Borges, aparecieron primero en Sur —ciertamente, no como traducciones. No solamente Borges, sino Paz, Lorca, Alberti, Mistral, Neruda, Cortázar escriben en Sur— nombres que, por cierto, no se reunían frecuentemente en otras publicaciones de la época. Sur no fue solamente receptor: fue emisor, del mismo modo que Victoria no fue solo lectora y escuchante, sino hablante y escritora.
Otro prejuicio corriente presenta a Sur como la fácil tribuna oficial de los valores ya establecidos, contra toda evidencia. Cuando llegan a Sur, Sábato y Bianco son dos desconocidos; lo mismo cabe decir de Murena y Pezzoni; Borges, exagerando, dice que él mismo lo era; pero lo irrefutable es que si el nombre de Borges llega a la arena internacional es por intermedio de Caillois y Drieu La Rochelle, ambos colaboradores de Sur y amigos de Victoria, que dan a conocer a Borges en Francia. Lo mismo ocurre con escritores de otras procedencias: Michaux prácticamente no existía cuando Victoria lo publica en Sur; el mismo Caillois era uno de los tantos jóvenes brillantes de París cuando Victoria lo conoce y al cabo de muchos años hace de él el editor cuyos libros serán lanzados por los aviones de la liberación en territorio francés, al final de la Segunda Guerra Mundial.
La verdad es que Sur nació tambaleante, entre el escepticismo de los escritores que la rodeaban, sin adherir totalmente a su riesgosa empresa. Fue sólo cuando el barco empezó a navegar airosamente, habiendo sorteado toda clase de escollos y cosechado inesperados aplausos desde los horizontes más diversos y prestigiosos, cuando la aventura se convirtió en fervoroso proyecto: los más reticentes saltaron ágilmente a cubierta y se incorporaron a la estela rutilante del éxito nacional e internacional duramente sembrado y cosechado por Victoria. Con razón pudo decir Octavio Paz que Sur representó la libertad de la literatura frente al poder.
Sin embargo, la estela de Sur persiste justificadamente en nuestros días, como una parte de su irrenunciable testamento. Es una puerta única, entreabierta a las riquezas y contradicciones al siglo XX, y una clave cierta para “inscribir nuestro enigma en el universo y entrar en comunicación con él". Ojalá que sea también una clave preciosa que ayude a descifrar el enigma Victoria Ocampo —como lo dijo Paz, no una figura mitológica sino una mujer dotada de generosidad, cólera e imaginación— y a prolongar su misteriosa energía por el universo.


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