Año I - Nº 2
GACETA LITERARIA Nº 2 – FEBRERO de 2007
Homenaje a la obra de la joven pintora María Victoria López Severín (Reconquista/Santa Fe /Argentina)
PÁGINA EDITORIAL
Escrituras periféricas.
Mencionar que existen mayores posibilidades de editar y difundir literatura en las grandes ciudades, no constituye novedad alguna. De allí que se concreten en ellas la mayoría de los proyectos de publicación antológicos o individuales.
Ocurre, entonces, que las insatisfacciones, resultado de organizaciones políticas de fingido carácter federalista, representan la justificada significación de un pulido anonimato para quienes ofician el compromiso de la literatura desde una realidad demasiado desfavorable en lo que a la circulación de sus obras se refiere. Sobre todo considerando que muchos de quienes escriben desde ámbitos territoriales ubicados en los suburbios del sistema enfrentan a diario condiciones históricas verdaderamente adversas, y, no obstante ello, persisten en realizarlo, silenciosa y solitariamente, desde las coordenadas espacio-temporales en las que les ha tocado en suerte situarse y desde las cuales intentan trazar un accionar que los preserve del olvido.
Sin embargo, resulta perentorio recordar que la aproximación sistemática de la producción literaria a un corpus social aparentemente insensible - al que habría que rescatar de los patrones mediáticos que lo han tomado como rehén y que le impiden conocer, aceptar y promover su propia identidad, su particular herencia cultural - refleja un entorno comunitario, un espacio compartido, un escenario poco feliz común a escritores capitalinos o provincianos.
Además, si bien es evidente que la característica universal de las diásporas, de los éxodos artísticos que congregan a los escritores periféricos en los centros poblacionales, reside en la búsqueda de oportunidades que las mismas pueden llegar a proporcionarles, no es menos cierto que muchos grandes nombres de la literatura obtuvieron notoriedad resistiendo desde los más apartados rincones de la tierra. De igual modo, no todos los escritores nacidos o radicados en las principales metrópolis consiguen la popularidad, ni la migración personal hacia ellas, basta para conquistarla.
Pero, claro está, desde este restrictivo prestigio patrimonial, no resulta sencillo testimoniar las particularidades creativas de los autores regionales ni reivindicar la dimensión intelectual de cada enclave, ni impulsarlo convincentemente.
Entonces, se manifiesta como terriblemente improductivo el continuar con esa especie de obsesión persecutoria provinciana que, cada vez con mayor frecuencia, nos toma por asalto. Porque, si bien no podemos caer en la ingenuidad de negar la existencia de silencios premeditados, no todos ellos obedecen a ocultas u oscuras intenciones de los agentes encargados del área. En algunos casos depende de la adhesión de los mismos a determinadas tendencias literarias, una naturalmente subjetiva estimación de valores estéticos, determinada propensión a destacar experiencias innovadoras, extravagancias lúdicas, manifiestas violaciones sintácticas por sobre otro tipo de apreciaciones de valor; y también, claro está, los notorios naufragios en las profundidades de lo que García Lorca denominara “mezquindades contemporáneas”. Pero, la mayoría de las veces, tanto olvido, tanta indiferencia, tanta postergación para con las voces de aquellos que persisten en exponer ante los otros las obstinadas creaciones del espíritu, no es más que el fruto del absoluto desconocimiento del que todos, de una u otra manera, somos cómplices.
Bien podríamos, entonces, considerar a nuestra revista como amuleto o talismán, como emblema de supervivencia; o tal vez como estrategia necesaria para oponerse a tanta indiferencia, una botella al mar desde la orilla misma del naufragio.
PÁGINA 2 – POETAS SANTAFESINOS
No recuerdo.
Alguno, alguna vez habrá sido tan bueno para mí
Hasta dolerme.
No recuerdo.
Dejaré muy despacio que las lechuzas coman tranquilas de mi corazón.
Patricia Severín (Reconquista/Santa Fe/Argentina)
Tierra
Desandando tus manifestaciones camino, tierra, recorriendo tu vientre...
Me arrodillo sobre tu rostro de fertilidades esparcidas,
porque quiero que me confirmés en la tarea que es describir tu flor eterna...
En cuyo cumplimiento es que recorro, minucioso, tu cuerpo,
tratando de interpretarte y de hacer que todos mis hermanos sepan
cuál es tu verdadero matrimonio, ese por el cual nos hacés existir...
Para eso voy y vengo, siempre convalesciente de mil búsquedas
que llevan tu signo y tu sentido con diferentes nombres...
Naturaleza...
que te siento madre, hermana, amiga,
divina plenitud y humana insatisfacción:
Dije que te recorro pues sos mi misión máxima:
aquella por cuyo cumplimiento vivo.
Y muero. Porque, a veces, también muero...
Mas no te importe, tierra, mi diminuta anécdota:
a Vos sólo te importe la intención de mi esfuerzo
y aquello que pueda con él cantar
de tu fogosa fronda acuática de aire,
de tu energía, que sólo sabe de liberación,
de tu estatura, emparentada con lo inmenso...
Mirá, sonriendo, si es fértil mi canción, si contiene semillas germinando,
si no menguó en mí la virulencia esplendorosa de tu amor...
Y llevate eso, Vos.
Al resto, a los errores, dejalos conmigo...
Soy hombre y son mis atributos.
¡Y son el instrumento con que te canto!
Horacio Rossi (Santa Fe/Santa Fe/Argentina)
Autorretrato.
No soy las que he perdido en el camino
por tomar la decisión equivocada.
No soy la profesora,
la modelo,
no soy la madre de mis doce hijos.
Perdí la belleza interior
y la exterior se deteriora con los años.
Perdí la oportunidad de conocerte
y la de ser la consentida del magnate.
No fui monja
ni revolucionaria.
No pude cambiar el mundo
y llevo solamente en el bolsillo
el poder cautivador de la palabra.
Perdí a la amiga.
Perdí la perfección,
la inteligencia
y el Protocolo me espera hace tres años
en la esquina de "La Favorita".
Perdí el juicio.
La aguja de mi orientación
no marca el norte.
No fui Alfonsina
ni Borges.
Por favor que alguien me diga donde encuentro a Marta
Marta Roldán (Rosario/Santa Fe/Argentina)
Mi Santa fe en el alba.
Es de rojo tu cielo en este otoño,
tus cautivos cabellos en los árboles;
prendo tu paso de sonora
muchacha entre los plátanos
con el rojo flamante de tus pechos
y el girasol de nube de tus labios.
Es de rojo tu cielo en este otoño
Santa Fe del encanto,
cielo tuyo que lo llegas a mí,
bebedor en los ojos de las albas del año.
Es de rojo y ayer tu voz de campanarios,
la plaza de las horas,
el sueño de tus calles,
las palomas que trepan a los vientos
por tu escala de marzo.
Es de rojo tu cielo en este otoño.
Soy de rojo también, malherido en tus manos,
sombra puesta en el sauce,
jacarandá y azules paraísos de blanco.
Amo tu sonrisa de muchacha en los plátanos.
Y así cuando te escucho, remero de ansiedad
Santa Fe de mis años,
hondos aires del agua se me suben y siento
que es un cántaro rojo mi corazón andando.
César I. Actis Brú (Santa Fe/Santa Fe/Argentina)
Desando la infancia.
Andando menguadas mañanas
devoradas / por la boca negra
de una casa vacía
llego hoy hasta tu sombra /
barrio del triciclo
y la inocencia.
Resplandor de una noche /
la de los Reyes Magos
traspapelada en un
espacio sin horizonte /
hecho de lápiz
y garabato.
Vagamente / florece un patio
una mesa tendida
con alegrías de azúcar /
la familia en los brazos
y mi padre.
Andando el cauce de los años
almaceno esa huella /
trasegando latidos
cielos / brisas / lunas
y en el baúl de mis ojos /
se ahonda
el espejo siempre fresco
de mi barrio de infancia.
Belkis Larcher (Coronda/Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 3 – Narrativa
Fractura
Del capullo emergió una mariposa
como una dama de su puerta
emergió –una tarde de verano –
Emily Dickinson
Por Marta Ortiz (Rosario/Santa Fe/Argentina)
Primero sufrí la violencia del impacto, toda yo me desintegraba contra un muro impenetrable. Mi cuerpo avanzaba decidido, como quien corre hacia un destino de gloria descorriendo velos, brumas. Lo cierto es que yo estaba literalmente dormida y el teléfono me despertó apenas, era una capa superficial de mi sueño la que se había rasgado, las otras aún dormían y esa sola membrana abierta a las impresiones del mundo fuera de mí, me concedió oír la campanilla y reconstruir mentalmente la ruta que unía mi dormitorio y el teléfono, pero no alcanzó para dejarme intuir la presencia del peñasco de roble en el pasillo. Tropecé con la esquina de la biblioteca, mi pie derecho se incrustó en el ángulo, los dedos trizados y el dolor, un rayo, una corriente eléctrica entre fuego y desgarro me atravesaron como la flecha de Paris perforó el talón de Aquiles, ha de haber sido semejante.
¿Las horas tras el accidente? ; un armado falso que nada tuvo que ver con el que yo había previsto en mi agenda. Hay cosas que me saltan a los ojos como ranas salidas de entre el confuso magma mezcla de dolor, urgencia, alucinación y olvido; cuestiones, entre otras maravillas como el apego baboso a la función materna que prendió como la mala hierba en el léxico de cuanta persona trabaja para LA SALUD; apego que delata un uso decadente de la lengua materna, y habría que sumar los pisos opacos y la refrigeración confiada a chirriantes ventiladores de techo con el pretexto de ayudarnos a soportar una temperatura de treinta y ocho grados a la sombra....
Recostada en el brazo de Alicia me acerqué a la mesa de entrada y pedí un traumatólogo en la guardia. La respuesta fue una frase sonriente que me dejó con la boca abierta: “ya viene mami, esperalo un ratito, no sabemos en qué piso está”. Me vino un molesto cosquilleo al oír ese “mami” fuera de contexto, pero sonreí yo también como si hubiera oído un buen chiste y me encaminé a la sala de guardia apoyada otra vez en Alicia y en el talón del pie derecho porque con el dedo chiquito no podía pisar, un aguijón me punzaba y el dolor se traducía en vahídos. Nos sentamos a esperar. Olía a desinfectante, a mixtura de solución fisiológica con líquidos inyectables, mezcla de plástico y agua salina, alcohol impregnando aire, paredes, todo; vaho a sábanas recién llegadas de la lavandería, tufo blanco a pegamento de tela adhesiva, a venda desenrollada.
El “doc” debía ver la placa de mi pie y diagnosticar, eso era todo cuanto yo necesitaba; pero desde hacía casi una hora, él se hallaba extraviado en alguna encrucijada dentro del sanatorio; vos sabés Ana, todos sabemos cómo son esos lugares: selváticos, enmarañados.
Y aunque lo que te voy a contar te suene a delirio, -no, no me mires así, en este momento siento el acoso de esa abstracción que llamamos realidad, como si alguien supiera exactamente qué objeto es, qué significa esa palabra; una voz interior me grita “mirá que sos loca, cómo se te ocurre traer una visión lindera con el sueño, ¿por qué mejor no coserte la boca?”; pero no me callo nada, yo confío en vos; vos sí me vas a creer, porque sos mi amiga, Ana; y yo, que soy incapaz de mentir, te juro por lo que más quiero en este mundo que en medio de un día oscuro como noche sin luna, además de haber visto a primera hora (clareaba apenas una luz tenue) esas estrellitas que nacen del dolor agudo, ese día también asistí a la increíble irrupción de un hervidero de mariposas. A la tardecita mi cuarto rebalsó alas; lo único que guardé en la memoria, como a una gema en mi alhajero, lo único precioso de un día para olvidar.
Pero mejor no invertir el orden sucesivo, después una cosa trae la otra y te perdés, como se perdió el traumatólogo en los pasillos del sanatorio. Al cabo de una media hora Alicia se fue, yo misma se lo pedí; podía valerme, esperaría en la salita y cuando acabara el trámite tomaría un taxi en la puerta, caminaría con el talón sin apoyar el dedo, que se fuera tranquila, le dije. Llevábamos hora y media de espera y ella hasta había hecho la cola para autorizar la radiografía y pagado los quince pesos de depósito reintegrable: “para la plaquita, claro, mamita” –oyó-, frase que le torció la boca en un gesto de desconcierto. Se resistió, no quería dejarme sola, pero la convencí. Y ni cinco minutos habrían pasado desde que la vi alejarse tras la puerta vaivén camino a la salida, cuando la vi abrirse otra vez a la puerta y dibujarse y entrar, al añorado doctor Minucci, quien me dirigió una sonrisa, no supe si amistosa o de pura compasión y un gesto que indicaba que yo debía entrar al consultorio y “sentate en la camilla madre, tenés una fracturita”, dijo, como si dijera “cerrá la ventana que hace frío”. Acto seguido afirmó mi tobillo con una mano y tomó entre los dedos pulgar e índice de la otra el dedo chiquito que había quedado orientado hacia afuera como un tallo mustio. El mismo dedo del otro pie se inclinaba hacia adentro recostado sobre su compañero y servía, claro, de paradigma; me acomodó la fractura, es decir, el hueso, le imprimió una rotación que me arrancó lágrimas, lo juntó con el dedo contiguo, usó una venda y cinta adhesiva y agregó “tenés que dejarla por treinta días así hasta que suelde, ¿sabés?”.
El estrés me salpicaba sin tregua con ese sedimento viscoso que filtran la espera, los olores, los dolores, la bronca. Y la incómoda sensación de pertenecer a una bizarra y nueva especie de madre universal, un nuevo prurito que me picaba en todo el cuerpo.
- ¿Pero... a ver si entiendo querida, qué tiene que ver esta historia con mariposas? ; ¿una irrupción dijiste, o yo...?
De alas, dije irrupción de alas, enjambre. El día terminó en un febril trasiego de vuelos erráticos. Cuando regresé, agotada y dolorida, mi hijo Valentín se detuvo a examinar los dedos vendados que apoyé sobre dos almohadones, y al cabo de un largo rato de minuciosa observación, mientras yo tomaba un vaso de agua con hielo y me serenaba, me miró riendo y dijo: “parece un capullo”. Y lo dijo así, remarcando la elle, “capulio” dijo; él habla en español, no en argentino como todos nosotros. Le brillaban los ojos: “va a salir una mariposa”, dijo; “¿de dónde?”, pregunté; “de allí adentro, del capulio”. Y las palabras de Valentín no son cualquier palabra, nosotras lo sabemos, vienen revestidas de ese impalpable valor agregado que las vuelve adagio, sentencia; de manera que mi reacción fue natural, me quedé absorta aunque dudosa, también, sí, porqué no admitirlo; contemplaba el vendaje con él sin apartar ni por un instante la mirada, la verdad es que se parecía al capullo de un tulipán, ventrudo en la base y afinado hacia la parte superior insinuando dos picos que bien podían llamarse pétalos. Pregunté: “¿estás seguro?”; “sí mami”, me contestó; y por alguna razón subterránea supe que su dictamen era válido, me sacudí las piedras ideológicas y penetré, enteramente desprovista de lastres, en su mundo axiomático. Acepté entonces que las vendas asumían la forma del capullo que la larva de tela adhesiva había tejido. Fue entonces cuando aparecieron. Insonoras, solapadas, abandonaban la crisálida, crujían un breve vuelo de bautismo y se prendían de paredes, cortinas, espejos, de la araña de cuatro luces; tal fue la suma de movimientos que les vi describir. Mariposas como psicodélicos dameros azafrán y tabaco, negro y marfil, malva y almagre, naranja y azul, hasta que no hubo punto, ni línea, ni un rincón visible o no visible en el dormitorio, que no formara parte de una vasta amalgama de color.
Y rodaron así, alborotados, entre sueño y vigilia, los últimos trechos de la tarde. La luz degradada se tornó una ceniza amarillenta y la calma fue lenta depositando su polvillo como una laca adormecedora sobre mí. El ambiente se confabulaba hasta en ínfimos detalles para que yo, agotada por el inmenso cansancio, el dolor en retirada gracias a los setenta y cinco miligramos del desinflamatorio ingerido, acunada en el vaivén de la risa y en los ojos mansos de Valentín, pudiera escapar veloz a la médula del sueño. Y me dejé ir, la mente en blanco, y ya no percibí otra cosa que el arduo entrechocar de todas esas volutas cromáticas que mi pie humeaba sin descanso bajo la tibia forma de un dulce, espiralado cortejo de mariposas en danza.
PÁGINA 4 – Narrativa
El Sol Verde
Por María Guadalupe Allassia (Santa Fe/Santa Fe/Argentina)
…lo he encontrado, un retoño de Nimloth,
el más anciano de los árboles.
Mas, ¿cómo ha crecido aquí?
J. R. R. Tolkien
La noche era redonda y cálida como el vuelo de un pájaro alrededor de la luna clara. Eugenia y Lucía no dormían. Miraban el cielo azul profundo que bajaba y bajaba hasta su habitación y entraba por la ventana cargado de estrellas.
-Lucía... ¿te gustaría viajar a la luna?-preguntó Eugenia sonriendo, con sus trece años de primavera.
-Shí-contestó su hermanita de dos años, sin vacilar.
Por la ventana abierta, bajo el vuelo blanco de las cortinas, entraron entonces las libélulas. Eran muchas y tenían una fosforescencia mágica maravillosa.
Las niñas comenzaron a flotar, libremente, detrás de las libélulas que subían, subían por la noche de octubre en una escalera de invisibles aromas de azahares de naranjo.
El espacio las esperaba con sus sillas de estrellas y sus burbujas de asteroides cristalinos para sentarlas en el medio de la luz y ver pasar las imágenes del espacio tiempo que libremente vagan por esas dimensiones.
El árbol se plantó en el patio y allí floreció y los hijos de sus semillas fueron muchos en Eldamar. De él nació en la plenitud del tiempo, Nimloth, el Árbol Blanco de Númenor.
Eugenia leía en un gran libro hecho de papel lunar, la historia de Tolkien. Una libélula espacial daba vuelta las hojas y entretejía silencios. Sobre la tapa del libro se leía: Silmarillion.
Y el árbol creció y floreció … y las flores se abrían al atardecer y una fragancia llenaba las sombras de la noche.
Hasta que Sauron instó al rey a que cortara el Árbol Blanco, Nimloth, el Bello, y unos guardias vigilaban el árbol de noche y de día.
Lucía se acomodó en su sillita estelar y continuó escuchando la fantástica historia.
En ese tiempo, en que dominaba Sauron, el Arbol se había oscurecido y no lucía flores… Pero Isildur pasó entre los guardianes y tomó un fruto del Árbol y lo plantó en secreto en Rómenna, donde brotó en la primavera.
En ese momento, apareció en el espacio la embarcación de Amandil, rumbo al oeste. Flotaba liviana, con luz azul, y navegaba dulcemente, cargada de vasijas y joyas, y rollos de ciencia escrita en escarlata y negro y el árbol, el árbol joven, el retoño de Nimloth el Bello.
-¿Subimos?- preguntó Eugenia.
-Shí, vamosh- contestó Lucía- mientras las libélulas la alzaban a bordo del barco navegador del espacio tiempo. Al hacerlo, perdió los zapatitos que quedaron, ingrávidos, en el vacío cósmico.
Un sol verde, ora cálido, ora no tanto, se mecía en un extraño viento que traía fragancias estremecedoras, efímeras, pero dulces.
Llegaron a la casa y las libélulas las dejaron allí, sobre las camas tibias. Las niñas se durmieron felices soñando que soñaban con el libro lunar y su historia mágica.
A la mañana siguiente, cuando papá se despertó y fue a saludar a las niñas, encontró el Silmarillion sobre la mesita de luz.
-Ah, dijo papá Marcelo-estuvieron leyendo a Tolkien.
Lo que no pudo explicar fue el pequeño sol verde colgando de la ventana.
Ni la ausencia de los zapatitos de Lucía.
Tampoco, el Árbol, Nimloth, el Árbol blanco, cubierto de capullos, que crecía suavemente en la habitación como una bocanada de aire fresco.
PÁGINA 5 – AMELIA BIAGIONI - 1918/2000 (Gálvez/Santa Fe/Argentina)
Lluvia
Llueve porque te nombro y estoy triste,
porque ando tu silencio recorriendo,
y porque tanto mi esperanza insiste,
que deshojada en agua voy muriendo.
La lluvia es mi llamado que persiste
y que afuera te aguarda, padeciendo,
mientras por un camino que no existe
como una despedida estás viniendo.
La lluvia, fiel lamido, va a tu encuentro.
La lluvia, perro gris que reconoce
tu balada; la lluvia, mi recuerdo.
Iré a estrechar tu ausencia lluvia adentro,
a recibir tu olvido en largo roce:
Que mi sangre no sepa que te pierdo.
De: “Sonata de soledad”- 1954-
El azul
Si te acercas
a su reino ovalado,
la puerta
te engulle suavemente,
y adentro
en lugar de la puerta
está la ley,
que ordena:
Hay que fijarse al tema azul
cantando sin pasado:
“Azul, azul, azul”,
y alcanzar la soga que pende azul
y enroscarla en el propio cuello
distraído,
y apoyando un pie, un párpado azul
-con el otro encogido-
en el vacío azul,
en su mano sin palma,
darse un gran envión
en torno al eje, al ojo azul,
girar desarrollándose
sobre la mano del vacío azul,
y cantar sin pasado:
“Azul, azul, azul”,
hasta que llegue el miedo,
o el rojo con espuma.
O el frío.
De: “El humo” – 1967-
No puedo privarme, aunque esté enfermo,
de algo más grande que yo, que es mi vida:
la potencia de crear.
Vincent Van Gogh-
Coronado de llamas en la noche cerrada
por mirasoles muros ciegos
pinta el transido Vincent del espejo
mientras la oreja ilimitada
una mitad sujeta y la otra andante
escucha en el dolor y el cosmos.
De: “Estaciones de Van Gogh- 1981-
En el bosque
Cada día una ráfaga me empuña
procurando mi identikit.
Siempre traza el rumor
que llega a la espesura y sopla:
Soy mi desconocida.
Tal vez
tu mensajera sin memoria
o tu evasión,
sopla el pájaro espejo
cancelándome.
Tan sólo sé
que el bosque errante de los nombres
es mi hogar.
De: “Región de fugas”- 1995-
Cavante, andante
A veces
soy la sedentaria.
Arqueóloga en mí hundiéndome,
excavo mi porción de ayer
busco en mi fosa descubriendo
lo que ya fue o no fue
soy predadora de mis restos.
Mientras me desentierro y me descifro
Y recuento mi antigüedad,
pasa arriba mi presente y lo pierdo.
Otras veces
me desencorvo con olvido
pierdo el pasado y soy la nómada.
Exploradora del momento que me invade,
remo sobre mi canto suyo
rumbo al naufragio en rocas del callar,
o atravieso su repentino bosque mío
hacia el claro de muerte.
Y a extremas veces
mientras sobrecavándome
descubro al fondo mi
fulgor inmóvil ojo
de cerradura inmemorial,
soy avellave en el cenit
ejerciendo
mi remolino.
De: “Región de fugas”- 1995-
Obra poética de Amelia Biagioni
“Sonata de soledad”- 1954
“La llave”- 1957
“El humo”- 1967
“Las cacerías”- 1976
“Las estaciones de Van Gogh- 1981
“Región de fugas”- 1995
Nuestro agradecimiento a la Profesora Betty Rambaldo por su aporte desinteresado.
PÁGINA 6 - Artículo ensayístico
Pablo Neruda y Miguel Hernández: un idilio poético
Por Ramón Fernández Palmeral (Alicante /España)
A Audún Bakke
El día 26 de marzo del 2006 en el cementerio de la Nuestra Señora del Remedios de Alicante me encontré junto a la tumba del poeta oriolano Miguel Hernández a un senderista y periodista noruego, a Audún Bakke que hablaba perfectamente español, hace años que reside en Albir (Alicante). Conversamos sobre su interés por el poeta oriolano y las causas de su muerte, me aseguró que Miguel Hernández fuera de España no es casi conocido, en cambio Pablo Neruda, sí lo es, yo le dije que Pablo fue Premio Nobel de Literatura en 1971, y además un poeta de obra muy publicada. Tras una larga charla, mister Bakke, me prometió que traduciría a Miguel al noruego para que le conocieran en su lengua. Esta conversación con el periodista noruego es el origen de este artículo, un idilio poético entre Neruda y Hernández como una forma de interrelación en la historia de la literatura española. También tuve la suerte de asistir, la tarde del 28 de marzo (64º aniversario de la muerte de Miguel), a la conferencia de Carmen Alemany Bay en la Sede de la Universidad de Alicante titulada: “Miguel Hernández y Pablo Neruda: historia de una amistad truncada por la muerte”, que fue presentada José Carlos Rovira, especialista en Neruda y literatura hispanoamericana, que además es autor de "Para una biografía literaria de Pablo Neruda”. Conferencia que me sirvió para tomar sustanciosos apuntes.
Pablo Neruda había nacido en 1904 y Miguel Hernández en 1910, se llevaban seis años de diferencia. Pablo, ya había entrado en contacto con Federico García Lorca en octubre de 1933 en Buenos Aires, cuando fue Lorca a estrenar Bodas de Sangre en la compañía de Lola Membrives que tuvo más de 100 representaciones, y además en la ciudad bonaerense daría múltiples conferencias entre ellas: “Discurso a alimón en honor de Rubén Darío” junto a Neruda, donde ambos se preguntan dónde estaba la plaza y la estatua en honor de Rubén Darío en Buenos Aires. Ambos poetas trabarán una fuerte amistad que continuará en Madrid.
Un años más tarde, Pablo Neruda llegó a España en mayo de 1934 como diplomático al consulado de Barcelona. En un viaje que hizo a Madrid a mediado de 1934 para gestionar la publicación del segundo poemario de Residencia en la tierra, con José Bergamín, conoce a Miguel Hernández en la redacción de Cruz y Raya; donde el oriolano ya había publicado el primer acto de su auto sacramental “Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras” (número de julio). Trabajo que Pablo había leído en Cruz y Raya, al que consideraba “de inaudita construcción verbal […] el más grande poeta nuevo del catolicismo español”, (Para nacer he nacido, Bruguera, Barcelona 1980, pág. 78). El poeta chileno había descubierto a un poeta, y dirá: “Era un escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática […]. Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de la tierra” (Confieso que he vivido. Pág-129). Miguel lo cuenta de esta forma en un escrito de junio de 1936: “Acabamos de llegar a Madrid [1934], él [Pablo] con polvo en la frente y en los talones de la India [Pablo había sido cónsul en Colombo (Ceilán), Batavia (Java) y Singapur], yo con tierra de barbecho en las costuras de los pantalones. Y me sentí compañero suyo desde el primer momento”. Había nacido, entre ambas almas sensibles al invisible mundo de los sentimientos, un idilio poético.
Además del auto sacramental “Quien te ha visto…”, de corte calderoniano, tenía Miguel Hernández publicado desde el 20 enero de 1933 su poemario gongorino “Perito en lunas”, con prólogo de Ramón Sijé, editado en “Sudeste” de La Verdad de Murcia. Obra hermética y descolgada de “Generación del 27” de alta calidad estilística, pero tuvo poca acogida por la crítica; sin embargo, Pablo Neruda, crítico sensible, al conocer al campesino Miguel que aún llevaba barro en los pantalones, y seguramente en los talones de las alpargatas, sus versos, le provocan un gran impacto en su doble aspecto: el de campesino español y el de la asombrosa calidad de sus versos; no obstante, las simpatías y el idilio poético naciente, fueron recíprocos, sobre todo al simpatizar a través de la comunión en la palabra poética, en los versos nuevos salidos del sentimiento más que del artificio verbal o arquitectura poética. El don sublime de la palabra era lo que verdaderamente les unía y les separaba a la vez porque los estilos eran opuestos, el primero llevaba una poesía católica reaccionaria y gongorina por influencias del estudio de los clásicos (Virgilio, Calderón, Quevedo, Góngora) y el segundo ya tenía “Crepúsculo” (1923), “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” (1924) y “Residencia en la tierra” (1925-1935), obras en transición entre el Modernismo de Rubén Darío y las vanguardias, de la poesía sin pureza, automática, llenas de surrealismo, a pesar de que el juglar de Isla Negra no se consideraba del todo surrealista.
En febrero de 1935 Pablo Neruda se instala definitivamente en Madrid como cónsul adjunto de la Embajada de Chile en la llamada “Casa de las Flores” ("por todas partes estallaban geranios”), barrio de Argüelles, calle del Prado nº 26. En Madrid viven los poetas más representativos de la que sería la "generación del ’27": García Lorca, Alberti, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Luis Cernuda y Miguel Hernández de la generación del 36. El grupo se reunía casi todo los días en los mismos bares de Correos, donde comentan sus creaciones diarias y se leen versos. Pablo conoce además a Antonio Machado lo vio varias veces, a Valle-Inclán, a Ramón Gómez de la Serna en su cripta de Pombo, a Juan Ramón Jiménez que escribía en “Sol” críticas literarias, no muy favorables, por ejemplo de Pedro Salinas o Jorge Guillén, en cambio, Miguel Hernández se libró de esos ácidos comentarios juanramonianos, quizás porque provenían de la prestigiosa “Revista de Occidente”, de la "Elegía" y seis sonetos. La revista de Ramón Sijé, “El Gallo Crisis”, había aparecido en el Corpus de 1934, (junio), y Miguel se lleva revistas para vender en su círculo de nuevos amigos en Madrid: Altolaguirre, Alberti, Cernuda, Delia del Carril, María Zambrano, Vicente Aleixandre y Pablo Neruda..., pero tiene de constatar que la nueva revista neocatólica no gusta a muchos a sus nuevos amigos.
Escribe José Luis Ferris (El País, Comunidad Valencia, 2-12-2004):
“Neruda hizo cuanto estuvo en su mano para colocar a Miguel en la corte. Empleó a fondo sus influencias y contactó con el vizconde de Mamblas, jefe de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado, para que tratara de colocarlo en algún despachito funcionarial. El vizconde no dudó en extender cuanto antes el nombramiento, siempre y cuando el poeta especificara sus preferencias y el trabajo que mejor podía desarrollar”.
Neruda cuenta que Miguel le respondió: “¿No podría el vizconde encontrarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?”. Lo cual dudo que Miguel respondiera de esta forma tan pintoresca, ya que él había escrito y dado a entender en carta a Juan Ramón Jiménez “odio la pobreza en que he nacido” odiaba su trabajo de pastor de cabras, que puede ser tan digno como cualquier otro, pero Miguel había sido humillado en Orihuela cuando su padre le sacó del Colegio Santo Domingo de los jesuitas donde se codeaba con los hijos de la burguesía y dedica a cuidar cabras y vender leche.
Pablo Neruda dio una conferencia en la Universidad de Madrid el 6 de diciembre de 1934, en el acto coincidirán Miguel Hernández y Federico García Lorca, al que ya conocida desde que se lo presentó Raimundo de los Reyes en Murcia (2 de enero de 1933), que no recibe muy calurosamente al ya incordiante “poeta pastor”, sin embargo Miguel, humilde como era, le entregó el “Torero más valiente” (Tragedia española, inspirada en la rivalidad del torero Ignacio Sánchez Mejías y su cuñado Joselito) con el ruego de que se ocupara de la obra. Neruda percibe este rechazo lorquiano y le advertirá en una carta del 4 de enero de 1935 que no se forje falsas esperanza con Lorca. Es la famosa carta en la que sataniza a Ramón Sijé por la revista neocatólica El Gallo Crisis, cuando escribe: “Querido Miguel, siento decirle que no me gusta El Gallo Crisis, le hallo demasiado olor a iglesia ahogado en incienso”. El 9 de febrero de 1936, un importante grupo de intelectuales organizan una comida homenaje a Rafael Alberti y a María Teresa León en el Café Nacional, a su regreso de América y de la Unión Soviética, donde también acude Pablo Neruda y Federico García Lorca y Luis Cernuda…, pero no invitan a Miguel Hernández, su presencia era incompatible con los dos últimos poetas, señoritos andaluces, a pesar de la aceptación favorable de Pablo en su círculo de amigos. Tampoco invitan a Miguel al mitin político de adhesión al Frente Popular donde Lorca leyó un manifiesto en el mes de febrero días antes de ganar el Frente Popular.
El 4 de octubre de 1934 nació Malva Marina, hija de Pablo y de la holandesa María Antonia Agenaar, la niña padece hidrocefalia, enfermedad que tanto afectó a Pablo que Hernández se convierte en un asiduo visitante de la “Casa de las Flores”. En la revista Cruz y Raya, de Madrid, publica Pablo “Visiones de las hijas de Albión” y “El viajero mental”, de William Blake, traducidos por Neruda. Presenta también una selección de poemas de Quevedo, “Sonetos de la muerte”. Miguel pidió a Antonio Oliver en Cartagena y a Juan Guerrero Ruiz en carta de junio de 1935 que le facilitaran a Pablo y a su familia una estancia temporal en la isla de Tabarca (Alicante) o en una isla del Mar Menor (Murcia) “donde el mar no se encuentre con la arena, al ir a la tierra”, y habla de la hija que ya tiene diez meses y además le preguntará a Guerrero Ruiz si conoce a algún médico bueno de niños. Pero nunca fue a la isla Plana o de Tabarca. María Antonia y Malva Marina se fueron a vivir a Barcelona en 1936 y luego a Holanda donde la niña moriría el 2 de marzo de 1943. En el verano del 1934 Pablo había conocido a la bella artista argentina Delia del Carril en la casa de Carlos Mola Lynch, ella era quince años mayor que él. En 1936 comienzan a vivir juntos y se convertiría en su segunda esposa. En febrero de 1935 conocerá Miguel a la pintora gallega vanguardista Maruja Mallo en la casa de Pablo Neruda, con la que mantendrá un idilio amoroso, a la que dedicará algunos sonetos de “El rayo que no cesa”.
A finales de 1935 y después de que Pablo Neruda publicara el 15 de septiembre de 1935 en la Edición Árbol de Cruz y Raya, una segunda parte de Residencia en la tierra (1925-1935), poemario que causó en Miguel honda impresión, y en reconocimiento de este impacto le dedicará: “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda” y además una reseña en “El Sol”. Este poema de “exaltación vital” como ha expuesto José Antonio Serrano, no fue incluido en ningún libro y figurará como poemas sueltos. En este poema hernandiano de ciento treinta y cuatro versos, distribuidos en catorce estrofas, contiene evidentes influencias de Residencia en la tierra, como «caracolas» y «amapolas» como símbolo del vino y de la sangre; veamos y comparémoslo con el poema nerudiano: “Estatuto del vino” cuando Miguel escribe el verso “Alrededor de ti y el vino, Pablo…” (v.117) de “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”. Los verdaderos amigos son los que se forjan en las barras de las tabernas porque el vino como una sangre hermana une a los espíritus sublimes y también a los mezquinos. No queremos tomarnos una copa con un desconocido porque tememos hacernos de un nuevo amigo. Leamos esta primera estrofa:
Para cantar ¡qué rama terminante,
qué espeso aparte de escogidas selvas,
qué nido de botellas, pez y mimbres,
con qué sensibles ecos, taberna!
(Primera estrofa “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”).
Las referencias a la taberna también se aprecian en el prólogo de “El hombre acecha”, como evocaciones de estas veladas: “Y recuerdo a nuestro alrededor aquellas madrugadas, cuando amanecíamos dentro del azul de un topacio de carne universal, en el umbral de la taberna confuso de llanto y escarcha, como viudos y heridos de la luna”. Tanto era el entusiasmo de Hernández por “Residencia en la tierra” que se atreve a escribir una reseña que publicó el diario “El Sol” de Madrid en 2 enero de 1936: “Ganas me dan de echarme puñados de arena en los ojos, de cogerme los dedos con la puerta […]. La cuya voz es un clamor oceánico, que no se puede limitar…”. Hay una carta inédita de Miguel a Pablo, de 8 de septiembre de 1938, publicada por “Orihuela Digital” donde le recuerda velada de vino, alegría y poesía.
En agosto de 1935, Miguel se hallaba en Orihuela y recibe una carta del poeta chileno en la que éste le anima a volver a Madrid, porque está a punto de imprimirse el primer número de “Caballo Verde para la poesía”, había mucho trabajo por hacer, y además a Pablo le comentarán en tono sarcástico: “Celebro que no te hayas peleado con El Gallo Crisis, pero eso te sobrevendrá a la larga. Tú eres demasiado sano para soportar ese tufo sotánico-satánico”. Neruda estigmatiza la labor mentora de Ramón Sijé, quizás indirectamente, porque le interesan los brazos de Miguel, y Miguel acude inmediatamente a Madrid, en este viaje le acompañará su hermana Elvira. Llegará con la ceja izquierda rota en inflamada porque se había dado un golpe al bañarse en el río Segura. Ramón Sijé teme perder a su gran amigo y paisano para sus ideales neocatólicos, pero pronto tiene que constatar que el ambiente de Madrid puede más que los ecos de la lejana Oleza mironiana.
Miguel Hernández se mueve en todos los frentes literarios de Madrid, es invitado por Pablo Neruda a publicar en la recién fundada revista “Caballo Verde para la poesía”, que dirigía simbólicamente el chileno a petición del poeta e impresor malagueño Manuel Altolaguirre que le ofreció la dirección muy generosamente. Una revista impulsora de la corriente neorromántica y la llamada poesía impura o sin pureza, corriente contra la que se sitúa Ramón Sijé, con sus artículos en “El Gallo Crisis”, y en “La decadencia de la flauta y el reinado de los fantasmas”. Hernández, publicó solamente un poema en el primer número de “Caballlo Verde...” de fecha 18 de octubre de 1935, un poema titulado: “Vecino de la muerte”, y escribe a sus amigos cartageneros “No puedo mandaros la revista porque no me han dado más que un número”. Miguel ha experimentado un cambio estético y poético, que se vierte hacia Pablo Neruda y Vicente Aleixandre. Surgen recelos entre Ramón Sijé y Pablo Neruda por la pérdida ideológica del amigo, y escribe a Miguel: “Pablo, selva, ritual narcisista e infrahumano de entrepiernas, de vello de partes prohibida”.
En esta revista que Alberti le quiso llamar “Caballo rojo”, pero no fue aceptado, donde publicaron casi todos los poetas de la “Generación del 27”. Salieron a la venta cinco números, el sexto se quedó en la calle Viriato (nº 73, casa madrileña de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre) sin compaginar ni coser, debía salir el 19 de julio de 1936, estaba dedicado a Julio Herrera Reissif -segundo Lautréamont de Montevideo.
Durante la guerra civil española Pablo escribe “España en el corazón: Himno a las glorias del Pueblo en la Guerra” (1937-1938) que tuvo su primera edición en la editorial Ercilla y Tor de Buenos Aires, y luego tres ediciones en la imprenta que Manuel Altolaguirre y Concha Méndez había montado en un viejo monasterio cerca de Gerona por los miembros del Ejército del Este, pero no llevó a ver la luz en España, sino en Francia cuando se lo llevaban los republicanos exiliados y otros muertos en los caminos.
Miguel publicó “El rayo que no cesa” en la editorial “Héroes” de Manuel Altolaguirre, y salió el 24 de enero de 1936. Cuatro años y medio después, convertido Miguel en soldado de la poesía, edita en "Socorro Rojo", en plena contienda civil “Vientos del pueblo” en 1937, dedicado a Vicente Aleixandre "Vicente: a nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres..." Publica “El hombre acecha” en 1939, dedicado a Pablo Neruda “Pablo: Te oigo, te recuerdo en esa tierra tuya, luchando con tu voz frente a los aluviones que arrebatan la vaca y la niña para proyectarla en tu pecho." Una edición que no llegó a salir al público, y que hoy se conoce gracias a que se salvaron dos capillas, una de ellas en poder de José María Cossío, que publicó en edición facsímil la Casona de Tudanca de Santander en 1981. En este poemario debe ser tomado como eje de la poesía de guerra, sobre cuyo poemario escribió un ensayo quien firma este artículo: “El hombre acecha como eje de la poesía de guerra”, publicado en la Editorial Palmeral, 2004. En este libro Miguel, publica un poema agónico, en solicitud de ayuda a la causa, es el titulado: “Llamo a los poetas”, donde nombra a Pablo Neruda en la primera estrofa, después de Vicente Aleixandre lo cual supone un latente recuerdo por el chileno:
Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío.
A finales de 1936 Pablo Neruda es destituido de su cargo consular en Madrid debido a haber participado en la defensa de la República, y se traslada primero a Valencia y luego a París. Se separa de la María Antonieta Agnaar. Ya en París residirá con Delia del Carril en el mismo apartamento con Rafael Alberti y su mujer María Teresa León en Quai de l´Horloge. En el verano de 1937 viene desde París en un tren junto a muchos escritores y asiste al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que se celebra entre Madrid y Valencia. En este viaje llegará Neruda con Miguel Hernández, “vestido de miliciano y con su fusil al hombro”, que se había alistado voluntario en el 5º Regimiento del Partido Comunista, a la “Casa de las Flores” a la entrada de la ciudad universitaria en el frente norte de Madrid, que era su residencia abandonada, donde había dejado sus libros y sus cosas. Miguel había buscado una vagoneta para cargar libros y los enseres de su casa: “Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era imposible orientarse entre los escombros… Miguel encontró por ahí, entre los papeles algunos originales de mis trabajos… Le dije a Miguel no quiero llevarme nada…-¿Nada? ¿Ni siquiera un libro? –Ni siquiera un libro- le respondí. Y regresamos con el furgón vacío”. Lo podemos leer en “Confieso que he vivido. Memorias” (1972-1974), página 144-145, de la edición Planeta, colección Clásicos Contemporáneos Internacionales (1992). En estas Memorias le dedica a Miguel Hernández unas páginas en capítulo 5.- “España en el corazón”, y le nombra en varios apartados, entre ellos cuenta el famoso caso del asilo a Chile, y de cuando el embajador de Chile “Carlos Morla Lynch, le negó el asilo al gran poeta, aun cuando se decía su amigo”. También publicó esta acusación en la revista Ercilla, de Santiago de Chile, el 29 de diciembre de 1953. En este libro le dedica varios párrafos a Miguel en los apartados: “Miguel Hernández”, “Caballo Verde para la poesía”, “Mi Libro sobre España” y en “Un Congreso en Madrid”.
Existen ciertas dudas sobre lo que escribió Neruda acerca de la petición de asilo de Miguel en la Embajada de Chile y la negativa de Morla. La embajada chilena estaba situada en calle del Prado, número 26; podemos conocer la lista nominal de los 17 exiliados republicanos en esta embajada gracias a un artículo de Francisco Esteve: “Luna (1939-1940). Análisis de una revista singular...” (Apartado.- Exilio Interior). Arturo del Hoyo escribió “Dramatis persanae: Carlos Morla Lynch y Miguel Hernández”. (Ver en Biblioteca Hernandiana. documento 2, de la Fundación Cultural Miguel Hernández, Orihuela, 2003). Donde escribe Arturo del Hoyo que Neruda atacó duramente a Carlos Morla, donde asegura “Carlos Morla Lynch no tenía facultades para dar o negar asilo a Hernández, porque no era ya encargado de Negocios de Chile en Madrid..., concretamente desde el 8 de abril de 1939, que cedió el puesto a Enrique Gajardo…” y afirma que Neruda se equivoca. Asegura Arturo del Hoyo, que “Morla ofreció asilo a Hernández, pero que este no se asiló. ¿Por qué?” Se intuye que Miguel era el autor de “Vientos del pueblo”, y no podía desertar ni traicionar los principios o mensajes de sus versos, y además no se marcharía sin su mujer ni su hijos, pero no se ha dicho que, seguramente Josefina no se iba a marchar a Chile con su hijo, y dejar a su madre y a sus hermanos en estado de precariedad, siendo ella la hermana mayor.
Otra versión de los hechos, es la del sevillano Antonio Aparicio, que estaba refugiado en la Embajada de Chile a la espera de salvoconducto, que le presentó a Germán Vergara nuevo encargado de Negocios, y éste le ofreció refugio al poeta, que no aceptó. “yo jamás me refugiaré en una embajada”, cuenta María Teresa León en “Memorias de la melancolía”. Y además se negó a oír las advertencias del abogado Diego Romero y José María Cossío, y se vino a Cox.
En 1939 Pablo, es nombrado Cónsul para la emigración española, con sede en París. Cuenta Mará Teresa León que con la ayuda de Anne María Commène intermediaron a través de la mediación de monseñor Braudillart amigo de Franco, “…cuando terminé de hablar, todo estaba decidido”. Miguel Hernández salió de la cárcel el 17 septiembre de 1939, pero el 29 del mismo mes es detenido en Orihuela acusado de ser periodista y pertenencia a la Alianza Intelectual Antifascista. Si bien lo que cuenta María Teresa León no parece del todo cierto, porque no ha podido demostrarse documentalmente, porque, cuando detuvieron a Miguel por segunda vez en su pueblo, de nada le sirvió el favor de monseñor Braudillart ante Franco en su primera detención. La segunda vez no fue puesto en libertad y murió en una cárcel franquista el 28 de marzo de 1942. Aunque Pablo Neruda coincide con la versión de María Teresa León sobre la actuación del ciego monseñor Braudillart de 80 años.
Durante su prisión Miguel mantiene correspondencia con Pablo Neruda, le escribió desde la cárcel de Torrijos “Es de absoluta necesidad que hagas todo cuanto esté en tu mano por conseguir mi salida de España y el arribo en tu tierra en el más breve plazo de tiempo posible”. Miguel manda misivas a todas aquellas personas que pueden ayudarle con el abogado Juan Bellod, Luis Almarcha, Martínez Arenas y también con José María Cossío y Martínez Fortún (Mario Crespo es autor de un artículo muy interesante, aunque muy breve: “Miguel Hernández y José María Cossío” en Alerta Santander, de 12-10.2004). Miguel pide a Josefina que busque al abogado Juan Bellod de Orihuela (Juanito) para que le defienda, pero como Bellod no le puede defender, José María Cossío y Eduardo Llost el consiguen al joven abogado Diego Romero Pérez. Es decir que Monseñor Braudillart no vuelve a aparecer en escena.
Tras la muerte de Miguel en la Residencia de Adultos de Alicante el 29-03-1942, Pablo lo consideró siempre como un asesinato, contribuyó a difundir la obra del poeta oriolano en conferencias y en entrevistas como en la que hizo a Rita Guibert en enero de 1970 en Santiago de Chile, donde dijo que Miguel era como un hijo para él y que casi todo los días comía en su casa.
Las posibles causas de la desconcertante puesta en libertad de Miguel Hernández Gilabert el 15 de septiembre en la prisión de Torrijos de Madrid, como ya demostrara Juan Guerrero Zamora en su libro “Proceso a Miguel Hernández” -El Sumario 21.001, Dossat 1990, página 124, (ver informe de la Dirección General de Seguridad)- se debió a los informes favorables del Sr. Cossío “que el considera una persona inofensiva que nunca se metió en Política”, a la abundancia de burocracia y procesos penales abiertos, a las competencias y jurisdicciones de los Tribunales y a los sistemas de comunicación por correo oficial. Además, desde el principio, en una documentación aparece unas veces como Fernández y en otras como Hernández.
A) La orden de puesta en libertad en Torrijos vino del Sr. Coronel Jefe de los Servicios de Orden Público y Policía de Madrid, y se justicia: “toda vez que en su expediente no había nada desfavorable concretamente como no fuera el haber sido escritor de izquierdas que quedaba en parte desvirtuada la mala impresión que pudiera producir su ideología política, con el informe favorable emitido por el Sr. Cossío. Permitiéndome hacer constar una vez más que como no había constancia de las diligencias instruidas en Huelva…” (Director General de Seguridad da explicaciones de la puesta en libertad al Juzgado Milita de Prensa, 20-10-30).
B) No sabemos por qué causas las primeras diligencias, es decir, el atestado instruido en Rosal de la Frontera por el Cuerpo de Investigación y Vigilancia de Fronteras (no la Guardia Civil como se viene diciendo) no llegó a Madrid junto al detenido. La detención se debía a paso clandestino de frontera por no llevar el pasaporte, una falta administrativa o gubernativa y de competencia del Gobernador Civil de Huelva, por eso, quien ordena el traslado a Madrid es el Gobernador Civil, y no un juez de Huelva.
C) Cuando llega el detenido a Torrijos no llega con las diligencias previas o atestado, a pesar de decir en el telegrama del Gobernador que las diligencias acompañan al detenido por pasar clandestino la frontera y ser presunto “responsable de actividades delictivas en esa Capital”, esa capital es Madrid. Más tarde aparecerán y llegarán las diligencias al Auditor de Guerra del Ejército, y se abrirá el sumario de urgencia 21.001. que pasará al Juez Especial de Prensa, Plaza del Callao, 4 de Madrid el 19 de junio de 1939, Manuel Martínez Gargallo, el cual le toma declaración indagatoria para saber por qué lo habían mandado a él.
D) La carta favorable del Sr. Cossío (firmada por poderes el 8 de julio-39) debió llegar al Sr. Coronel Jefe de los Servicios de Orden Público que no sabía que el Juez Especial de Prensa Sr. Gargallo lo había procesado. Por eso en cuanto el Juez Gargallo se da cuenta de la puesta en libertad por orden gubernamental pide explicaciones y extiende edicto de captura y detención del procesado. Porque de hecho se le estaba procesando militarmente según lo demuestra la declaración indagatoria del 6 de julio 1939.
Neruda confesó que su paso por España durante la guerra civil fue muy importante para su ideología, y fue además una de las causas de afiliarse al partido comunista chileno. Durante 1948 permanece Neruda oculto en Chile, escribiendo Canto General, en el canto XII: “Los ríos del canto”, aún le recuerda y le dedica un grandísimo poema titulado “A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España”
LLEGASTE a mí directamente del Levante. Me traías,
pastor de cabras, tu inocencia arrugada,
la escolástica de viejas páginas, un olor
a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado
sobre los montes, y en tu máscara
la aspereza cereal de la avena segada
y una miel que medía la tierra con tus ojos.
(Fragmento)
En febrero de 1955 rompe con Delia del Carril y comienza a vivir con Matilde Urrutia, a la que ya conocía desde 1951, en París, quien será su gran amor de madurez.
En 1971 la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura, en dicho acto pronunció un discurso, que empieza: “Mi discurso será una larga travesía... un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas”.
Al único poeta que Pablo Neruda citó en su discurso, fue al francés, pionero del simbolismo, Rimbaud, el vidente.
NOTA.- Audún Bekke cumplió su palabra, en el número 7, de 1-17 de Abril de 2006, en la revista AKTUELT Spania, Editada en Albir (Alicante), publicó tres artículos en noruego, uno sobre la vida de Miguel, otro sobre la Senda del poeta y el tercero sobre Rosario la dinamitera.
PÁGINA 7 – POETAS ARGENTINOS
Encuentro con Antonio Di Benedetto en Caracas
Un tambor negro resonaba lúgubre
cuando nos encontramos, en Caracas.
(Santiago de León de Caracas,
ciudad hispanoindia,
ciudad de negros cantores, de autopistas,
gringos, aventureros, magnates del dólar,
miserables.)
Un tambor negro nos saludaba
con su redoble de muerte.
La Virgen de madera pintada y rostro oscuro
nos miró cuando huérfanos andábamos
por la calle de gritos.
Veníamos de largas travesías, de amigos ensangrentados,
de viñedos
polvorientos y solos.
El rumor de los álamos de Guaymallén
secretamente nos unía.
Ya frecuentabas los abismos fulgurantes
que separan el día de la noche.
Ya conocías el ruido y la violencia
que asediaron tu casa de silencio, a orillas del zanjón.
Un tambor negro resonaba lúgubre
y no sabíamos entonces
que anunciaba la muerte de un inocente.
Graciela Maturo (Buenos Aires /Argentina)
Heb. 10, 7-10
En la acumulada oquedad de la Historia
-peso inconcebible-
la Palabra dice:
“He aquí que vengo…”
Y todo adquiere las formas del origen.
Todo canta la novedad del Amor.
Osvaldo Pol [sj] (Córdoba/Argentina)
“bienes de la tierra”
los dedos pulgar e índice --levemente combados en labor de
pinzas/ presionan el contorno irregular --de esa piedrita que
has recogido a la orilla del río/ la colocan bajo la luz de una
lámpara eléctrica/ que alumbra de su figura –la suavidad de
los bordes/ el tallado paciente de las aguas
Esteban Moore (Buenos Aires/Argentina)
Oda a la muerte.
Poema X
Ayer morí y hoy muero
junto al pensamiento huésped,
testigo astillado
ante la posibilidad de la ruptura.
Morí para sentir la levedad del verbo
que corroe mi carne sustantiva,
con la esperanza
de encontrarle a la muerte sus facciones
junto al faro de la corriente impía.
Morí para llegar desnudo,
para llegar sin alas
a la eternidad que todo juzga;
para rescatar la pureza del pecado
y redimir al pecado sin pureza.
Muerte, inmanencia de tu nombre.
Recibo tu paz
de luminiscentes labios,
que me dejan aislado y solo en el discurso.
Celosamente en mi sepulcro,
custodio tu palabra.
La muerte murió conmigo.
Morí para ser otro;
morí para vivir la vigilia del desgarro
en el goce permanente del poema.
Luis María Sobrón (Entre Ríos-Mar del Plata/Argentina)
Dilectas
Poema V
Es posible, me digo
que mi alma
tenga un principio incierto,
tenga un final incierto.
ella,
gran tejedora en el telar del tiempo,
es más vieja que yo y más lejana.
sus extensiones pálidas acechan
cada aliento que pasa y cada fuga,
buscando en cada sitio,
desarmando rincones
donde a veces los sueños
se dejan descansar serenamente
como si arriba
no apurara la luna su costado de pena,
las cifras de la vida…
Nicasia Baunaly (Tucumán/Argentina)
PÁGINA 8 – Narrativa
La grama encubierta
Por Esther Andradi (Ataliva/Santa Fe/Argentina–Alemania)
Mi abuelo el árabe llegó a Argentina sin conocer una palabra de castellano. Dicen las lenguas familiares que en Buenos Aires sus paisanos le dieron una maleta con artículos para vender que él tiró por ahí porque le avergonzaba su español insuficiente y siguiendo las vías del ferrocarril llegó a una colonia de inmigrantes donde iba a conocer a mi abuela. La colonia se llamaba Nuevo Torino, de modo que el castellano, por cierto, tampoco era su fuerte. Mi abuelo se bastó con una mandolina para enamorar a las mujeres y todavía hoy no hay hombres en la colonia que no hayan oído hablar del lenguaje de sus brazos, sea para la dura faena del campo o para la pelea, que ganas no le faltaban al árabe, ni susto le daban ni una ni otra. De esa mixtura piamontesa y árabe, dialecto de Oms, nacieron mi padre y sus diez hermanos, a la sazón los tíos de mi infancia, de las fiestas de la yerra y de los chistes verdes en piamontés. Porque fue la abuela quien legó su lengua a la familia, mientras el abuelo relegaba su idioma y enterraba la nostalgia.
Mi abuelo el anarco-sindicalista llegó de Turín siendo un niño y la leyenda familiar cuenta que todos servían al rey, y habla de caballos blancos y negros ornados para los desfiles, de una pompa que en las pampas argentinas de esos años, sin asfalto ni agua corriente ni electricidad, sonaban como a historias de aparecidos de cualquier otro planeta. Lo conocí poco, con su altura desorbitante, su blancura casi lunar y sus anteojos de hombre que parecía destinado a actividades del espíritu.
Murió cuando yo todavía era una niña pero me legó su olor. En los fondos de la casa de la abuela, que hoy ya no existe, estaba la piecita del tesoro que yo visitaba a la hora de la siesta: la abuela guardaba allí los recuerdos de su esposo. En medio de alcanfor y naftalina sobresalía el olor de las revistas, a papel viejo y fotos de colores, que, en una época sin televisión, acaso alguien pueda comprender la fascinación que ejercían en una niña. Revistas políticas, fotos de los compañeros en el sindicato, recortes de periódicos antiguos, todo se remozaba en los cajones de la cómoda de la piecita donde también se guardaba el yunque de mi abuelo, que era metalúrgico y como tal comandó más de una huelga y uno que otro sindicato. La relación entre la abuela con ínfulas aristocráticas y el abuelo anarco provocó la ira patriarcal y la expulsión de la bella Teresa del paraíso familiar. De esa catástrofe nacerían mamá y los seis tíos por vía materna. Con todo, la desheredada y el político legaron a sus hijos el dialecto italiano dizque del rey.
Ni qué decir que con esta historia de mezclas y de pérdidas, siendo niña me cuidaba muy bien de pronunciar cualquier palabra que no fuera típicamente “argentina”, si es que algo así existe. El sistema de lenguaje familiar de la infancia era precopernicano: el castellano-argentino era el centro del mundo y aquel que no lo hablase correctamente merecía el destierro, y la repetición del año escolar, para más humillación. Los demás mundos eran satélites imperfectos cuya vida dependía del idioma oficial. Sin embargo, este idioma era una suerte de castillo, que, por acción de los puentes levadizos de los demás idiomas, podía quedar protegido como también aislado de la vida. En otras palabras, cuando mis padres comentaban sus secretos hablaban el idioma periférico. Igual que mi abuelo el árabe, que, de tanto en tanto se refugiaba en el jeroglífico con sus paisanos condenando a la abuela María al silencio. El idioma entonces era puente y puerta, así como la periferia podía ser a la vez centro y viceversa, en un movimiento continuo de relaciones, atracciones y oposiciones. Pero eso se me iba a revelar mucho más tarde.
Porque ese universo de mi infancia permaneció encubierto durante años hasta el encuentro con el idioma alemán. Idioma que, como se sabe, nada tiene que ver con el árabe ni con el piamontés y tampoco con el castellano. En Alemania no sólo el idioma hablado era diferente. Hasta las interjecciones, el idioma gutural de la infancia, venía en otro envase. Así por ejemplo, los amigos alemanes decían "Ajjj" para expresar la belleza, cuando todo el mundo sabe que en castellano argentino "ajco" -asco- se "dice" con jota. Pero "asco", según el idioma del nuevo mundo, se expresaba con una interjección que suena más o menos así "iii-guet-iii-guet" algo que a mí no me decía nada. Y en cuestiones de vida o muerte, si yo decía "ay" para expresar mi dolor, el otro pensaba que se trataba de un juego porque el "ay" de ellos es "aua", y así hasta el infinito. ¿Qué hacer frente a tamaña diferencia? ¿Refugiarme en el exilio interior o dejar que me lavasen el cerebro? Como mi abuelo, el árabe, abrí mis puertas al nuevo sistema solar que se me ofrecía y me metí de lleno a aprender el idioma, a disfrutar de su sonido, a irritarme con sus incontinencias, a rebelarme con sus diferencias. El riesgo que ofrecía tamaña aventura no me era desconocido. En cualquier momento corría el peligro de ser tragada por el agujero negro teutón y adiós pampa mía. Pero también tenía la posibilidad de ganar un universo que se conjugara con el mío y que, en el espacio sideral, ambos pudiesen convergir y moverse con la distancia que permite la atracción, pero no la deglución. Juntos, pero no mezclados, como se dice en criollo. De esa relación contradictoria, tortuosa y por cierto alterada por no pocas desesperaciones y dolores, he ido ganando, poco a poco, profundidad en el universo de mi mundo de idiomas maternos, los hablados, los callados, los gestuales, y podría decir que, a la larga, el resultado no deja de ser satisfactorio, aunque, de vez en cuando, suele arrebatarme la tentación de refugiarme en el castillo y levantar los puentes. ¡Como si el aceptar el nuevo universo fuese cosa a estas alturas de mi voluntad!
Lo único inquietante de toda esta historia es que mientras gano en profundidad, mientras me sumerjo en el origen y el nombre de las cosas en mi idioma original, buscando la raíz y dejando de lado la espontaneidad y la presunta inocencia del idioma materno, me suele asaltar la nostalgia por la extensión, privilegio que conservan los que viven en el idioma. Quiero decir, que mientras estoy en el castillo alemán, el castellano se me manifiesta con la contundencia del nombre, con la fuerza de lo esencial, de lo originario/original, con la insistencia con que suelen expresarse las periferias. Y por cierto, la nostalgia de perderse en la infinita pampa del lenguaje colectivo, coloquial, vital, permanente, en el que nadan los que están allá, se hace especialmente patente, apenas me rozo con ese lenguaje, sea en el encuentro con el viajero recién llegado de aquellas tierras o en un viaje hacia allá, donde me alcanzan las nuevas palabras. Entonces, por un instante me baño en el mar del idioma vivo de esos días. Y gracias a la exaltación se refuerzan en mi alma los giros oídos en la niñez, las risas paternas, los chistes verdes en piamontés, las protestas y ordenanzas e inventos de palabras de esa familia que un día asumió el castellano-argentino. Pero que, a la vez, en un pacto secreto, en sus valijas deshechas, en sus bártulos desarmados, en la nostalgia de un universo que no se resignaba a perder, guardó sus vocales e interjecciones, sus ayes y sus peros, por si alguno de sus descendientes, estimulado por el dolor de la opción, las recuperase algún día. Entonces descubriría que no hay centro ni periferia que dure cien años, ni gramática y corazón que lo resista. Que hay una fuerza que persiste como la grama, que sigue creciendo bajo la tierra recién removida.
PÁGINA 9 – RESEÑA DE LIBROS
El resplandor de una escritura - “Poesía junta (1952-2005)”, de Rodolfo Alonso - Alforja, México, 2006, 168 páginas
Fue un honor presentar esta antología a los lectores mexicanos. Traductor, ensayista, crítico y, ante todo y sobre todo, poeta, Rodolfo Alonso ha publicado más de veinte libros de poesía. El título del primero, que recoge poemas escritos desde los 17 años, anuncia la obsesión central de esta voz única: salud o nada. “Yo quiero ser / de los que aman la vida / de los que son la vida / candente inimitable.” Desde hace más de medio siglo, esta voz cristalina celebra la existencia vertebrando su palabra como una espiral más abierta. La espiral, dijo sor Juana, es la verdadera representación de la belleza.
La belleza hace la música de estos poemas, repujados con un rigor formal, imaginativo y conceptual excepcionales. “Yo los invito / a pasear el amor entre los indiferentes”, invita Alonso. Su fulgor sin duda nace de un subsuelo de dolores y suciedades del mundo que él supo apisonar a golpes de hermosura. En una época cada vez más deshumana como la que nos toca padecer, llagada por ese genocidio más silencioso que el de los hornos crematorios pero no menos terrible que es el hambre, su poesía dispara contra los ministros de la muerte y espera el tiempo “en que la palabra amor no tenga necesidad de ser pronunciada”. Parafraseando a René Char, no permite que los caminos de la memoria sean cubiertos por la lepra de los monstruos.
Alonso, poeta verdadero, nombra lo que no tiene nombre todavía. Su poesía crece a la intemperie de lo que va a venir y está llena de hombres y de mujeres: le duelen “las cadenas / las manos de los otros”. Ve la palabra ajena y la alberga, la transforma, la calcina para devolverla limpia al otro. Interroga al misterio y encuentra los laberintos del enigma: “El bien y el mal te forman un solo meridiano.” Se piensa a sí misma y, para saberse, se ignora. Su invención ensancha la invención del horizonte.
Este libro, más que antología, alcanza para atisbar la grandeza de la poesía de Rodolfo Alonso y ser tocado por ella. Ojalá el lector pronto conozca su obra entera: entrará en otros territorios de la “Señora Vida” donde “el bello amor / se queda y vence”. El resplandor de su escritura, virtud de una sobriedad que es materia, ilumina los tiempos oscuros, “calienta / el corazón del mundo”.
Juan Gelman (Buenos Aires/Argentina)
PÁGINA 10 – POETAS OLVIDADOS: ADRIANA DÍAZ CROSTA – 1960/1995 – (Santo Tomé/Santa Fe/Argentina)
Te quiero.
Te quiero
desde la punta de mis dientes
hasta la saliva sublevada
cuentagotas de la bronca.
Te quiero pese a tus achaques
a la polio que te sobrevino.
Estás de vuelo corto y deforme
ceibo carbonizado
virgen trotacalles.
Te quiero tierra de nadie
terrón con sarro
corazón de violeta y grela
de malones bicicleteros
de laburantes cuajados.
Te quiero país de los disfraces
con mal aliento y estreñimiento
de frac cortando alambres.
Te quiero azul, celeste… blanca, patria
fuelle mudo, descascarado
garaba taconeando en un bache.
Te quiero con tus vacas flacas
tus duendes de contramano,
tus desmemoriados
y el esqueleto de tu bandera empiojado.
Me niego, me niego
a tus zapatos con caries
a tus círculos que también son cárceles.
Te quiero, paisana, gringa, gallega,
de pie y descalza y sangrante.
Te quiero cabecita negra, como nunca te quise antes
(aunque no sé si este amor alcanzará para salvarte)
Los puños de la paloma.
Una gota de cartón
una mano
mirando hacia arriba
un pico mordiendo
la intemperie
una sangre descuidada
pisada por la calle.
Detrás de un paisaje de plumas
nosotros
con una fe descobijada
y lunas desnudas
y vuelos de barro
nosotros
entre sudadas azucenas
y estetoscopios caídos
y puños masticando el aire.
Un racimo
desmigajado
un canto ardido
un hijo que se va
un matutino cerrado
un pensamiento debajo de la mesa
el parto de una flor
un sueño en remojo
por la boca
de la palangana
nosotros
una cólera de palomas.
Tengo
treinta un años
Desenvuelvo caramelos en tu piel
en tu balbuceante ternura sin chaleco
Me como la noche en tus ojos
Me como tus besos uno a uno
Subo cartílago a cartílago la escalera de tu sangre
y armo este último mes de cigüeñas mientras pienso que
tengo treinta y un años
la cama tibia doble mano
una bandada de amigos
y un país que espera
calzar pantalones largos.
Son las diez vertical
en la mañana sin rimel
cuando hombres
mecidos por corbatas
dejan que los sellos
pongan risas de goma
en los recibos de la luz
Un vendedor de café
una cola de jubilados
un agujero en el pulóver
una mujer agitando
las espaldas del pantalón
un bebé allá
en el útero
un cajero gritando cheque número
unas ganas de llorar
Y yo
en medio de tanto impuesto
me pongo a escribir este poema
que venció ayer.
No hay con qué darle.
Ni con locas maniobras de clausura
Ni desligando sus Trompas de Falopio
para que esos esqueletos
(bajo las uñas)
Apunten en otras direcciones.
No hay con qué darle.
Ni con el Guernica
de amuleto en las paredes
Ni con ascensores
desnucados en mi almohada
Ni soñando
un frenesí de alas.
No hay con qué darle
a la muy maldita.
Anda desvariando
sobre mi vida
Siempre boqueando
con sus ojos
en el nudo de mis manos.
No hay con qué darle.
Y sin embargo
hilvano un poema en cada puño
como un samurai
afilo el bosque de mi espada.
Me invento un sol
adentro de la taza
Y le ofrezco batalla.
PÁGINA 11 – Artículo ensayístico
El mal de ojo, una creencia universal
Por Luisa Futoransky (Buenos Aires/Argentina-Francia)
“El mal de ojo” es una expresión negativa muy extendida en todo el mundo. Consiste principalmente en una influencia nefasta ejercida por hombres, cosas, animales o situaciones especiales sobre otros hombres de manera intencional o incluso involuntaria.
Fundamento de la creencia es el poder atribuido a los ojos como núcleo del cual pueden emanar flujos de mal augurio, que a través de la mirada “arrojan mala onda”. En italiano arrojar es “gettare” de ahí todos los derivados castellanizados de “jettatore”, “yeta” y afines. Es lo que en euskera llaman beguizco.
El poder operante de los “yetatores” es tan fuerte que pueden actuar mediante una apariencia de características múltiples que incluye a las personas enlutadas, las que usan habitualmente anteojos negros que impiden verles los ojos, las de aspecto esquelético y rostro melancólico; las que hablan con voz ronca, baja y monocorde. Su conversación suele estar llena de quejas y cuentan desgracias. El tema recurrente son las enfermedades, sobre todo propias.
Stendhal y Alejandro Dumas padre estuvieron literalmente fascinados por el ascendiente que estos “yetatores” ejercían en el pueblo y el primero lo señaló en su libro de viajes Rome, Nápoles et Florence, de 1817 y el segundo en Le corricolo de 1843, donde Dumas dedica varios capítulos -escritos, dicen, por uno de sus eruditos asistentes napolitanos-, a un reconocido portador de mala fortuna al que atribuyó todo tipo de terribles desgracias; desde la muerte de su madre en el parto, el incendio del teatro al cual asiste a la inauguración, hasta la inopinada pérdida de una batalla cuando agitó la bandera de la victoria.
En mi adolescencia uno de los personajes más populares de la tira de la revista humorística Rico Tipo se llamaba Fúlmine y su creador, fue el dibujante Divito. A su cercanía se atribuía la producción de todo tipo de males, y como todo poderoso “yetatore” podía ocasionarlos a distancia. A sus características de pájaro de mal agüero de manual, se sumaba un accesorio que acentuaba su nefasta disposición: no lo abandonaba jamás en sus correrías el prominente paraguas negro de rigor. Decir que alguien tiene calidad de “yeta” es muy argentino. Nada como una reputación bien cimentada de “fúlmine” para aniquilar el renombre ajeno. El rumor anónimo forma parte de la política de tirar la piedra y esconder la mano que nos gusta tanto. Incluso un profesor de derecho político nos ejemplificaba este tipo de acción repitiéndonos, como si de alguna manera fuera una hazaña, que el periódico Crónica, el de mayor venta en Argentina de los años 30 a 50, del siglo pasado hacía caer a ministros y autoridades a voluntad titulando a toda página la palabra de oprobio y de temor.
Ese tipo de maledicencia entre nosotros es moneda corriente. Así, ya mencioné que hemos decidido que sólo nombrar a un ex presidente argentino atrae las furias y provoca una cadena de sinsabores irreparables. Y el rumor continuó prosperando; “fue de vacaciones a un barco y al aguerrido capitán le arrancaron un brazo, mandó a zutano en misión y tuvo un accidente mortal”. La serie de penurias fatales fue tan interminable que le cambiamos el nombre para conjurar con mayor eficacia su fatídica omnipotencia. Aunque el artificio, como se sabe, no alivió los males que todavía aquejan nuestra desdichada Nación.
El mal de ojo originariamente estaba ligado al poder mágico atribuido a la mirada envidiosa de los bienes ajenos. Ello está anclado con firmeza a través de los siglos en la convicción de que los deseos proyectados con intensidad fuera de sí determinan un cambio concreto en el orden de las cosas.
No sin razón los antiguos lo confundieron con la envidia y tanto es así que el verdadero mandamiento bíblico no era en forma suscinta “no desear la mujer del prójimo” sino que, como figura en el capítulo 20 del Éxodo, prescribía: “no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto sea de tu prójimo”.
Eso, no envidiar no tanto por salud moral sino por la preocupación mágica del poder residente en la mirada de los otros. En un viaje a Siria el orientalista Clement Huart recogió el proverbio: “El mal de ojo vacía las casas y llena los cementerios”.
En la Edad Media, cuándo no, los “extranjeros” eran los principales culpables de arrojar este fatal hechizo, provocando enfermedades dolorosas, hasta mortales. También se creía que lo causaban las mujeres barbudas, las que tenían ojos de diferentes colores, los tuertos y bizcos, las viejas a quienes la viudez volvió malévolas. Además de las personas el mal de ojo puede atacar al ganado y las cosechas y todos los bienes susceptibles de ser envidiados por quienes no los poseen. O poseyéndolos no admiten que otros los alcancen.
¿Quiénes son los sujetos que atraen con mayor facilidad el mal de ojo?
Lógicamente los más débiles, en particular los niños y las jóvenes que no pueden ocultar su felicidad en especial durante los primeros meses de su matrimonio.
En mi trabajo periodístico suelo toparme cada tanto con escándalos donde los titulares de primera página se los lleva la brujería africana. Macabros, escabrosos, noté que por lo general los estallidos suelen coincidir con las graves crisis que atraviesan determinados países del continente. En zonas donde poderes recientemente instalados o en pugna intercomunitaria se enfrentan en forma sangrienta como en Congo, Zambia, Benín o Sierra Leona, cada tanto reaparece una ola de “reductoras de penes”. La costumbre quiere que algunas “brujas” estén dotadas de ese poder; sólo con echar mal de ojo al hombre, reducen su miembro e incluso, las más poderosas lo hacen desaparecer. Ese rumor conduce periódicamente a trágicas ordalías que ni los comunicados oficiales, ni la policía local logra desmontar.
El último grupo de crímenes en serie de este tipo del que tengo conocimiento ocurrió a fines de 2001 en Cotonou. En Benín, como en otras regiones de África, se cree que basta con el apretón de manos de la bruja, su mirada o un hechizo para que el mal sea perpetrado. Para encender la histeria colectiva basta con que quien se considere atacado grite en público “¡mi pene desapareció!”, entonces los reunidos alrededor del “damnificado” atrapan a la “bruja”, la desnudan, rocían con kerosén o cualquier otro líquido inflamable y la pobre se ve convertida en antorcha humana. Otra práctica desgraciadamente común es la del “collar” que consiste en colocar a la ladrona de penes una goma de auto alrededor del cuerpo, incendiarla y el lento fin de las desgraciadas es fácil de imaginar. El tema suele saldarse también con trágicos linchamientos, incendio de los hogares de las desdichadas con ellas dentro u otro tipo de venganzas y homicidios.
Entre los talismanes aconsejados para contrarrestar el mal de ojo, digamos de parámetros “normales”, está el “tocar hierro” lo antes posible, hacer los cuernos, preferiblemente ocultando la mano tras de sí para desarmar al envidioso. También es bueno, dicen, plantar una higuera a la entrada de la casa, pero dudo que este consejo inmobiliario no esté sino al alcance de un número reducido de mis lectores.
En la Península Ibérica se teme la magia negra que dicen que practican los gitanos bajo la forma de mal de ojo. En España son reputados los orfebres sevillanos que fabrican pequeños cuernos en astas de ciervos para colgar del cuello de los bebés. En Portugal los collares contra el mal de ojo son más complicados e incluyen por lo general “cuentas de plata perforadas, un anillo, una medialuna, un diente. Un cuerno, una mano que hace la figa”. Como para estar bien escudado.
Mi abuela tenía reputación en el vecindario de ser una de las que mejor curaba a los “aojados”. Recuerdo cómo reconocía el mal. Sentaba a la persona a la mesa frente a un plato sopero limpio con agua. Derramaba en él un par de gotas de aceite y según la forma en que se expandían diagnosticaba la gravedad de su alcance. Su remedio consistía en musitar un par de oraciones, entregar una bolsita por ella cosida en la que dentro había un diente de ajo y algo de alcanfor para colocar en el cuello del enfermito o bajo su almohada y santo remedio. A veces le retribuían los servicios con algunos huevos caseros, en el mejor de los casos con una gallina que una vez desprovista de su plumaje terminaba en la profunda olla del puchero. El tierno curanderismo de mi abuela nutrió en forma suculenta los recuerdos y la escasez familiar de mi infancia y su generosidad, el apetito de toda la parentela.
Pero hace muchas décadas que mi abuela no me acompaña para defenderme, al menos eso creo, en el mundo de las realidades literales. Entonces tengo que acudir y transmitir los remedios más tradicionales para contrarrestar el temido mal de ojo. Son benévolos, los objetos brillantes considerados por el que los porta como amuletos, el incienso, las cintas rojas, los cuernitos de coral, la mano de Fátima, la herradura y la pata de conejo.
Los ojos color del tiempo: de ojos verdes a ojos brujos
Yendo de lo particular a lo general, es natural que nos deslicemos hacia el poderoso símbolo que representa el sentido de la vista.
Dentro del cuerpo y prácticamente en todo el mundo, los ojos, “espejo del alma”, han originado el mayor número de elaboraciones místico-filosóficas, supersticiones y creencias.
Así, poseeríamos tres tipos de ojos, el físico, receptor de la luz, el frontal o tercer ojo de la iluminación y el del corazón, que sintetiza uno y otro a través de la luz espiritual.
Cada ojo suele representar al sol y la luna y el tercer ojo sería la aspiración tras la dualidad, de la unicidad.
Así lo proclaman de los esquimales a los hindúes. Shintoismo, taoísmo e islamismo también. Angelus Silesius, el célebre poeta y místico alemán del siglo XVII lo resumió: “El alma tiene dos ojos, uno contempla el tiempo, el otro la eternidad”.
El ojo único sin pestañas ni cejas es símbolo del conocimiento divino, inscrito en un triángulo es insignia masónica y cristiana. Efigie entre las más sagradas de Egipto, el ojo está presente en casi todos los testimonios que hemos recibido de la época de los faraones y omnipresente en su escritura jeroglífica. En Egipto, los ojos fueron considerados fuente de los fluidos mágicos y purificadores por excelencia. Alrededor del ojo del halcón Horus se desarrolla toda una simbólica de la fecundidad universal. Atributo de su naturaleza ígnea y solar, Ra estaba dotado de un ojo ardiente representado por una cobra erguida.
Los ojos en los sarcófagos estaban destinados a permitir al muerto contemplar sin desplazarse el espectáculo del mundo exterior.
Las peculiaridades de los ojos, como forma, color o incluso sus malformaciones han dado lugar a todo tipo de augurios.
Que no se te olvide mencionar la canción que me cantaba mi abuelita, dijo Lucía, mi amiga gallega: Ollos verdes son traidores, azules son mentireiros, os negros e acastañados son firmes e verdadeiros. Como ven, al menos de eso no me olvido.
Ya que estamos, el método para hacer vaticinios por las características oculares se llama oculomancia.
Un slow de la época de Nat King Cole comenzaba por “aquellos ojos verdes, de mirada serena”. Un tango les adjudicaba calidades perturbadoras “por aquellos ojos brujos yo hubiera dado siempre más”. En materia de canciones y supersticiones priman la relatividad, la disparidad y la conveniencia.
Picazón en los ojos.
Teócrito, en los Idilios, se pregunta: "Siento ahora un picor en mi ojo derecho, ¿veré a mi amor?”. Afirmativo el presagio. También se dice que sentir picor en el ojo derecho es señal de buena suerte o de alegría. En el izquierdo lo es de pena y mala suerte.
El palpitar involuntario del ojo izquierdo está relacionado con el padre y el del derecho con la madre.
Un detalle de antropología cultural: Entre las tribus caníbales de Nueva Zelanda existía la creencia de que el alma residía en el ojo izquierdo. Nada más natural que los guerreros fueran el primero que les comían a los vencidos. Con el derecho arremetían luego, por gusto.
Los colores, los defectos.
Tradiciones muy antiguas que el correr de los siglos no han cancelado otorgan a las personas con características especiales en los ojos poderes especiales, por lo general no venturosos.
San Juan Crisóstomo en sus Instrucciones bautismales advierte a quienes al salir de su casa se encuentren con un tuerto se sirvan interpretarlo como un presagio. “Es la señal del Diablo", asegura.
La mala suerte atribuida a los bizcos es debida a que se supone que pueden ver a través de las personas y conocer sus verdaderos pensamientos. Para contrarrestarla cuando se encuentra a un bizco hay que escupir tres veces. También se rompe el hechizo hablándoles o escupiendo sobre el hombro izquierdo.
Se cree asimismo que no es bueno toparse con una persona que tenga el blanco del ojo muy grande.
En los países donde los ojos claros son excepción se considera que quien los posee tiene poderes sobrenaturales, en general maléficos, como en China y los países árabes. En Turquía hay que encontrar a tres personas seguidas con ojos azules para que traiga suerte.
En Europa, más bien los hechiceros son de ojos muy oscuros.
En Francia existen fórmulas rimadas para cada tonalidad de los ojos. Los azules ven los cielos, los verdes el infierno, los grises el paraíso, los negros el purgatorio.
También el tamaño es objeto de augurios: ojos grandes audacia, orgullo generosidad, gran memoria y temperamento colérico, tendencia a la mentira.
Pequeños, naturaleza débil, temerosa y crédula. Ojos hundidos, desconfiados, celosos y pérfidos, inclinados a los excesos sexuales.
Los ojos saltones predicen inconstancia y generosidad.
Los locos se reconocen por sus ojos desorbitados.
Como en tantas materias, aquí también la bonhomía está en el centro. Los fisonomistas dan la mayor confianza a los ojos de talla mediana y de color normalmente oscuro porque indican espíritu pacífico, honestidad y sentido común.
Los pequeños ojos negros, vivaces bajo cejas espesas señalan a los intrigantes, pleiteros, perspicaces, más inclinados a la avaricia que al derroche.
Hay que desconfiar de quienes no miren abiertamente a los ojos ni sostengan la mirada. Tampoco hay que fiarse de a quienes les palpitan los ojos con frecuencia.
Los ojos que lagrimean y están enrojecidos denotan irascibilidad, crueldad, desdeño e hipocresía.
El blanco de los ojos amarillento es signo de violencia, deslealtad y egoísmo.
Uno de los primeros poemas que aprendíamos en las clases de literatura del secundario era de Gutierre de Cetina y decía los tormentos que causaban al enamorado aquellos “ojos claros, serenos” que castigaban al poeta con “tormentos rabiosos”. El poeta sin embargo no cesaba de invocarlos y les imploraba: “ya que así me miráis, miradme al menos”.
Costumbres variopintas.
En la región francesa de Auvergne se cree que los bebés que nacen con los ojos abiertos serán “hombres muy notables”.
Antiguamente las comadronas tenían por costumbre lavar los ojos de los recién nacidos con agua en la que se había puesto en remojo, después de secarla al sol, la placenta materna.
La costumbre de cerrar los ojos de los muertos procede de la creencia de que si a un difunto éstos le quedan abiertos, pronto le seguirá un familiar o conocido.
Sin olvidar que un orzuelo se cura frotando una alianza de oro y colocándola en la zona inflamada.
Soñar con ojos también tiene diversos significados: si son bellos simbolizan alegría; enfermos, arrepentimiento. Si son saltones, desgracia; cerrados, desconfianza. Si la mirada está ausente, problemas para un hijo.
El Marqués de Villena nos legó dos recetas contra el mal de ojo. Una es efectuar el gesto de la figa, cerrando el puño y sacando el dedo pulgar entre el índice y el corazón. Para el Marqués, hay que pronunciar al mismo tiempo la fórmula: taf tafio anaquendavit. Su segunda receta es escribir con azafrán, alcanfor y lágrimas del enfermo la palabra ABAYA en una escudilla de madera. Echarle agua de rosas encima y dársela a beber a la víctima del mal de ojo.
En mis recetas nunca encontrarán lágrimas, de utilizar emplearía las de alegría, que son tan raras, auténticas joyas.
Un té de rosa o jazmín, una plegaria sincera, un ponerse entre paréntesis ante el fárrago de acosos cotidianos y la compañía de alguien de buena onda, generoso, sin barreras de colores en los ojos ni las pieles es el mejor de los antídotos contra los ojos de las fieras y las sierpes más venenosas. Doy fe.
Ojos claros, serenos…
Muy refinado poeta y gran humanista el sevillano Gutierre de Cetina (1520-1557), tuvo una vida harto breve y de lo más aventurera. De muy joven acompañó al Emperador Carlos I en algunos viajes por España, Alemania e Italia. Debido a las intrigas cortesanas, dejó todo para volver a Sevilla, su tierra natal. A poco e invitado por su tío, Gonzalo López, plenipotenciario en las Indias, lo acompañó a Nueva España.
En la ciudad de Puebla, por razones de celos, su rival en el amor de doña Leonor de Osuna, lo mató frente a la casa de la joven.
Gutierre de Cetina dejó a los escolares de lengua española uno de los primeros poemas que de generación en generación nos hacen aprender de memoria. Tiene como protagonista el amor y la mirada.
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
PÁGINA 12 – POETAS LATINOAMERICANOS
El vagabundo
Siempre quise tener un sombrero de flores
diez conejos
bailar sobre una cuerda
y un buen sueño:
payaso y bailarina son una buena mezcla.
Sin embargo
qué amargura no tengo ni un conejo
pero hago girar al mundo
engendro hijos equilibristas magos.
Soy padre de los descalzos de los locos
de los que tienen hambre y ni un zapato.
Me persiguen los osos y yo persigo al tigre
si no irrumpe la muerte.
Ando de mundo en mundo
buscando un sombrero de flores
diez conejos
y arrastrando constante el mismo sueño:
payaso y bailarina son una buena mezcla.
Carmen Hernández Peña (Cuba)
Caín
Mi quinto nombre es Caín
Soy la reencarnación del polvo
El hermano mayor de los caballos marinos
El barro que echó raíces
Hasta volverse un hombre
Un río de poemas y arboladuras.
Soy agricultor
Cultivo pájaros y frutas
He vivido la mayor parte del destierro en Nod
Al oriente del Edén
En donde el árbol prohibido
Se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.
Soy Caín
Hermano de Abel
Hermano de las hojas secas,
Del viento, de los pinos de Alepo,
De Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.
Gracias a la quijada de un burro
Conozco la voz de las orillas,
El crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos
El silbido orquestal de las esferas,
Las regiones desérticas del cosmos,
El palpitar angustiado del Mar Muerto.
Soy hijo de una multiplicación de huesos,
De Adamá, de la luz,
del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.
Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,
La belleza de la divina providencia
En donde yo,
Labrador de las palabras,
Soy la parte onírica de las cosas.
Mi quinto nombre es Caín
Soy un barco de polvo
Uno de los primeros nómadas verdes;
De mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec
Y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.
No creo en los señalamientos, en las culpas,
Tampoco en el azar
Las cosas están escritas, prefijadas,
Soy agricultor
Y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas
Hoy,
Después de tanto tiempo,
Vengo a ofrendarle mis poemas.
Winston Morales Chavarro (Colombia)
Cinismo
¿Remordimientos yo?
Qué va.
Si para dormir exhausta
cuento mis pecados cotidianos
en vez de borreguitos negros.
Con el roce de tus labios,
con mis ganas de vivir me atraganto,
con las escamas de tu lengua,
entre mis recuerdos y tu olvido,
entre tus muslos y los míos,
entre mi edad madura
y tus ojos de niño
voy al sueño
Lina Zerón (México)
Intemperie
No sé, qué otra noche ni qué ocho cuartos
Sólo la vi por la ventana, pasó ilesa y oscura
Era oscura entre los dientes afilados
Moribunda como la mata inerte
atravesada en el peor charco descubierto
No sé, este es el mundo al que vine
Y este es el mundo que dejo
Todo es una mierda de punta
A. Morales Cruz (Panamá)
La comprensión
Si voy corriendo el viento va a salir de detrás de la cortina
sobre los balaústres su visillo va a elevarse para dejarlo pasar, para dártelo, y caer otra vez retrocediendo como una lengua que debajo está llena de rocas y de océano.
Entra.
La mañana invade la pieza del hotel
el número 1238
la rectitud de su antigüedad y de mi espalda
la blancura y dos gotas chorreando en la sien
la invade la extensión que ocupa mi servilleta.
Entre la servilleta y la arena veo extraño los azahares de un té, al revés mi aliento mentolado, veo el vacío que llena las huellas, fluctuante el diseño de la brisa, de sol la cuchillería.
Si voy corriendo cada huella es comprender, cada pie golpeando la arena.
La arena tras los visillos se cuela completo el canto
la mañana de pájaros invade la pieza del hotel
la invade mi nueva fragancia enredada entre las mismas hierbas yace en mi plato la mujer
todo perfectamente unido
mapas multidimensionales
o más bien son diminutos cúmulos de luz correteando espermáticos,
me chocan
sin chocar los inhalo
Carla Vidal (Chile)
PÁGINA 13 - Narrativa
La casa de los infelices
Por Irma Verolín (Buenos Aires-Argentina)
En casa eran todos tan infelices que yo me sentía sin el más mínimo derecho a estar contenta. Si me acordaba de algún chiste o de las canciones que nos habían enseñado en el colegio, no tenía otro remedio que subir a la terraza para reírme o cantar bajito. De lo contrario las caras largas iban a considerarlo una ofensa.
A simple vista mi familia se parecía a la del resto de la gente. Pero en el fondo eso no era cierto. Mi abuela iba de aquí para allá y de allá para aquí, de una punta a otra de la casa, arrastrando su escoba. Ella decía que estaba barriendo. Según mi modesto entendimiento eso no era barrer sino arrastrar la escoba. Aunque mejor sería decir que mi abuela era arrastrada por una escoba mientras protestaba y despotricaba a más no poder diciendo que barría, repitiendo hasta el cansancio que una casa con semejantes anchuras como la nuestra y con tanto patio, le quitaba las fuerzas y las ganas de vivir a cualquiera. Sé que mi abuela nunca tuvo ganas de vivir ni antes ni después de venir a casa. Y nadie puede contradecirme.
Años atrás mi abuela había llegado con su escoba. Fue al día siguiente de la muerte de mamá, justo tres meses antes de que muriera papá. Entró con la escoba al hombro y empezó a barrer a diestra y siniestra; desde entonces no ha dejado de hacerlo. El problema principal de mi abuela siempre fue el de sufrir de baja presión, por ese motivo sus tareas tenían un aire desganado que, la verdad sea dicha, daban lástima.
-A Dios gracias que estoy yo para limpiar este desquicio- decía mi abuela a cada rato.
Y dale que dale, la pobre escoba la arrastraba por los patios con sus baldosas blancas y negras, por las piezas con maderas carcomidas sin lustrar del primer piso, por la terraza, los húmedos baños y esa cocina roñosa que juntaba grasa en los rincones, en las hendiduras de los azulejos y en los lugares más insospechados. Mi abuelo, por supuesto, no barría. Él se ocupaba de limpiar los retratos y de ponerle flores frescas a los jarrones alegóricos. Y lo hacía llorando a moco tendido. Causaba tristeza ver a un hombre grandote y ya bastante viejo llorando a mares; sin embargo no había nada que hacerle porque los retratos eran de gente muerta. Muerta y todo hacía mucho o poco tiempo, la gente en los retratos sonreía. A mí, a veces, se me daba por pensar que aquellas sonrisas de los retratos podían haberle inspirado a mi abuelo, aunque más no fuera, una pizca de felicidad. Pero no. Mi abuelo no miraba las imágenes sino que en él prevalecía la idea: él sabía que se trataba de gente muerta. Y listo. Mi abuelo era una de esas personas que al mirar las cosas que lo rodeaban no se dejaba distraer así nomás. Él pensaba, siempre pensaba y nunca pensaba bien. Mi abuelo veía primero la idea y después la cosa. Si miraba un perro pensaba: "Me puede morder". Así que no veía al perro sino a la mordedura. Si veía una planta, se le cruzaba la desdichada ocurrencia de que iba a secarse algún día. De manera que en vez de la planta veía cualquier desastre. En fin, mi abuelo era un idealista.
Además de mis abuelos, en casa vivía una tía. Mi tía había perdido tantos amores en su larga existencia que se consideraba en la obligación de mostrar al mundo sin desparpajo su cara de escupida. Andaba por ahí con sus vestidos chingueados augurando males e infortunios. A la hora de comer se juntaban todos con esas caras largas que tenían y masticaban y masticaban, absortos en su amargura, sin decir esta boca es mía. Un espectáculo desolador. Hasta los perros que nos habían tocado en suerte completaban el cuadro de desolación a las mil maravillas. El primero fue uno de esos que tienen flequillo largo. Nunca le pude ver los ojos. Era rengo y ladraba bajito. El segundo sufría de depresión aguda, ni siquiera ladraba.
Mi naturaleza, por el contrario, era muy distinta a la de mi familia. A mí cualquier cosa me causaba gracia. Desentonaba de lo lindo en medio de tía, abuelos y perro. Cuando estaba contenta me las arreglaba para escabullirme a la terraza. Creo que con el tiempo empecé a sentir que la terraza era algo parecido al Cielo y la casa propiamente dicha, donde mi abuela barría, mi abuelo mejoraba floreros y mi tía iba sembrando el pánico con su cara de escupida, era ni más ni menos que el Infierno. Durante la mayor parte del día yo estaba en la terraza: iba a leer, a cantar, a contarme chistes, a no hacer nada. Una verdadera fiesta.
Sucedió -porque tarde o temprano siempre sucede algo, aún en casas como la nuestra- que por encima de la pared medianera del vecino empezó a asomarse un loro. Era obviamente verde y enemigo acérrimo de nuestro pobre segundo perro. El loro -hay que reconocerlo- se asomaba con soberbia y provocación. Nuestro perro, que era prácticamente mudo, al verlo aparecer tan radiante, gemía para sus adentros con infinito dolor. Condolida por aquel espectáculo, a mi tía se le dio por llorar. Mi abuelo, que no necesitaba en estos casos ninguna clase de estímulos, lloró más fuerte que nunca. Y mi abuela lo amenazó con la escoba. En cambio a mí, aquel loro me dio una risa bárbara. Hasta aquí podríamos decir que los hechos se presentaron con bastante normalidad si lo comparábamos con el paisaje doméstico al que estábamos acostumbrados. Pero el loro resultó ser más arriesgado de lo que cualquiera podía suponer. Entonces, sin que ninguno hubiese sido capaz de sospecharlo, el loro se suicidó. Así de simple: se dejó caer con cierto impulso. Fue espantoso. Lo vimos descender desde lo alto hasta estamparse contra el piso. Allí quedó el pobre bicho hecho una cataplasma sobre el salpiqué gris de las baldosas. Perplejos frente a semejante hecho, hicimos un silencio unánime y profundo. Después nos echamos miradas sugestivas con la boca un poco abierta. Tía estaba ya acercando una de sus manos a su cara, mi abuelo buscaba un pañuelo en el bolsillo del pantalón, mi abuela estaba a punto de dejar caer el mango de la escoba cuando, de repente y sin el menor anticipo, el loro resucitó. Lo vimos ponerse de pie y salir caminando como Panchito por su casa. En realidad no se había muerto. Mejor para él, pobre bicho. Digamos que se había desmayado logrando casi una destreza, una demostración circense, una proeza sin precedentes. La actitud del loro despertó furias y ataques de ira en todos menos en mí: me agarró una risa tremenda. Una risa inexplicable para mi familia que, según su opinión, yo debía ahogar en la terraza. Y a la terraza subí, aunque no para ahogar nada sino para dar rienda suelta a mi tentación de risa. Estuve horas y horas a las carcajadas limpias. Me acuerdo de que se hizo prácticamente de noche y que, al asomarme a la calle, descubrí que en el baldío de enfrente estaban levantando un edificio de departamentos. Un hecho verdaderamente importante en nuestro barrio, sencillote y chato a más no poder. ¡El primer edificio en la historia del barrio justo enfrente de mi casa!
Al día siguiente del suicidio y la resurrección del loro, los miembros más representativos de mi familia fueron a hablar con la vecina para advertirle que no estaban dispuestos a soportar nuevamente aquel espectáculo. Hacia allí partieron endomingados mi abuelo, mi abuela y mi tía. El perro y yo nos quedamos en casa. Cuando mi tía y mis abuelos volvieron tenían el mismo aire soberbio que tuvo el loro un momento antes de lanzarse desde las alturas.
Aquel mediodía las caras largas almorzaron intercambiándose guiños y codazos imperceptibles. Pocos días después el loro se volvió a asomar y, para mi regocijo y frente a la concurrencia de la familia entera, hizo lo mismo que la primera vez. La alarma cundió de una punta a otra de la casa. Yo me deshice entre carcajadas en la terraza, desde donde podía verse el armazón de maderas del futuro edificio. Hubo nuevas quejas ante la vecina que resultaron tan ineficaces como la primera. Así que pasando el tiempo. A aquel loro le debo los mejores momentos de mi vida y mi abuelo una úlcera y mi abuela sus ataques al hígado. Y mi tía una cantidad mayor de arrugas en su cara de escupida.
De entre el montón de hechos rutilantes que la presencia del loro provocó, algunos son dignos de mencionarse: una vez una visita, al ver al loro de repente, de puro susto nomás, dio un grito y quedó afónica tres meses. Otra vez mi abuela se enfureció. Apenas vio al loro trató de pegarle con la escoba, pero no hubo caso. La distancia era mayor que el largo de la madera percudida. Mi abuela, a pesar de comprobar lo inútil de su esfuerzo, siguió intentándolo. Después no fue necesario porque el loro se murió y después, resucitado, ya era al divino botón. La cuestión es que mi abuela se quedó con las ganas de hacerlo morir de nuevo. Afortunadamente las apariciones del loro con sus posteriores muertes y resurrecciones mantuvieron bastante regularidad. En otros momentos, al verme montones de días alzando los brazos y doblándolos sobre mi vientre para lanzar carcajadas, los albañiles que construían el edificio de enfrente se rieron de mí.
Como era de esperarse, nada habían podido hacer mi abuela ni mi abuelo ni mi desdichada tía contra aquel loro. En más de una ocasión se me dio por pensar que aquel loro se burlaba de la muerte y eso le causaba a mi familia mucha contrariedad. Para ellos la muerte era un evento demasiado serio. No para mí. En otras oportunidades pensé que el loro padecía cierto trastorno que podía catalogarse como un complejo de Jesucristo, lo que no dejaba de ser absolutamente insultante para nuestro enquistado catolicismo. Llegó un momento en que el loro hizo crecer la infelicidad de todos y multiplicó mis escapadas a la terraza, donde pude crear por un espacio auténticamente celestial.
El edificio de enfrente fue terminado sin alharaca; cubrieron su fachada con mármoles color arena y bebieron sidra en el hall de entrada. Limpiaron los vidrios y después aparecieron cortinas de distintos colores con sus frunces, sus volados y sus firuletes. Justo en la ventana que estaba a la altura de nuestra terraza, vino a vivir una familia con una muchacha que tendría más o menos mi edad. Sólo que ella era rubia y a cada rato su cara de escupida bastante parecida a la de mi tía, se asomaba en la ventana
Desde el primer día la muchacha se puso a espiarme. Claro que ella lo único que conocía de mí era mis carcajadas limpias y el movimiento continuo con que abrazaba mi vientre. Creo que, a juzgar por su cara, no le debía imaginar que la causa de mis tentaciones de risa era un simple loro. Un loro chamuscado con las alas cortadas y el pico averiado de tanto darse contra el suelo. Es preciso agregar que el loro, luego de resucitar, se iba por el fondo y volvía a su casa atravesando una pared más bajita que había y que, lógicamente, mi familia estaba enojada con los vecinos.
La terraza era un rectángulo imperfecto, sin una sola maceta, con paredes despintadas, baldosas color ladrillo y junturas grises. De esta manera podía describirla cualquier persona y sin duda, también, la muchacha del edificio; aunque yo, secretamente, sabía que la terraza se desbocaba hacia el cielo, porque era el sitio desde donde se le volaban los sesos a la casa.
Una tarde, casi al principio de la noche, después de reírme hasta no dar más, me confesé que si no hubiera sido por el loro me hubiera ido directamente a vivir a la terraza. De pronto, en la ventana del edificio de enfrente, se asomó la muchacha con cara de escupida y ahí se quedó, redonda y chata, del otro lado del vidrio. Inmóvil y con los ojos muy abiertos, contemplé su cara, largo y tendido, hasta muy entrada la noche. Poco a poco las otras ventanas del edificio se fueron oscureciendo. Dejé de oír el ruido de la escoba de mi abuela, que allá abajo desgastaba los mosaicos y me pareció que ascendía un olor a flores viejas, descompuestas, desde los jarrones llenos de agua de color verdoso. Creí también que las chancletas de mi tía iban haciendo un ruido después de otro sobre el pórtland de la escalera. Pero me equivoqué. La terraza estaba tranquila cuando, demasiado rápido, las dos hojas de la ventana de enfrente se abrieron. Por un instante la cara de la muchacha flotó en el aire y su cuerpo dio una vuelta carnero extremadamente veloz, pero muy suave, también en el aire. Y después quedó sólo el aire hasta que se escucharon las sirenas de la policía y un poderoso murmullo de fondo y pasos y gritos.
La noche siguió avanzando. Yo no bajé a dormir; me senté en el centro de la terraza, tensa, con los ojos agrandados, muy seria, como esperando el segundo acto. Cuando la noche le abrió paso al otro día, me animé por fin a pensar que en este caso ya no habría resurrección. Titubeando me acerqué a la baranda de la terraza. Tendido sobre los adoquines estaba el cuerpo de la muchacha. Su cara no se veía, una sombra o la melena la tapaba.
Por un momento llegué a creer que aquel loro había terminado por demostrar que la vida y la muerte describían un círculo sin principio ni fin. Con esta creencia, después de aquella noche, desaparecieron muchas otras. En lo demás no hubo grandes cambios, salvo que mi familia miró al loro con menos furia y más esperanza. Mi tía, con una sonrisita sarcástica, solía comentar:
-No hay nada seguro en estos tiempos.
Mientras tanto la escoba siguió arrastrando a mi abuela de aquí para allá, de allá para aquí. Mi abuelo, al verme subir la escalera hacia la terraza, me miraba de costado, con bastante compasión, como quien espía a alguien que va en busca de su premio consuelo.
Lo cierto es que yo seguía yendo a la terraza a esperar que algo sucediera en aquella habitación. Esperé mucho tiempo hasta que por fin se encendió la luz. Una mano se asomó y colgó una jaula con un canario amarillo. Me quedé mucho tiempo con el cuello largo, ansiosa de que el canario revoloteara. Pero permaneció quieto. Sin embargo en seguida empezó a cantar. Me acerqué un poco más. El canario cantaba siempre el mismo sonido con una perfección que espantaba. Y volvía a empezar otra vez. Y otra vez. Y otra vez más. Me acerqué cuanto pude: Vi que tenía las plumas brillantes, de nylon, y el ojito inmóvil de piedra azul y las patitas de alambre. Cantó incesantemente una y otra vez la misma melodía, sin equivocarse y sin cansarse, como si estuviera vivo.
PÁGINA 14 – Narrativa
BLAV (Azulada)
Por Patricia Suárez (Rosario/Santa Fe/Argentina)
El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
Fernando Pessoa
Rosa le avisó que el Viejo había muerto; cuando lo encontraron estaba tirado de bruces junto al hornillo, se había roto la crisma quién sabe cuánto tiempo atrás, explicó, una semana o quince días tal vez, ahora había un médico forense encargado de averiguar eso, más por amor a la ciencia que por el Viejo; a ella la habían llamado del pueblo e inmediatamente el bebé de ocho meses en su barriga se revolvió y dio una vuelta completa y ella tuvo que apoyarse contra la pared para oír la noticia por entero y no caerse de espaldas. La casa estaba sellada, le dijeron, nadie había tocado nada del interior, y Rosa se había comprometido a telefonear a sus hermanos, a ella (Llúcia), y al Oso (llamó a Eladi "el Oso" como cuando eran niñas); pero eran ellas dos, la conminó, las mujeres, las que debían marchar a la casa inmediatamente, e inmediatamente significaba, sobre todo, antes de enterar a Eladi (dado que era de una mezquindad proverbial y nada repartiría con ellas), y rebuscar la hucha o la bolsa adonde el Viejo venía metiendo los ahorros más o menos desde que enviudó o bien desde que el mundo era mundo, las pesetas o el oro debían estar entre los enseres y en lo que pudiera haber de hueco en las paredes, porque el Viejo era muy capaz de haberlo tapiado, nada más que para dejarlos a ellos tres rabiando y echando espuma por la boca: nunca los había querido.
Ante su silencio Rosa acabó por preguntarle: ¿Qué? ¿Te condueles?, y luego: ¿Qué, Llúcia? ¿Te alegras?
Cogieron el autocar de las ocho, las campanas del Ayuntamiento estaban sonando cuando subieron: con un poco de suerte para el camino llegarían a Barcelona pasada la medianoche y luego rentarían un coche para llegarse hasta Sant Celoni o directamente hasta Arbúcies. Si mal no recordaba Rosa, había en el pueblo dos hostales: uno muy bonito, y el otro para pasajeros como ellas, de una sola noche y por una sola cosa: podrían dormir allí muy tranquilamente. Rosa prefirió el asiento del lado de la ventanilla, para ver paisaje y distraerse, pero luego se arrepintió y lo cambió a su hermana; el niño, explicó, la tenía a mal traer y había estado enferma todo el embarazo: sólo por acabar con las indisposiciones habría deseado ella parir de una buena vez, lástima que tuviera tanto miedo del parto. Llegada la víspera del parto, daría las nueve vueltas en torno a la Virgen de la Cadira, tal como se estilaba y como, según ella sabía, las había dado la madre. Afuera, el sol se había metido hacía apenas una media hora, y ambas hermanas lamentaron entonces que no podrían ver la transición que hacía el paisaje: la brillantez de Valencia, extendiéndose quizá hasta el Ebro o hasta Peñíscola, y luego el verde, ese verde que ambas denominaban catalán. Entonces vendrían los chopos agrupados como milicianos dirigiéndose a una juerga, o como bandidos enfilados para asaltar el Banco, uno tras otro, uno tras otro, sin pausa ni cuento... Rosa la interrumpió y dijo, sin dejar de masajearse la barriga en redondo en el sentido contrario a las agujas del reloj, para que si el bebé era niño se arrepintiera y naciera niña: estaban las piedras también, ¿recuerdas las piedras, Llúcia? Fuera, habían salido cuatro estrellas, como cuatro velas, y titilaban. El anillo de bodas de nuestra madre y su dije de esmeralda y la cadena...
El Viejo adornó a la madre con la esmeralda el día de la boda; la madre tenía un cuello muy largo y blanco, de garza, y la piedra colgaba en el inicio entre los dos pechos y se balanceaba allí, le hacía tomar a la madre un poco el aire de un reloj de péndulo que bate la hora, balanceándose siempre entre dos causas: la soledad o la compañía y el Viejo o los hijos. El anillo se lo colocó el Viejo en el servicio religioso: los dedos de la madre eran delicados y muy finos: se le habían estrechado así, decía ella, de tanto bordar con bolillo. Dentro del anillo había una inscripción con sus nombres ligados: Ambrós y Socors, la letra ese del final del nombre del Viejo era la misma que daba inicio al nombre de la madre; a ella, a Llúcia, este escrito le pareció casi una aberración. Rosa, en cambio, chupó y mordió el anillo, que le supo a oro y dijo por lo bajo que no era capaz de creer que ese Viejo ridículo y mezquino fuera a regalar algo costoso y bueno. Los hijos mayores no le perdonaban a la madre su deseo de volver a casarse: aun estaba caliente el padre en su tumba, tanto que parecía que lo habían enterrado vivo, decía Rosa no sin cierta afición por lo macabro. No soportaban tampoco la mudanza, pasar de Mataró a la casa en las lindes de Arbúcies era para ellos como beber un vino hecho con alacranes exprimidos. El Viejo había regalado para la boda también a la madre unos zapatos de ante (aunque ella clamaba feliz que era como calzar pétalos de rosa), con hebillas doradas, cuyos tacones crujían al andar y daban la sensación de que ella caminaba de un lado a otro aplastando serpientes y demás alimañas. Las mataba, por así decir, y luego se las servía en un caldo a los hijos. El Viejo explicaba que si no fuera por la clase de besos insensatos que la madre le daba, no hubiera sido necesario hacer el viaje de novios en los vagones-dormitorio y gastar tanto dinero, y Eladi para sus adentros deseaba que le tocara al Viejo la litera superior, así, al revolverse en el sueño caía y se partía el pescuezo: no sospechaba el inocente Eladi que la madre y el Viejo podrían dormirse abrazados toda la noche, esta clase de cosas sólo comenzó a pasar por su mente cuando los compañeros del colegio pintaban dibujos obscenos en las paredes, de mujeres con las piernas muy abiertas y un cartel encima de mayúsculas mal entrazadas: "la viuda Parrufat mil veces casada", "la viuda alegre" o bien "la madre de Eladi Parrufat". Cuando regresaron del viaje de novios, la madre trajo en recuerdo unos cuantos presentes para todos, presentes que fueron inmediatamente a parar a la letrina, como signo de desprecio. El Viejo llamó aparte a Llúcia esa vez, era de noche y le entregó un regalo que había comprado, así dijo, especialmente pensando en ella: un abanico de encaje negro para uso de niñas como ella, de siete años. Estaban bajo los chopos, y ella miraba hacia el lado donde el día anterior había visto andar a unas perdices y de las que esperaba hacerse amiga, mientras el Viejo la miraba clavando en ella sus ojos de duende, un poco verdes y un poco amarillentos. Ella agradeció en silencio -ella un poco lo temía- y él mostró cómo en la varilla de ébano había hecho grabar su nombre y el del Viejo unidos ambos por la letra a; luego el Viejo le pidió que se abanicara, como haría una muchacha grande, muy maja, de esas que se enredan el cabello en una sola trenza larga, muy larga y muy negra. Los días en la casa se trasuntaban en cuidar de las ovejas, de la cerda y en vigilar unos modestos viñedos que al cabo de un tiempo se empestaron de mildiu y hubo que ponerles fuego. El Viejo había tratado por todos los medios que los niños no se encariñaran con los animales, pero el Eladi le había tomado afecto a los cochinillos y cuando llegó el veraz momento de venderlos o degollarlos la casa se volvió una guerra constante. El niño enflaquecía a ojos vista, y se deshacía en sollozos durante la noche; la madre envuelta en una bata de falsa seda acudía al cuarto para consolarlo y para preguntarle por qué se obstinaba en malograrle el matrimonio y le quitaba a sus noches el sueño; a lo que Eladi -ya entonces tan crecido a pesar de sus diez años que habían comenzado a llamarlo el Oso- le respondió que era ella la que le quitaba el sueño al hijo, con todos los ruidos y las indecencias que ocurrían durante la noche en el cuarto con el Viejo, que parecía que la estuvieran matando. La madre, con pesadumbre o sin ella, con vergüenza o sin ella, envió al niño a un internado en Madrid, a un colegio de curas comprensivos que aconsejó y pagó el Viejo, dado que la madre había abandonado toda religión desde la muerte de su primer marido, y quizá por eso se había venido un poco como una diablesa. El Oso volvía entonces a la casa una vez por año, para las Navidades, ceniciento y ahusado, como consumido por un solo pensamiento o alimentado exclusivamente con madroños; renegaba del catalán y ya no hablaba una sola palabra en la lengua materna, igual que si hubiera sufrido una operación en algún lóbulo del cerebro; durante la cena de Nochebuena jamás probaba sidra ni vino, como si hubiera sido un hombre santo, luego se marchaba sin decir adiós (adeu) y ni siquiera para las vacaciones daba señales de su existencia, sino que pasaba los julios en la finca que un señorito rico tenía en el sur, un muchachito sevillano con quien había entrado en amistades. Hubo que obligar al Oso a asistir al entierro de la madre, cuando ella falleció cuatro años después, fregando los retoños de una nueva viña con un fermento y le falló el corazón. Compró el Viejo ropas negras para luto riguroso de las niñas (los vestidos, los zapatos, la chaqueta, las medias, las enaguas y los visos), de modo que en los veranos siguientes las niñas tenían prácticamente la piel entintada de tanto vestir ropa negra. Él mismo usó brazalete de duelo el resto de sus días, a tal punto que parecía formar parte ya de su propio cuerpo, un miembro más o una señal, como la mancha en forma de haba que tenía en la mejilla derecha o la cicatriz que le atravesaba la muñeca izquierda y que era para Llúcia el signo de un misterio, de una oscuridad en el lejano pasado del Viejo. Él enterró a la madre con sus joyas, o al menos eso anunció que haría y así la velaron, la madre engalanada como aquel día de sus segundas nupcias; pero antes de clavar el ataúd pidió él unos segundos para quedarse a solas con la muerta a fin de despedirse y entonces fue, según Rosa, cuando él sustrajo las joyas de la madre para guardarlas en el arcón de su avaricia, un arcón donde toda rendija estaba cubierta con trapo, para que por allí no pudiera jamás colarse una sola gota de misericordia...
...el anillo y el dije con la esmeralda y la cadena...
De a ratos, acercándose a Castellón, veían retazos de mar; era un mar cuyas aguas se veían la mayoría de las veces, verde; al refrescar, azuladas, y de cuando en cuando, violáceas. Ahora, sin embargo, estaban negras. Una luna llena como el rostro de un niño o mejor aún, como el rostro de un muerto esperando a reencarnar en un niño, daba de lleno sobre el campo, iluminando el vellón de algunas ovejas solitarias que vaya uno a saber por qué andaban a esas horas pastando como unas huérfanas. Rosa le preguntó: ¿Dormirás?, y ella negó; entonces aprovechó la ocasión para consultarle qué creía Llúcia que iría a parir ella dado que en las pruebas que le habían hecho el bebé aparecía con el cordón umbilical entre las piernas, de manera que no podía verse el sexo, si era niño o niña, y esta era una duda que de verdad la preocupaba. Le habían dicho que para hacer una niña debía hacer el amor repetidas veces cada noche, entonces los espermatozoides se debilitaban y únicamente podían fecundar niñas y no varones; también, que no probara alubias rojas si quería parir hembras: se trataban ambas, a todas luces, de unas supercherías cualesquiera. Llúcia se sintió tentada de repetirle aquellas palabras -para ella misteriosas- que una vez le escuchara al Viejo: Tú, Rosa, parirás potrillos, pero calló. Me gustaría, continuó Rosa, que fuera niña y que tuviera tus ojos, pero que fuera más habladora que tú, (¿había hecho Rosa este viaje con ella con la esperanza de hablarle sobre algo? ¿o es que era ella demasiado silenciosa? A veces, pasaba por trances en que no podía pronunciar una palabra, la lengua se le pegaba al paladar, y otras veces, en cambio, estos silencios la tomaban de súbito, como si un rayo la atravesara, y ella dejaba caer en ese instante lo que tenía en las manos, tal como le había sucedido cuando la Rosa le avisó de la muerte del Viejo, que las pelucas que en aquel momento estaba peinando se le cayeron de las manos y quedaron en los suelos, esparcidas como medusas que un mar rabioso arrojara a la playa; a pesar de su silencio, ella también había deseado viajar en autocar junto a la hermana mayor; eran dos cosas las que así se saboreaban: la cercanía de Rosa y la de la tierra). Llúcia tuvo ganas de decirle: Venga, Rosa: te sostendré la mano sobre el vientre hasta que empiece a dar patadas; pero tal intimidad con su hermana la incomodaba, de manera que sólo por el placer de provocarla murmuró: Yo apuesto a que será niño, ¿por qué no quieres un niño, Rosa? Darías gusto a tu marido. Tal vez los bebés cuando nacen no saben nada, pero traen tres señales inconfundibles, solía decir el Viejo: nacen llorando, porque saben que vienen a una vivienda adonde siempre han de vivir con pesar y dolor; nacen temblando, puesto que saben que vienen a morada adonde han de vivir siempre entre temores y espantos; y nacen con las manos cerradas, queriendo significar que vienen a sitio adonde han de vivir siempre codiciando más de lo que se pueda tener, y que nunca se podrá tener allí ningún abasto acabado. ¡Un niño, un niño!, gimió la otra, qué desgracia. El marido estaba más celoso de ella desde que estaba en estado que si hubiera tenido uno o media docena de amantes zumbándole atrás. ¿Además conocía Llúcia un solo bebé varón que fuera agradable y no estuviera marcado por la locura? Si hasta el Niño Jesús era un bebé loco, ¿o qué se creía ella? ¿que era un niño cuerdo? Si hubiera sido Jesús un bebé normal, Simeón y Ana nunca hubieran sabido que era el Salvador de Jerusalén, sino que como Jesús tenía encima la marca y los bríos de la locura, sacó de quicio de tal forma a Simeón y a la anciana Ana que acabaron diciendo que ese bebé extrañísimo sería la absoluta salvación o bien la perdición de Israel. Llúcia preguntó: ¿Eso lo has leído en el Evangelio?; a lo que su hermana contestó, masajeándose con más denuedo la barriga: No sé; no estoy muy segura. El autocar se detuvo al cruzar el Ebro; ellas pensaron que había sucedido algún accidente o que la policía los había parado... A los pocos minutos volvió a arrancar, y entonces, tanto Rosa como Llúcia supusieron que el chófer había parado nada más que para admirar la apostura del río, tan semejante a una sirena tendida de espaldas y de quien uno sabe que está viva porque ve sus omóplatos subir y bajar en una respiración tranquila.
De pronto Rosa preguntó: ¿Tú le llamabas "padre"?
...él la llamaba Blava, azulada, porque sus ojos eran azules, la única cosa verdaderamente bonita de su cuerpo, eran del color del lapizlázuli, ése con el que los pintores de antiguo hacían el vestido de la Dolorosa en el momento de descolgar de la cruz al Cristo. Era la única que tenía ojos así en la familia, aparte de su madre; de allí que cuando la Rosa a los diecinueve años, más díscola que nunca, se fue de la casa en un arrebato de ira tras un episodio con el Viejo que ella no pudo descifrar, el Viejo le dijo a Llúcia que él tenía luz mientras ella estuviera en la casa, que ella era su luz, la verdadera: una luz azul, incandescente. Ella quedó sola con el Viejo a la edad de doce años, pero no recordaba haberse aburrido con él en ningún momento; el primer verano que pasaron solos él la enseñó a cazar, usando un viejo rifle belga que tenía, apuntaban a los patos salvajes que cruzaban el Montsenny con aire sombrío y a veces derribaban alguno, luego el perro los iba a buscar, un lebrel hosco y del color de la bruma al que el Viejo había entrenado cuidadosamente para que no mordiera la presa al llevarla al amo: se trataba de un perro harto respetuoso, en eso era semejante a una persona. En el invierno, él inventaba mil juegos misteriosos, y se quedaban hasta muy tarde, obligando a la lámpara a quemar petróleo, ella leyendo una y otra vez los romances del Conde Niño, de la Amiga de Bernal Francés o el de Gerineldo y la Infanta, que era el único libro que había en la casa; el Bernal Francés estampado como el Caballo de Oros de la baraja y su amiga cubierta con un sayo y una mantilla que apenas dejaba ver sus ojos, con una flor en la mano derecha, descansándola sobre un vientre hinchado. Durante esas noches, el Viejo escribía en un cuaderno que ella no podría afirmar si se trataba de un diario íntimo o de un libro de la contabilidad de la casa; se esmeraba, explicaba él, en escribir en una lengua que todos dicen que se muere: luego que pasó aquello de la mula el Viejo quemó el cuaderno y se contentaba durante el apretón del frío del invierno en contemplar la nieve, cuando la había, y en imaginar cómo los copos de nieve iban deslizándose, más allá, en la Fortaleza de Hostalric o en la Torre de Arará: él decía que la nieve no caía sino que se desmayaba. Cuando ella mediaba los quince años, el Viejo sacó del arcón un librillo llamado el Oráculo de los Preguntones, que había pertenecido a un pariente y que les permitió divertirse un tiempo. El juego consistía en hacer alguna de las veinticuatro preguntas que estaban pautadas allí y luego echar un dado de doce puntos: según el número aparecido se calculaba la respuesta. El Viejo solía preguntar: ¿Llegaré yo a ser rico?, y la respuesta siempre caía sobre el mismo punto, como si hubiera realmente algo de cierto en el azar, el siete de Saturno decía: Tu codicia disparata;/ has nacido para pobre,/ y te quedarás en cobre,/ sin llegar jamás a plata. Entonces el Viejo o reía o se lamentaba y ella le hacía coro, porque el Viejo le había dicho que eran muy pobres los dos y que todo el dinero que había en la casa se iba en pagarle al Oso el colegio mayor. Fue entonces que a ella se le ocurrió ayudarlo de alguna manera mejor que privándose de galas y gastos, y comenzó a acudir a los mercadillos vendiendo queso de oveja y conejo enfrascado, montaba ella en una mula azul (blava) que tenía fama de mansa; las mujeres en el mercado la ayudaban luego y la aconsejaban que debía ella buscarse otro sitio adonde vivir que no era de buen ver la casa del Viejo avaro, que la tenía vestida con andrajos negros no se sabía bien si por puro tacaño que era o para entreverle la esplendidez de las carnes; pero ella respondía que se sentía a gusto con él, al fin y al cabo él era su padre (pero ella dentro de la casa lo llamaba Ambrós; él así se lo había pedido), entonces las mujeres la miraban con recelo. No era mucho lo que ganaba con esta tarea pero al tiempo al Viejo dejó de gustarle lo que ella hacía, y le armaba escándalos como los que ella había visto que le hacía a Rosa en su tiempo. De manera que la última vez que ella se dirigió al mercadillo, cuando montó la mula, él la azuzó rabioso con una caña y la mula (la Blava) se paró en dos patas como nunca lo había hecho y como jamás pensaron que pudiera hacerlo y la lanzó de lleno contra unos arbustos. Ella cayó desmayada (como la nieve) y sin sentido, el Viejo sucumbió a la desesperación por unos instantes pero después se puso a reanimarla: la resucitó, decía ella, como Santo Domingo hizo con el joven Napoleón Orsini caído de su caballo. Él la friccionó con alcohol (y con lágrimas), le desabrochó el vestido de medio luto (porque en esto seguía siendo inflexible: luto entero en invierno por la Socors y medio luto en verano) y la llevó a la cama, adonde él mismo se tendió y permaneció junto a ella sin moverse de allí un ápice hasta que ella estuvo repuesta, viva (blava) como él la quería. Le prohibió, alegando el enorme susto que le había dado, que volviera al mercado o a montar, ni siquiera que saliera de la casa o que se asomara a la ventana si él no estaba con ella; ella le gritaba que la había hecho su prisionera y él gemía que ella lo había convertido en su esclavo. ¿Era esta su nueva vida? Acababa de cumplir diecisiete años, ¿era esta la vida que él le daría? El Viejo le había prometido que en cuanto fuera rico o al menos en cuanto tuviera una poca más de pasta, la haría viajar por toda la España: ahora caía ella en la cuenta que él se había referido a que él viajaría junto ella, ¿y en calidad de qué (de blava) lo haría?: ella estaría allí con él más celada que con un moro: se hubiera deshecho en llanto de desespero si en ese instante no la hubiera anulado el silencio. Varias noches después soñó que sus harapos negros eran en realidad vestidos de seda blanca, y que en su cuello destacaba el dije con la esmeralda y la cadena, el anillo en su anular y un hedor como de tierra húmeda alrededor suyo la asediaba... El Viejo, a su lado, se removía dormido: no oyó los pasos de Llúcia cuando se marchó de la casa y ella fue incapaz de despertarlo para decirle adiós (adeu, Ambrós; adeu, pare).
Una vez le había preguntado por qué se había casado siendo ya un hombre viejo, y él le respondió que había sido porque no se está bien en mesa donde no hay por lo menos cuatro personas; pero ella recordó que en el pueblo se decía que el Viejo había vuelto a casar porque necesitaba carne fresca... Y ella trataba ahora de imaginar qué había hecho él después que ella se fue cuatro años atrás: le parecía verlo aun abriendo el Oráculo de los Preguntones, haciendo la pregunta número veintidós bajo el signo Sur: ¿Hallaré lo que he perdido? y luego echando a rodar los dados para escuchar del Destino la respuesta diez de Escorpión: Hijo mío, tururú/ dá tu pérdida al olvido,/ porque está lo que has perdido/ tan perdido como tú.
Me duele el vientre, protestó Rosa, ¿será la hora? El médico dijo... Esperemos que no, contestó Llúcia utilizando una primera persona que, en el caso que la hora fuera cumplida, atañería solo a su hermana. Mira, dijo Rosa, ¡los árboles! ¿Seguirán estando los mismos chopos a la puerta de la casa? Eran bonitos... Eran como seres que habitaban el humo; gráciles, como señoritas envejecidas esperando a que los mozos las inviten a salir, en un baile. Ella se sentaba bajo esa escuálida sombra, a veces leía, a veces parecía que pensaba. Rosa, comenzó, haciendo visibles esfuerzos para hablar, yo no entraré en la casa. Esperaré fuera mientras tú buscas las cosas... las joyas, las piedras y... Yo me quedaré entre los chopos. Rosa se movió en el asiento, incómoda y como sin aire. Vale, Llúcia, que a este paso yo acabaré con un niño en Barcelona... Suspiró con esfuerzo, jadeó: Llúcia: ¿él te tocaba? La hermana cayó en su silencio (blaus silens), aunque algo aullaba, era como un reloj detenido, de esos que nunca dan la hora y sólo sirven de adorno y de pronto, gime la madera, las agujas se yerguen y suena la campana. Oh, a ti también el Viejo te tocaba, afirmó Rosa, luego llevó la mano al centro de la barriga y dolorida sollozó: Ay, Llúcia. Haz que pronto acabe este camino.
PÁGINA 15 – POESÍA ALLENDE EL MAR
Si termina el amor
el agua es más espesa en los estanques
y un ángel de cristal se muerde el labio;
puede darse un revuelo de gaviotas
mar adentro
y en el pecho la daga de una ausencia infinita
se abre paso cual proa entre las olas
y el consuelo del sueño nunca llega.
Nunca, el sueño nunca, nunca llega.
Si termina el amor
nubes negras se apoderan de los cielos
lanzándose a una loca carrera delirante
cuyo único destino es la certeza
de lo perdido, sí, de lo perdido.
Si termina el amor se llena el alba
de funestos ladridos sin consuelo
y un ruiseñor cansado se asesina
contra el pétalo fugaz de una amapola.
Si termina el amor lloran los parques
y una estrella fenece en cualquier parte,
y repican las fúnebres campanas
un coro de gemidos germinados,
una salva de gritos apagados
que hacia adentro resuenan y resuenan.
Si el amor se termina...
Los porches que solían cobijarnos,
la estación del ayer que nos prestaba
sus callados andenes de férrea complacencia;
la quietud temerosa de los templos,
el generoso amparo de las calles...
¿A qué otra causa ha de servir? Decidme.
Y la noche... la noche, la noche protectora
si el amor se termina...
¿de qué sirve la noche si el amor se termina?
Sergio Borao Llop (Zaragoza/España)
Ese hermoso recuerdo
¿Te acuerdas de mi voz lejana y vibrante?
¿De mi viaje a Leningrado?
¿De tu paso a Paris?
¿De nuestra envidia rara de llorar?
¡No sé cómo acabamos ahí!
Entre chico cartaginés
Y chica bogotana,
Una gota de caramelo:
Un volcán
Los niños que vimos ayer en Moscú
¿Qué ha sido de ellos?
Una vez más
Se pusieron a correr como locos
Hacia ellos mismos
¡Qué sensatez!
Youssef Rzouga (Ksour Essef /Túnez)
La mano de mi madre
Me baño en la quieta luz de una gota
y recuerdo cómo llegué a ser:
Un lapicero puesto en la mano,
la fresca mano de mi madre sobre la mía, cálida.
- Y así nos pusimos a escribir
entrando y saliendo de corales,
un alfabeto submarino de arcos y puntas,
de caracoles espirales, de estrellas marinas,
de blandientes tentáculos de pulpos,
de grutas y formaciones rocosas.
Letras que con sus cilios se abrían paso
vertiginosamente entre lo blanco.
Palabras como lenguados aleteando
y enterrándose en la arena
o anémonas oscilantes con sus cientos de hilos
en un quieto y único movimiento.
Frases como cardúmenes
que se hicieron de aletas y ascendían
y también de alas que en compás se agitaban,
palpitando como mi sangre que a tientas
golpeaba estrellas contra el cielo nocturno del corazón;
fue cuando vi que su mano había soltado la mía,
que yo hacía mucho, escribiendo, me había desasido de ella.
Pía Tafdrup (Dinamarca)
Traducción de Thomas Boberg y Renato Sandoval.
Infartodiario
Es cuando arremete de golpe
como un toro enloquecido
o una aplanadora
sobre tu pecho.
Es como un ciclón que golpea,
una filosa daga que secciona,
un calambre maldito que presiona
con la fuerza de un mortero.
Es un rayo cargado de electricidad
que te apuñala la garganta
por dentro
de abajo-arriba,
el lado izquierdo.
Es un sudor frío
que te invade la frente
el pecho
y la espalda.
Es todo esto
y mucho más
y crees que te morís
o algo así
y sentís que no querés,
que aún no te llego la hora.
A las ocho y media de la noche
puntualmente
el infartodiario te anuncia
que ha llegado
y vos con tus cuarenta años
de linyera-poeta-laburante
te quedas casi paralizado
sin saber si morirte
o sonreírle.
Jose Pivín (Haifa/Israel)
Un otoño
un otoño espeso,
una tormenta de alcanfor,
los profetas con manchas remueven sus espejos,
secretos últimos de la pérdida,
ratones negros roen baúles viejos,
los gatos devoran a sus padres,
mientras mi madre
aprieta su mano sobre la llave de la patria.
Y tú, niña mía,
cómo arrastras las trenzas de tu cabello?
sola estás en la plaza
entre los cuervos y la corrosión de cobre!
¿cómo buscas champiñones?
¿mariposas?
el anillo de salmón estaba en la boca del viejo
cuervo.
Hija de mirto,
basta ya de lágrimas de limón.
Detrás del viento,
corceles cuyos cabellos son columnas de humo.
¿Quién ha de enterrar la fuente del alcanfor?
¿Quién hará estallar la tensión
mantenida de la libido del diamante?
¿Del resplandor de la menta-poleo?
He hecho duelo alabando al viento,
he removido un millón de palmas,
con ónix cubrí a mis muertos.
He entrado en las selvas de las lamentaciones.
¿Quién ha de mostrarme los bolívares?
¿Llenos con el millón de fetos de humo?
¿Vientos que desatan de unas bocas de
corrosión?
¿Un relámpago desatado de
estómagos calcinados?
¿Han de escenificar los corceles
un baile gitano en las costas del mar?
¿Quién ha de bailar con el arrullar del que
saquea?
¿Quién ha de recoger mi sombra desde mi
alienación?
¿Quién puede sacar la patria de mis flacos
bolsillos?
Madre mía…,
quién te enseñó a caminar sobre
fragmentos de vidrio…
Ahmad Yacoub (Siria/Palestina)
PÁGINA 16 – Artículo ensayístico
La palabra
Por Ernesto Fernando Iancilevich
1.
En poesía, el decir es un hacer. El decir del poema es el hacer de la palabra, movimiento centrípeto, actividad contemplativa que reconoce en la propia vida del poeta el material y la fragua, el atanor y la llama. Vivir que se expresa en el decir. Decir que es experiencia de vida. El decir, hacer de la palabra viva, expresa, en lo abierto del poema, lo abierto de la experiencia poética.
Palabra: esencia de la letra. Sentido: estructura del signo. Desde el punto de vista profano, la poesía es un género literario. Desde la perspectiva sagrada, la literatura es una especie de poesía. Versión externa de lo múltiple y visión interna de lo único. Los desplazamientos semánticos corresponden a itinerarios espirituales: transgresión lingüística y transmutación poética.
2.
Aun cuando apreciaciones metafísicas nos acerquen, espiritualmente, a su sentido, no menos cierto resulta admitir que la construcción de un poema exige el conocimiento y la práctica de nociones técnicas, el dominio de la gramática y sintaxis, los cánones de versificación, el adecuado manejo de recursos estilísticos y la asimilación de un legado común, que permite al poeta de cada época el reconocimiento de un linaje tradicional en el cual, más que de paternidades e influencias, debiera hablarse de hermandades y confluencias. Desconocer esta realidad significaría bogar por la mera espontaneidad, tan apartada del metódico cultivo como la efusión emocional lo está del recogimiento interior. En el arte y en la vida, el sentimiento estimula, y el sentimentalismo sofoca; lo sabe el poeta que burila, en los macizos del sí, cada palabra, y medita, en los huecos del no, cada pausa.
Con diferencias sutiles, no siempre claras ni distintas, la experiencia poética se emparenta con la mística. Por su expresión, la metáfora acerca, en lo visible, lo invisible, en esta orilla, la otra. De tal modo, se aprende en la palabra la enseñanza del silencio. Ambos, místico y poeta, avanzan y regresan, sin saber, comprenden. Ninguno de ellos clausura el habla: la intima; y, en esa intimidad de lo abierto hacia adentro, palabra y silencio conversan. Conciencia divina y ciencia espiritual ponen al poeta y al místico en contacto con lo supraindividual, indeterminado y mistérico, merced a una intuición intelectual que, necesaria y recursivamente, se vale de imágenes sensoriales, del erotismo verbal, para sugerir las formas sagradas del éxtasis. Acaso en el poeta, esas formas asuman la figura de la palabra originaria; en el místico, dibujan la plenitud de vacío que habita el silencio. Como hermanos de un mismo padre, en un punto se separan. En el recuerdo de las palabras de Hölderlin, imaginamos su reencuentro: Die Linien des Lebens sind verschieden,/Wie Wege sind, und wie der Berge Grenzen./ Was hier wir sind, kann dort ein Gott ergänzen/ Mit Harmonien und ewigem Lohn und Frieden.
(Las líneas de la vida son diversas, /como caminos son, como los límites/
que separan montañas. Lo que somos/ aquí tal vez un Dios allá lo integre/
con armonía y paz y eterno premio.)
3.
La intensidad de la palabra, en el decir concentrado, nos remite al centro; también nos hace traspasar la periferia del lenguaje (y del mundo).
La poesía llama a un decir concentrado, porque hace centro en la palabra: decir concentrado en la palabra esencial. Más allá de las circunstancias históricas por las que ha atravesado su manifestación, epifanía de la palabra. Porque nadie escribe un poema, nadie puede adueñarse de él. La poesía escribe el poema, el poeta lo traduce, lo transmite. Apenas cincela lo que sobra, desnuda lo necesario. O lo intenta, y, en todo caso, lo demás no es su asunto.
En ese camino de regreso, aun en aquellos malabares lingüísticos donde resulta arduo desbrozar el ornamento de la estructura, íntimamente respira esa búsqueda profunda de la palabra que dice.
Por inconmensurable, no sabemos qué es la poesía, aunque la tentación de definirla sobrevuele nuestras cabezas. Pero tenemos poemas y hay poetas. En los momentos de privilegio, unos y otros se conjugan, se entregan a lo inconmensurable. En esos instantes de santidad, la luz de un dios ilumina la oscuridad de la noche.
El poema nos enseña un camino. Su decir es un ir de camino. En nuestra época, y en el final de un ciclo, el poeta se esfuerza por enseñar el camino del habla, bajo los modos vitales del salto, la fuga o la entrega.
En los extremos de la palabra, donde se palpa el silencio, habla el pensar. Por fuera, en la periferia de sus bordes, todo es un conjunto de grados del olvido.
El poema es playa verbal, huella sustancial, palabra del viento. En él, ser y no-ser se contemplan; nada hay en su cruce que no sea mirada. Una mirada en la mirada, que funda presencia, allí, donde todo es ausencia.
Poema de la poesía, avatar en el decir concentrado. Experiencia y expresión fundidas en la palabra intensa del decir concentrado. Sonido del sentido, pensar y hablar se identifican, saber y sentir se penetran, decir y hacer se transparentan. En los momentos más intensos del lenguaje, el pensar habla y la palabra piensa.
4.
El poema busca la palabra necesaria. Un artificio hecho de otras palabras circunstanciales y lábiles sostiene esa arquitectura esencial única e insustituible. De otro modo, el poema se ahondaría en una verticalidad sin forma ni figura, y no habría texto. La redacción de un poema, su artíficis, sitúa al poeta en el balanceo de lo posible y lo imposible. El soporte material de la palabra necesaria lo constituye todo ese conjunto de técnicas recursivas con las que hilvana, traduce y transmite, en principio, a sí mismo, luego, a otros, una experiencia no comprendida del todo, una vívida percepción de lo real que no puede explicar: percibir lo invisible para decir lo inefable. Lo imposible adentra y desborda lo posible; en su incompletitud, el texto se abre a lo no determinado.
Pero un texto se redacta con palabras humanas, epígonos de la palabra esencial, reminiscencias, anamnesis de imágenes especulares, señas que muestran, así como ocultan, el camino a lo abierto, cerrado en la secreta guarda de lo pleno.
El poema, además de artificio, habilita una contemplación de la verdad. Si algo de auténtico valor se descubre en él no es sino el de la escucha poética en la voz que el poeta le presta, como sostén que la referencia. Sin este andamiaje material, no habría poema. Ello acontece en el arte, y lo sabe el artista. El lenguaje verbal, de entre todos los que habita el hombre, es el que más austeramente lo habilita para sentar la costumbre o transgredirla, rotular límites o roturarlos, conservar o crear, cerrar o abrirse.
Sin devaluarse en lo nuevo, la palabra que ilumina anuncia lo antiguo: el habla es el demiurgo de la noche.
5.
Los primeros pensadores de Occidente nos sumergen en la tradición de una sabiduría supraindividual, anterior en grado sumo, perenne en grado absoluto. Si el no-ser sostiene el ser, en los macizos de la manifestación de lo griego podemos vislumbrar aquello que le excede, aquello que no es Occidente, pero que, de manera gestante, provoca lo griego y el pensar de Occidente. En los huecos del no-ser, en la otra orilla de la manifestación, el pensar alcanza su origen, también su destino. El círculo –forma sagrada por excelencia- se patentiza en una línea que avanza cuando regresa. Los ritos circulares, siempre cerrados a los ojos profanos, se abren hacia adentro. En la guarda de lo cerrado, hay lo abierto. En intimidad con lo abierto, la ausencia transustancia presencia.
En poesía, a falta de cualquier definición válida, su comprensión íntima nos viene de una experiencia de lo abierto. Reconocemos la palabra como cáliz de silencio, presencia de lo que está ausente. Y percibimos el habla como metáfora de realidad. Lejos de pretender constituirse otredad, la palabra poética ensimisma el habla en su naturaleza metafórica. Por ello, no resultaría erróneo afirmar que la metáfora baña en sus aguas tanto a la palabra como al pensar. Por su gracia, la palabra poética y la poética del pensar se contemplan. Poetizar y pensar dicen, en cuanto se contemplan.
El giro ontológico de un pensador vuelto a la poesía no desmiente el pensar, lo confirma. Antes de Heidegger, lo supo Nietzsche.
Hölderlin, Johann Christian Friedrich. Himnos tardíos y otros poemas /
Selección, traducción y prólogo de Norberto Silvetti Paz. – Buenos Aires : Sudamericana, 1972. – 205 p. – (Colección Obras Maestras Fondo Nacional de las Artes)
Todos los textos, fotografías o ilustraciones que integran el presente número son Copyright de sus respectivos propietarios, como así también, responsabilidad de los mismos las opiniones contenidas en los artículos firmados. Gaceta Literaria solamente procede a reproducirlos atento a su gestión como agente cultural interesado en valorar, difundir y promover las creaciones artísticas de sus contemporáneos.
Homenaje a la obra de la joven pintora María Victoria López Severín (Reconquista/Santa Fe /Argentina)
PÁGINA EDITORIAL
Escrituras periféricas.
Mencionar que existen mayores posibilidades de editar y difundir literatura en las grandes ciudades, no constituye novedad alguna. De allí que se concreten en ellas la mayoría de los proyectos de publicación antológicos o individuales.
Ocurre, entonces, que las insatisfacciones, resultado de organizaciones políticas de fingido carácter federalista, representan la justificada significación de un pulido anonimato para quienes ofician el compromiso de la literatura desde una realidad demasiado desfavorable en lo que a la circulación de sus obras se refiere. Sobre todo considerando que muchos de quienes escriben desde ámbitos territoriales ubicados en los suburbios del sistema enfrentan a diario condiciones históricas verdaderamente adversas, y, no obstante ello, persisten en realizarlo, silenciosa y solitariamente, desde las coordenadas espacio-temporales en las que les ha tocado en suerte situarse y desde las cuales intentan trazar un accionar que los preserve del olvido.
Sin embargo, resulta perentorio recordar que la aproximación sistemática de la producción literaria a un corpus social aparentemente insensible - al que habría que rescatar de los patrones mediáticos que lo han tomado como rehén y que le impiden conocer, aceptar y promover su propia identidad, su particular herencia cultural - refleja un entorno comunitario, un espacio compartido, un escenario poco feliz común a escritores capitalinos o provincianos.
Además, si bien es evidente que la característica universal de las diásporas, de los éxodos artísticos que congregan a los escritores periféricos en los centros poblacionales, reside en la búsqueda de oportunidades que las mismas pueden llegar a proporcionarles, no es menos cierto que muchos grandes nombres de la literatura obtuvieron notoriedad resistiendo desde los más apartados rincones de la tierra. De igual modo, no todos los escritores nacidos o radicados en las principales metrópolis consiguen la popularidad, ni la migración personal hacia ellas, basta para conquistarla.
Pero, claro está, desde este restrictivo prestigio patrimonial, no resulta sencillo testimoniar las particularidades creativas de los autores regionales ni reivindicar la dimensión intelectual de cada enclave, ni impulsarlo convincentemente.
Entonces, se manifiesta como terriblemente improductivo el continuar con esa especie de obsesión persecutoria provinciana que, cada vez con mayor frecuencia, nos toma por asalto. Porque, si bien no podemos caer en la ingenuidad de negar la existencia de silencios premeditados, no todos ellos obedecen a ocultas u oscuras intenciones de los agentes encargados del área. En algunos casos depende de la adhesión de los mismos a determinadas tendencias literarias, una naturalmente subjetiva estimación de valores estéticos, determinada propensión a destacar experiencias innovadoras, extravagancias lúdicas, manifiestas violaciones sintácticas por sobre otro tipo de apreciaciones de valor; y también, claro está, los notorios naufragios en las profundidades de lo que García Lorca denominara “mezquindades contemporáneas”. Pero, la mayoría de las veces, tanto olvido, tanta indiferencia, tanta postergación para con las voces de aquellos que persisten en exponer ante los otros las obstinadas creaciones del espíritu, no es más que el fruto del absoluto desconocimiento del que todos, de una u otra manera, somos cómplices.
Bien podríamos, entonces, considerar a nuestra revista como amuleto o talismán, como emblema de supervivencia; o tal vez como estrategia necesaria para oponerse a tanta indiferencia, una botella al mar desde la orilla misma del naufragio.
PÁGINA 2 – POETAS SANTAFESINOS
No recuerdo.
Alguno, alguna vez habrá sido tan bueno para mí
Hasta dolerme.
No recuerdo.
Dejaré muy despacio que las lechuzas coman tranquilas de mi corazón.
Patricia Severín (Reconquista/Santa Fe/Argentina)
Tierra
Desandando tus manifestaciones camino, tierra, recorriendo tu vientre...
Me arrodillo sobre tu rostro de fertilidades esparcidas,
porque quiero que me confirmés en la tarea que es describir tu flor eterna...
En cuyo cumplimiento es que recorro, minucioso, tu cuerpo,
tratando de interpretarte y de hacer que todos mis hermanos sepan
cuál es tu verdadero matrimonio, ese por el cual nos hacés existir...
Para eso voy y vengo, siempre convalesciente de mil búsquedas
que llevan tu signo y tu sentido con diferentes nombres...
Naturaleza...
que te siento madre, hermana, amiga,
divina plenitud y humana insatisfacción:
Dije que te recorro pues sos mi misión máxima:
aquella por cuyo cumplimiento vivo.
Y muero. Porque, a veces, también muero...
Mas no te importe, tierra, mi diminuta anécdota:
a Vos sólo te importe la intención de mi esfuerzo
y aquello que pueda con él cantar
de tu fogosa fronda acuática de aire,
de tu energía, que sólo sabe de liberación,
de tu estatura, emparentada con lo inmenso...
Mirá, sonriendo, si es fértil mi canción, si contiene semillas germinando,
si no menguó en mí la virulencia esplendorosa de tu amor...
Y llevate eso, Vos.
Al resto, a los errores, dejalos conmigo...
Soy hombre y son mis atributos.
¡Y son el instrumento con que te canto!
Horacio Rossi (Santa Fe/Santa Fe/Argentina)
Autorretrato.
No soy las que he perdido en el camino
por tomar la decisión equivocada.
No soy la profesora,
la modelo,
no soy la madre de mis doce hijos.
Perdí la belleza interior
y la exterior se deteriora con los años.
Perdí la oportunidad de conocerte
y la de ser la consentida del magnate.
No fui monja
ni revolucionaria.
No pude cambiar el mundo
y llevo solamente en el bolsillo
el poder cautivador de la palabra.
Perdí a la amiga.
Perdí la perfección,
la inteligencia
y el Protocolo me espera hace tres años
en la esquina de "La Favorita".
Perdí el juicio.
La aguja de mi orientación
no marca el norte.
No fui Alfonsina
ni Borges.
Por favor que alguien me diga donde encuentro a Marta
Marta Roldán (Rosario/Santa Fe/Argentina)
Mi Santa fe en el alba.
Es de rojo tu cielo en este otoño,
tus cautivos cabellos en los árboles;
prendo tu paso de sonora
muchacha entre los plátanos
con el rojo flamante de tus pechos
y el girasol de nube de tus labios.
Es de rojo tu cielo en este otoño
Santa Fe del encanto,
cielo tuyo que lo llegas a mí,
bebedor en los ojos de las albas del año.
Es de rojo y ayer tu voz de campanarios,
la plaza de las horas,
el sueño de tus calles,
las palomas que trepan a los vientos
por tu escala de marzo.
Es de rojo tu cielo en este otoño.
Soy de rojo también, malherido en tus manos,
sombra puesta en el sauce,
jacarandá y azules paraísos de blanco.
Amo tu sonrisa de muchacha en los plátanos.
Y así cuando te escucho, remero de ansiedad
Santa Fe de mis años,
hondos aires del agua se me suben y siento
que es un cántaro rojo mi corazón andando.
César I. Actis Brú (Santa Fe/Santa Fe/Argentina)
Desando la infancia.
Andando menguadas mañanas
devoradas / por la boca negra
de una casa vacía
llego hoy hasta tu sombra /
barrio del triciclo
y la inocencia.
Resplandor de una noche /
la de los Reyes Magos
traspapelada en un
espacio sin horizonte /
hecho de lápiz
y garabato.
Vagamente / florece un patio
una mesa tendida
con alegrías de azúcar /
la familia en los brazos
y mi padre.
Andando el cauce de los años
almaceno esa huella /
trasegando latidos
cielos / brisas / lunas
y en el baúl de mis ojos /
se ahonda
el espejo siempre fresco
de mi barrio de infancia.
Belkis Larcher (Coronda/Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 3 – Narrativa
Fractura
Del capullo emergió una mariposa
como una dama de su puerta
emergió –una tarde de verano –
Emily Dickinson
Por Marta Ortiz (Rosario/Santa Fe/Argentina)
Primero sufrí la violencia del impacto, toda yo me desintegraba contra un muro impenetrable. Mi cuerpo avanzaba decidido, como quien corre hacia un destino de gloria descorriendo velos, brumas. Lo cierto es que yo estaba literalmente dormida y el teléfono me despertó apenas, era una capa superficial de mi sueño la que se había rasgado, las otras aún dormían y esa sola membrana abierta a las impresiones del mundo fuera de mí, me concedió oír la campanilla y reconstruir mentalmente la ruta que unía mi dormitorio y el teléfono, pero no alcanzó para dejarme intuir la presencia del peñasco de roble en el pasillo. Tropecé con la esquina de la biblioteca, mi pie derecho se incrustó en el ángulo, los dedos trizados y el dolor, un rayo, una corriente eléctrica entre fuego y desgarro me atravesaron como la flecha de Paris perforó el talón de Aquiles, ha de haber sido semejante.
¿Las horas tras el accidente? ; un armado falso que nada tuvo que ver con el que yo había previsto en mi agenda. Hay cosas que me saltan a los ojos como ranas salidas de entre el confuso magma mezcla de dolor, urgencia, alucinación y olvido; cuestiones, entre otras maravillas como el apego baboso a la función materna que prendió como la mala hierba en el léxico de cuanta persona trabaja para LA SALUD; apego que delata un uso decadente de la lengua materna, y habría que sumar los pisos opacos y la refrigeración confiada a chirriantes ventiladores de techo con el pretexto de ayudarnos a soportar una temperatura de treinta y ocho grados a la sombra....
Recostada en el brazo de Alicia me acerqué a la mesa de entrada y pedí un traumatólogo en la guardia. La respuesta fue una frase sonriente que me dejó con la boca abierta: “ya viene mami, esperalo un ratito, no sabemos en qué piso está”. Me vino un molesto cosquilleo al oír ese “mami” fuera de contexto, pero sonreí yo también como si hubiera oído un buen chiste y me encaminé a la sala de guardia apoyada otra vez en Alicia y en el talón del pie derecho porque con el dedo chiquito no podía pisar, un aguijón me punzaba y el dolor se traducía en vahídos. Nos sentamos a esperar. Olía a desinfectante, a mixtura de solución fisiológica con líquidos inyectables, mezcla de plástico y agua salina, alcohol impregnando aire, paredes, todo; vaho a sábanas recién llegadas de la lavandería, tufo blanco a pegamento de tela adhesiva, a venda desenrollada.
El “doc” debía ver la placa de mi pie y diagnosticar, eso era todo cuanto yo necesitaba; pero desde hacía casi una hora, él se hallaba extraviado en alguna encrucijada dentro del sanatorio; vos sabés Ana, todos sabemos cómo son esos lugares: selváticos, enmarañados.
Y aunque lo que te voy a contar te suene a delirio, -no, no me mires así, en este momento siento el acoso de esa abstracción que llamamos realidad, como si alguien supiera exactamente qué objeto es, qué significa esa palabra; una voz interior me grita “mirá que sos loca, cómo se te ocurre traer una visión lindera con el sueño, ¿por qué mejor no coserte la boca?”; pero no me callo nada, yo confío en vos; vos sí me vas a creer, porque sos mi amiga, Ana; y yo, que soy incapaz de mentir, te juro por lo que más quiero en este mundo que en medio de un día oscuro como noche sin luna, además de haber visto a primera hora (clareaba apenas una luz tenue) esas estrellitas que nacen del dolor agudo, ese día también asistí a la increíble irrupción de un hervidero de mariposas. A la tardecita mi cuarto rebalsó alas; lo único que guardé en la memoria, como a una gema en mi alhajero, lo único precioso de un día para olvidar.
Pero mejor no invertir el orden sucesivo, después una cosa trae la otra y te perdés, como se perdió el traumatólogo en los pasillos del sanatorio. Al cabo de una media hora Alicia se fue, yo misma se lo pedí; podía valerme, esperaría en la salita y cuando acabara el trámite tomaría un taxi en la puerta, caminaría con el talón sin apoyar el dedo, que se fuera tranquila, le dije. Llevábamos hora y media de espera y ella hasta había hecho la cola para autorizar la radiografía y pagado los quince pesos de depósito reintegrable: “para la plaquita, claro, mamita” –oyó-, frase que le torció la boca en un gesto de desconcierto. Se resistió, no quería dejarme sola, pero la convencí. Y ni cinco minutos habrían pasado desde que la vi alejarse tras la puerta vaivén camino a la salida, cuando la vi abrirse otra vez a la puerta y dibujarse y entrar, al añorado doctor Minucci, quien me dirigió una sonrisa, no supe si amistosa o de pura compasión y un gesto que indicaba que yo debía entrar al consultorio y “sentate en la camilla madre, tenés una fracturita”, dijo, como si dijera “cerrá la ventana que hace frío”. Acto seguido afirmó mi tobillo con una mano y tomó entre los dedos pulgar e índice de la otra el dedo chiquito que había quedado orientado hacia afuera como un tallo mustio. El mismo dedo del otro pie se inclinaba hacia adentro recostado sobre su compañero y servía, claro, de paradigma; me acomodó la fractura, es decir, el hueso, le imprimió una rotación que me arrancó lágrimas, lo juntó con el dedo contiguo, usó una venda y cinta adhesiva y agregó “tenés que dejarla por treinta días así hasta que suelde, ¿sabés?”.
El estrés me salpicaba sin tregua con ese sedimento viscoso que filtran la espera, los olores, los dolores, la bronca. Y la incómoda sensación de pertenecer a una bizarra y nueva especie de madre universal, un nuevo prurito que me picaba en todo el cuerpo.
- ¿Pero... a ver si entiendo querida, qué tiene que ver esta historia con mariposas? ; ¿una irrupción dijiste, o yo...?
De alas, dije irrupción de alas, enjambre. El día terminó en un febril trasiego de vuelos erráticos. Cuando regresé, agotada y dolorida, mi hijo Valentín se detuvo a examinar los dedos vendados que apoyé sobre dos almohadones, y al cabo de un largo rato de minuciosa observación, mientras yo tomaba un vaso de agua con hielo y me serenaba, me miró riendo y dijo: “parece un capullo”. Y lo dijo así, remarcando la elle, “capulio” dijo; él habla en español, no en argentino como todos nosotros. Le brillaban los ojos: “va a salir una mariposa”, dijo; “¿de dónde?”, pregunté; “de allí adentro, del capulio”. Y las palabras de Valentín no son cualquier palabra, nosotras lo sabemos, vienen revestidas de ese impalpable valor agregado que las vuelve adagio, sentencia; de manera que mi reacción fue natural, me quedé absorta aunque dudosa, también, sí, porqué no admitirlo; contemplaba el vendaje con él sin apartar ni por un instante la mirada, la verdad es que se parecía al capullo de un tulipán, ventrudo en la base y afinado hacia la parte superior insinuando dos picos que bien podían llamarse pétalos. Pregunté: “¿estás seguro?”; “sí mami”, me contestó; y por alguna razón subterránea supe que su dictamen era válido, me sacudí las piedras ideológicas y penetré, enteramente desprovista de lastres, en su mundo axiomático. Acepté entonces que las vendas asumían la forma del capullo que la larva de tela adhesiva había tejido. Fue entonces cuando aparecieron. Insonoras, solapadas, abandonaban la crisálida, crujían un breve vuelo de bautismo y se prendían de paredes, cortinas, espejos, de la araña de cuatro luces; tal fue la suma de movimientos que les vi describir. Mariposas como psicodélicos dameros azafrán y tabaco, negro y marfil, malva y almagre, naranja y azul, hasta que no hubo punto, ni línea, ni un rincón visible o no visible en el dormitorio, que no formara parte de una vasta amalgama de color.
Y rodaron así, alborotados, entre sueño y vigilia, los últimos trechos de la tarde. La luz degradada se tornó una ceniza amarillenta y la calma fue lenta depositando su polvillo como una laca adormecedora sobre mí. El ambiente se confabulaba hasta en ínfimos detalles para que yo, agotada por el inmenso cansancio, el dolor en retirada gracias a los setenta y cinco miligramos del desinflamatorio ingerido, acunada en el vaivén de la risa y en los ojos mansos de Valentín, pudiera escapar veloz a la médula del sueño. Y me dejé ir, la mente en blanco, y ya no percibí otra cosa que el arduo entrechocar de todas esas volutas cromáticas que mi pie humeaba sin descanso bajo la tibia forma de un dulce, espiralado cortejo de mariposas en danza.
PÁGINA 4 – Narrativa
El Sol Verde
Por María Guadalupe Allassia (Santa Fe/Santa Fe/Argentina)
…lo he encontrado, un retoño de Nimloth,
el más anciano de los árboles.
Mas, ¿cómo ha crecido aquí?
J. R. R. Tolkien
La noche era redonda y cálida como el vuelo de un pájaro alrededor de la luna clara. Eugenia y Lucía no dormían. Miraban el cielo azul profundo que bajaba y bajaba hasta su habitación y entraba por la ventana cargado de estrellas.
-Lucía... ¿te gustaría viajar a la luna?-preguntó Eugenia sonriendo, con sus trece años de primavera.
-Shí-contestó su hermanita de dos años, sin vacilar.
Por la ventana abierta, bajo el vuelo blanco de las cortinas, entraron entonces las libélulas. Eran muchas y tenían una fosforescencia mágica maravillosa.
Las niñas comenzaron a flotar, libremente, detrás de las libélulas que subían, subían por la noche de octubre en una escalera de invisibles aromas de azahares de naranjo.
El espacio las esperaba con sus sillas de estrellas y sus burbujas de asteroides cristalinos para sentarlas en el medio de la luz y ver pasar las imágenes del espacio tiempo que libremente vagan por esas dimensiones.
El árbol se plantó en el patio y allí floreció y los hijos de sus semillas fueron muchos en Eldamar. De él nació en la plenitud del tiempo, Nimloth, el Árbol Blanco de Númenor.
Eugenia leía en un gran libro hecho de papel lunar, la historia de Tolkien. Una libélula espacial daba vuelta las hojas y entretejía silencios. Sobre la tapa del libro se leía: Silmarillion.
Y el árbol creció y floreció … y las flores se abrían al atardecer y una fragancia llenaba las sombras de la noche.
Hasta que Sauron instó al rey a que cortara el Árbol Blanco, Nimloth, el Bello, y unos guardias vigilaban el árbol de noche y de día.
Lucía se acomodó en su sillita estelar y continuó escuchando la fantástica historia.
En ese tiempo, en que dominaba Sauron, el Arbol se había oscurecido y no lucía flores… Pero Isildur pasó entre los guardianes y tomó un fruto del Árbol y lo plantó en secreto en Rómenna, donde brotó en la primavera.
En ese momento, apareció en el espacio la embarcación de Amandil, rumbo al oeste. Flotaba liviana, con luz azul, y navegaba dulcemente, cargada de vasijas y joyas, y rollos de ciencia escrita en escarlata y negro y el árbol, el árbol joven, el retoño de Nimloth el Bello.
-¿Subimos?- preguntó Eugenia.
-Shí, vamosh- contestó Lucía- mientras las libélulas la alzaban a bordo del barco navegador del espacio tiempo. Al hacerlo, perdió los zapatitos que quedaron, ingrávidos, en el vacío cósmico.
Un sol verde, ora cálido, ora no tanto, se mecía en un extraño viento que traía fragancias estremecedoras, efímeras, pero dulces.
Llegaron a la casa y las libélulas las dejaron allí, sobre las camas tibias. Las niñas se durmieron felices soñando que soñaban con el libro lunar y su historia mágica.
A la mañana siguiente, cuando papá se despertó y fue a saludar a las niñas, encontró el Silmarillion sobre la mesita de luz.
-Ah, dijo papá Marcelo-estuvieron leyendo a Tolkien.
Lo que no pudo explicar fue el pequeño sol verde colgando de la ventana.
Ni la ausencia de los zapatitos de Lucía.
Tampoco, el Árbol, Nimloth, el Árbol blanco, cubierto de capullos, que crecía suavemente en la habitación como una bocanada de aire fresco.
PÁGINA 5 – AMELIA BIAGIONI - 1918/2000 (Gálvez/Santa Fe/Argentina)
Lluvia
Llueve porque te nombro y estoy triste,
porque ando tu silencio recorriendo,
y porque tanto mi esperanza insiste,
que deshojada en agua voy muriendo.
La lluvia es mi llamado que persiste
y que afuera te aguarda, padeciendo,
mientras por un camino que no existe
como una despedida estás viniendo.
La lluvia, fiel lamido, va a tu encuentro.
La lluvia, perro gris que reconoce
tu balada; la lluvia, mi recuerdo.
Iré a estrechar tu ausencia lluvia adentro,
a recibir tu olvido en largo roce:
Que mi sangre no sepa que te pierdo.
De: “Sonata de soledad”- 1954-
El azul
Si te acercas
a su reino ovalado,
la puerta
te engulle suavemente,
y adentro
en lugar de la puerta
está la ley,
que ordena:
Hay que fijarse al tema azul
cantando sin pasado:
“Azul, azul, azul”,
y alcanzar la soga que pende azul
y enroscarla en el propio cuello
distraído,
y apoyando un pie, un párpado azul
-con el otro encogido-
en el vacío azul,
en su mano sin palma,
darse un gran envión
en torno al eje, al ojo azul,
girar desarrollándose
sobre la mano del vacío azul,
y cantar sin pasado:
“Azul, azul, azul”,
hasta que llegue el miedo,
o el rojo con espuma.
O el frío.
De: “El humo” – 1967-
No puedo privarme, aunque esté enfermo,
de algo más grande que yo, que es mi vida:
la potencia de crear.
Vincent Van Gogh-
Coronado de llamas en la noche cerrada
por mirasoles muros ciegos
pinta el transido Vincent del espejo
mientras la oreja ilimitada
una mitad sujeta y la otra andante
escucha en el dolor y el cosmos.
De: “Estaciones de Van Gogh- 1981-
En el bosque
Cada día una ráfaga me empuña
procurando mi identikit.
Siempre traza el rumor
que llega a la espesura y sopla:
Soy mi desconocida.
Tal vez
tu mensajera sin memoria
o tu evasión,
sopla el pájaro espejo
cancelándome.
Tan sólo sé
que el bosque errante de los nombres
es mi hogar.
De: “Región de fugas”- 1995-
Cavante, andante
A veces
soy la sedentaria.
Arqueóloga en mí hundiéndome,
excavo mi porción de ayer
busco en mi fosa descubriendo
lo que ya fue o no fue
soy predadora de mis restos.
Mientras me desentierro y me descifro
Y recuento mi antigüedad,
pasa arriba mi presente y lo pierdo.
Otras veces
me desencorvo con olvido
pierdo el pasado y soy la nómada.
Exploradora del momento que me invade,
remo sobre mi canto suyo
rumbo al naufragio en rocas del callar,
o atravieso su repentino bosque mío
hacia el claro de muerte.
Y a extremas veces
mientras sobrecavándome
descubro al fondo mi
fulgor inmóvil ojo
de cerradura inmemorial,
soy avellave en el cenit
ejerciendo
mi remolino.
De: “Región de fugas”- 1995-
Obra poética de Amelia Biagioni
“Sonata de soledad”- 1954
“La llave”- 1957
“El humo”- 1967
“Las cacerías”- 1976
“Las estaciones de Van Gogh- 1981
“Región de fugas”- 1995
Nuestro agradecimiento a la Profesora Betty Rambaldo por su aporte desinteresado.
PÁGINA 6 - Artículo ensayístico
Pablo Neruda y Miguel Hernández: un idilio poético
Por Ramón Fernández Palmeral (Alicante /España)
A Audún Bakke
El día 26 de marzo del 2006 en el cementerio de la Nuestra Señora del Remedios de Alicante me encontré junto a la tumba del poeta oriolano Miguel Hernández a un senderista y periodista noruego, a Audún Bakke que hablaba perfectamente español, hace años que reside en Albir (Alicante). Conversamos sobre su interés por el poeta oriolano y las causas de su muerte, me aseguró que Miguel Hernández fuera de España no es casi conocido, en cambio Pablo Neruda, sí lo es, yo le dije que Pablo fue Premio Nobel de Literatura en 1971, y además un poeta de obra muy publicada. Tras una larga charla, mister Bakke, me prometió que traduciría a Miguel al noruego para que le conocieran en su lengua. Esta conversación con el periodista noruego es el origen de este artículo, un idilio poético entre Neruda y Hernández como una forma de interrelación en la historia de la literatura española. También tuve la suerte de asistir, la tarde del 28 de marzo (64º aniversario de la muerte de Miguel), a la conferencia de Carmen Alemany Bay en la Sede de la Universidad de Alicante titulada: “Miguel Hernández y Pablo Neruda: historia de una amistad truncada por la muerte”, que fue presentada José Carlos Rovira, especialista en Neruda y literatura hispanoamericana, que además es autor de "Para una biografía literaria de Pablo Neruda”. Conferencia que me sirvió para tomar sustanciosos apuntes.
Pablo Neruda había nacido en 1904 y Miguel Hernández en 1910, se llevaban seis años de diferencia. Pablo, ya había entrado en contacto con Federico García Lorca en octubre de 1933 en Buenos Aires, cuando fue Lorca a estrenar Bodas de Sangre en la compañía de Lola Membrives que tuvo más de 100 representaciones, y además en la ciudad bonaerense daría múltiples conferencias entre ellas: “Discurso a alimón en honor de Rubén Darío” junto a Neruda, donde ambos se preguntan dónde estaba la plaza y la estatua en honor de Rubén Darío en Buenos Aires. Ambos poetas trabarán una fuerte amistad que continuará en Madrid.
Un años más tarde, Pablo Neruda llegó a España en mayo de 1934 como diplomático al consulado de Barcelona. En un viaje que hizo a Madrid a mediado de 1934 para gestionar la publicación del segundo poemario de Residencia en la tierra, con José Bergamín, conoce a Miguel Hernández en la redacción de Cruz y Raya; donde el oriolano ya había publicado el primer acto de su auto sacramental “Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras” (número de julio). Trabajo que Pablo había leído en Cruz y Raya, al que consideraba “de inaudita construcción verbal […] el más grande poeta nuevo del catolicismo español”, (Para nacer he nacido, Bruguera, Barcelona 1980, pág. 78). El poeta chileno había descubierto a un poeta, y dirá: “Era un escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática […]. Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de la tierra” (Confieso que he vivido. Pág-129). Miguel lo cuenta de esta forma en un escrito de junio de 1936: “Acabamos de llegar a Madrid [1934], él [Pablo] con polvo en la frente y en los talones de la India [Pablo había sido cónsul en Colombo (Ceilán), Batavia (Java) y Singapur], yo con tierra de barbecho en las costuras de los pantalones. Y me sentí compañero suyo desde el primer momento”. Había nacido, entre ambas almas sensibles al invisible mundo de los sentimientos, un idilio poético.
Además del auto sacramental “Quien te ha visto…”, de corte calderoniano, tenía Miguel Hernández publicado desde el 20 enero de 1933 su poemario gongorino “Perito en lunas”, con prólogo de Ramón Sijé, editado en “Sudeste” de La Verdad de Murcia. Obra hermética y descolgada de “Generación del 27” de alta calidad estilística, pero tuvo poca acogida por la crítica; sin embargo, Pablo Neruda, crítico sensible, al conocer al campesino Miguel que aún llevaba barro en los pantalones, y seguramente en los talones de las alpargatas, sus versos, le provocan un gran impacto en su doble aspecto: el de campesino español y el de la asombrosa calidad de sus versos; no obstante, las simpatías y el idilio poético naciente, fueron recíprocos, sobre todo al simpatizar a través de la comunión en la palabra poética, en los versos nuevos salidos del sentimiento más que del artificio verbal o arquitectura poética. El don sublime de la palabra era lo que verdaderamente les unía y les separaba a la vez porque los estilos eran opuestos, el primero llevaba una poesía católica reaccionaria y gongorina por influencias del estudio de los clásicos (Virgilio, Calderón, Quevedo, Góngora) y el segundo ya tenía “Crepúsculo” (1923), “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” (1924) y “Residencia en la tierra” (1925-1935), obras en transición entre el Modernismo de Rubén Darío y las vanguardias, de la poesía sin pureza, automática, llenas de surrealismo, a pesar de que el juglar de Isla Negra no se consideraba del todo surrealista.
En febrero de 1935 Pablo Neruda se instala definitivamente en Madrid como cónsul adjunto de la Embajada de Chile en la llamada “Casa de las Flores” ("por todas partes estallaban geranios”), barrio de Argüelles, calle del Prado nº 26. En Madrid viven los poetas más representativos de la que sería la "generación del ’27": García Lorca, Alberti, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Luis Cernuda y Miguel Hernández de la generación del 36. El grupo se reunía casi todo los días en los mismos bares de Correos, donde comentan sus creaciones diarias y se leen versos. Pablo conoce además a Antonio Machado lo vio varias veces, a Valle-Inclán, a Ramón Gómez de la Serna en su cripta de Pombo, a Juan Ramón Jiménez que escribía en “Sol” críticas literarias, no muy favorables, por ejemplo de Pedro Salinas o Jorge Guillén, en cambio, Miguel Hernández se libró de esos ácidos comentarios juanramonianos, quizás porque provenían de la prestigiosa “Revista de Occidente”, de la "Elegía" y seis sonetos. La revista de Ramón Sijé, “El Gallo Crisis”, había aparecido en el Corpus de 1934, (junio), y Miguel se lleva revistas para vender en su círculo de nuevos amigos en Madrid: Altolaguirre, Alberti, Cernuda, Delia del Carril, María Zambrano, Vicente Aleixandre y Pablo Neruda..., pero tiene de constatar que la nueva revista neocatólica no gusta a muchos a sus nuevos amigos.
Escribe José Luis Ferris (El País, Comunidad Valencia, 2-12-2004):
“Neruda hizo cuanto estuvo en su mano para colocar a Miguel en la corte. Empleó a fondo sus influencias y contactó con el vizconde de Mamblas, jefe de Relaciones Culturales del Ministerio de Estado, para que tratara de colocarlo en algún despachito funcionarial. El vizconde no dudó en extender cuanto antes el nombramiento, siempre y cuando el poeta especificara sus preferencias y el trabajo que mejor podía desarrollar”.
Neruda cuenta que Miguel le respondió: “¿No podría el vizconde encontrarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?”. Lo cual dudo que Miguel respondiera de esta forma tan pintoresca, ya que él había escrito y dado a entender en carta a Juan Ramón Jiménez “odio la pobreza en que he nacido” odiaba su trabajo de pastor de cabras, que puede ser tan digno como cualquier otro, pero Miguel había sido humillado en Orihuela cuando su padre le sacó del Colegio Santo Domingo de los jesuitas donde se codeaba con los hijos de la burguesía y dedica a cuidar cabras y vender leche.
Pablo Neruda dio una conferencia en la Universidad de Madrid el 6 de diciembre de 1934, en el acto coincidirán Miguel Hernández y Federico García Lorca, al que ya conocida desde que se lo presentó Raimundo de los Reyes en Murcia (2 de enero de 1933), que no recibe muy calurosamente al ya incordiante “poeta pastor”, sin embargo Miguel, humilde como era, le entregó el “Torero más valiente” (Tragedia española, inspirada en la rivalidad del torero Ignacio Sánchez Mejías y su cuñado Joselito) con el ruego de que se ocupara de la obra. Neruda percibe este rechazo lorquiano y le advertirá en una carta del 4 de enero de 1935 que no se forje falsas esperanza con Lorca. Es la famosa carta en la que sataniza a Ramón Sijé por la revista neocatólica El Gallo Crisis, cuando escribe: “Querido Miguel, siento decirle que no me gusta El Gallo Crisis, le hallo demasiado olor a iglesia ahogado en incienso”. El 9 de febrero de 1936, un importante grupo de intelectuales organizan una comida homenaje a Rafael Alberti y a María Teresa León en el Café Nacional, a su regreso de América y de la Unión Soviética, donde también acude Pablo Neruda y Federico García Lorca y Luis Cernuda…, pero no invitan a Miguel Hernández, su presencia era incompatible con los dos últimos poetas, señoritos andaluces, a pesar de la aceptación favorable de Pablo en su círculo de amigos. Tampoco invitan a Miguel al mitin político de adhesión al Frente Popular donde Lorca leyó un manifiesto en el mes de febrero días antes de ganar el Frente Popular.
El 4 de octubre de 1934 nació Malva Marina, hija de Pablo y de la holandesa María Antonia Agenaar, la niña padece hidrocefalia, enfermedad que tanto afectó a Pablo que Hernández se convierte en un asiduo visitante de la “Casa de las Flores”. En la revista Cruz y Raya, de Madrid, publica Pablo “Visiones de las hijas de Albión” y “El viajero mental”, de William Blake, traducidos por Neruda. Presenta también una selección de poemas de Quevedo, “Sonetos de la muerte”. Miguel pidió a Antonio Oliver en Cartagena y a Juan Guerrero Ruiz en carta de junio de 1935 que le facilitaran a Pablo y a su familia una estancia temporal en la isla de Tabarca (Alicante) o en una isla del Mar Menor (Murcia) “donde el mar no se encuentre con la arena, al ir a la tierra”, y habla de la hija que ya tiene diez meses y además le preguntará a Guerrero Ruiz si conoce a algún médico bueno de niños. Pero nunca fue a la isla Plana o de Tabarca. María Antonia y Malva Marina se fueron a vivir a Barcelona en 1936 y luego a Holanda donde la niña moriría el 2 de marzo de 1943. En el verano del 1934 Pablo había conocido a la bella artista argentina Delia del Carril en la casa de Carlos Mola Lynch, ella era quince años mayor que él. En 1936 comienzan a vivir juntos y se convertiría en su segunda esposa. En febrero de 1935 conocerá Miguel a la pintora gallega vanguardista Maruja Mallo en la casa de Pablo Neruda, con la que mantendrá un idilio amoroso, a la que dedicará algunos sonetos de “El rayo que no cesa”.
A finales de 1935 y después de que Pablo Neruda publicara el 15 de septiembre de 1935 en la Edición Árbol de Cruz y Raya, una segunda parte de Residencia en la tierra (1925-1935), poemario que causó en Miguel honda impresión, y en reconocimiento de este impacto le dedicará: “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda” y además una reseña en “El Sol”. Este poema de “exaltación vital” como ha expuesto José Antonio Serrano, no fue incluido en ningún libro y figurará como poemas sueltos. En este poema hernandiano de ciento treinta y cuatro versos, distribuidos en catorce estrofas, contiene evidentes influencias de Residencia en la tierra, como «caracolas» y «amapolas» como símbolo del vino y de la sangre; veamos y comparémoslo con el poema nerudiano: “Estatuto del vino” cuando Miguel escribe el verso “Alrededor de ti y el vino, Pablo…” (v.117) de “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”. Los verdaderos amigos son los que se forjan en las barras de las tabernas porque el vino como una sangre hermana une a los espíritus sublimes y también a los mezquinos. No queremos tomarnos una copa con un desconocido porque tememos hacernos de un nuevo amigo. Leamos esta primera estrofa:
Para cantar ¡qué rama terminante,
qué espeso aparte de escogidas selvas,
qué nido de botellas, pez y mimbres,
con qué sensibles ecos, taberna!
(Primera estrofa “Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”).
Las referencias a la taberna también se aprecian en el prólogo de “El hombre acecha”, como evocaciones de estas veladas: “Y recuerdo a nuestro alrededor aquellas madrugadas, cuando amanecíamos dentro del azul de un topacio de carne universal, en el umbral de la taberna confuso de llanto y escarcha, como viudos y heridos de la luna”. Tanto era el entusiasmo de Hernández por “Residencia en la tierra” que se atreve a escribir una reseña que publicó el diario “El Sol” de Madrid en 2 enero de 1936: “Ganas me dan de echarme puñados de arena en los ojos, de cogerme los dedos con la puerta […]. La cuya voz es un clamor oceánico, que no se puede limitar…”. Hay una carta inédita de Miguel a Pablo, de 8 de septiembre de 1938, publicada por “Orihuela Digital” donde le recuerda velada de vino, alegría y poesía.
En agosto de 1935, Miguel se hallaba en Orihuela y recibe una carta del poeta chileno en la que éste le anima a volver a Madrid, porque está a punto de imprimirse el primer número de “Caballo Verde para la poesía”, había mucho trabajo por hacer, y además a Pablo le comentarán en tono sarcástico: “Celebro que no te hayas peleado con El Gallo Crisis, pero eso te sobrevendrá a la larga. Tú eres demasiado sano para soportar ese tufo sotánico-satánico”. Neruda estigmatiza la labor mentora de Ramón Sijé, quizás indirectamente, porque le interesan los brazos de Miguel, y Miguel acude inmediatamente a Madrid, en este viaje le acompañará su hermana Elvira. Llegará con la ceja izquierda rota en inflamada porque se había dado un golpe al bañarse en el río Segura. Ramón Sijé teme perder a su gran amigo y paisano para sus ideales neocatólicos, pero pronto tiene que constatar que el ambiente de Madrid puede más que los ecos de la lejana Oleza mironiana.
Miguel Hernández se mueve en todos los frentes literarios de Madrid, es invitado por Pablo Neruda a publicar en la recién fundada revista “Caballo Verde para la poesía”, que dirigía simbólicamente el chileno a petición del poeta e impresor malagueño Manuel Altolaguirre que le ofreció la dirección muy generosamente. Una revista impulsora de la corriente neorromántica y la llamada poesía impura o sin pureza, corriente contra la que se sitúa Ramón Sijé, con sus artículos en “El Gallo Crisis”, y en “La decadencia de la flauta y el reinado de los fantasmas”. Hernández, publicó solamente un poema en el primer número de “Caballlo Verde...” de fecha 18 de octubre de 1935, un poema titulado: “Vecino de la muerte”, y escribe a sus amigos cartageneros “No puedo mandaros la revista porque no me han dado más que un número”. Miguel ha experimentado un cambio estético y poético, que se vierte hacia Pablo Neruda y Vicente Aleixandre. Surgen recelos entre Ramón Sijé y Pablo Neruda por la pérdida ideológica del amigo, y escribe a Miguel: “Pablo, selva, ritual narcisista e infrahumano de entrepiernas, de vello de partes prohibida”.
En esta revista que Alberti le quiso llamar “Caballo rojo”, pero no fue aceptado, donde publicaron casi todos los poetas de la “Generación del 27”. Salieron a la venta cinco números, el sexto se quedó en la calle Viriato (nº 73, casa madrileña de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre) sin compaginar ni coser, debía salir el 19 de julio de 1936, estaba dedicado a Julio Herrera Reissif -segundo Lautréamont de Montevideo.
Durante la guerra civil española Pablo escribe “España en el corazón: Himno a las glorias del Pueblo en la Guerra” (1937-1938) que tuvo su primera edición en la editorial Ercilla y Tor de Buenos Aires, y luego tres ediciones en la imprenta que Manuel Altolaguirre y Concha Méndez había montado en un viejo monasterio cerca de Gerona por los miembros del Ejército del Este, pero no llevó a ver la luz en España, sino en Francia cuando se lo llevaban los republicanos exiliados y otros muertos en los caminos.
Miguel publicó “El rayo que no cesa” en la editorial “Héroes” de Manuel Altolaguirre, y salió el 24 de enero de 1936. Cuatro años y medio después, convertido Miguel en soldado de la poesía, edita en "Socorro Rojo", en plena contienda civil “Vientos del pueblo” en 1937, dedicado a Vicente Aleixandre "Vicente: a nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres..." Publica “El hombre acecha” en 1939, dedicado a Pablo Neruda “Pablo: Te oigo, te recuerdo en esa tierra tuya, luchando con tu voz frente a los aluviones que arrebatan la vaca y la niña para proyectarla en tu pecho." Una edición que no llegó a salir al público, y que hoy se conoce gracias a que se salvaron dos capillas, una de ellas en poder de José María Cossío, que publicó en edición facsímil la Casona de Tudanca de Santander en 1981. En este poemario debe ser tomado como eje de la poesía de guerra, sobre cuyo poemario escribió un ensayo quien firma este artículo: “El hombre acecha como eje de la poesía de guerra”, publicado en la Editorial Palmeral, 2004. En este libro Miguel, publica un poema agónico, en solicitud de ayuda a la causa, es el titulado: “Llamo a los poetas”, donde nombra a Pablo Neruda en la primera estrofa, después de Vicente Aleixandre lo cual supone un latente recuerdo por el chileno:
Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío.
A finales de 1936 Pablo Neruda es destituido de su cargo consular en Madrid debido a haber participado en la defensa de la República, y se traslada primero a Valencia y luego a París. Se separa de la María Antonieta Agnaar. Ya en París residirá con Delia del Carril en el mismo apartamento con Rafael Alberti y su mujer María Teresa León en Quai de l´Horloge. En el verano de 1937 viene desde París en un tren junto a muchos escritores y asiste al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que se celebra entre Madrid y Valencia. En este viaje llegará Neruda con Miguel Hernández, “vestido de miliciano y con su fusil al hombro”, que se había alistado voluntario en el 5º Regimiento del Partido Comunista, a la “Casa de las Flores” a la entrada de la ciudad universitaria en el frente norte de Madrid, que era su residencia abandonada, donde había dejado sus libros y sus cosas. Miguel había buscado una vagoneta para cargar libros y los enseres de su casa: “Los libros se habían derrumbado de las estanterías. Era imposible orientarse entre los escombros… Miguel encontró por ahí, entre los papeles algunos originales de mis trabajos… Le dije a Miguel no quiero llevarme nada…-¿Nada? ¿Ni siquiera un libro? –Ni siquiera un libro- le respondí. Y regresamos con el furgón vacío”. Lo podemos leer en “Confieso que he vivido. Memorias” (1972-1974), página 144-145, de la edición Planeta, colección Clásicos Contemporáneos Internacionales (1992). En estas Memorias le dedica a Miguel Hernández unas páginas en capítulo 5.- “España en el corazón”, y le nombra en varios apartados, entre ellos cuenta el famoso caso del asilo a Chile, y de cuando el embajador de Chile “Carlos Morla Lynch, le negó el asilo al gran poeta, aun cuando se decía su amigo”. También publicó esta acusación en la revista Ercilla, de Santiago de Chile, el 29 de diciembre de 1953. En este libro le dedica varios párrafos a Miguel en los apartados: “Miguel Hernández”, “Caballo Verde para la poesía”, “Mi Libro sobre España” y en “Un Congreso en Madrid”.
Existen ciertas dudas sobre lo que escribió Neruda acerca de la petición de asilo de Miguel en la Embajada de Chile y la negativa de Morla. La embajada chilena estaba situada en calle del Prado, número 26; podemos conocer la lista nominal de los 17 exiliados republicanos en esta embajada gracias a un artículo de Francisco Esteve: “Luna (1939-1940). Análisis de una revista singular...” (Apartado.- Exilio Interior). Arturo del Hoyo escribió “Dramatis persanae: Carlos Morla Lynch y Miguel Hernández”. (Ver en Biblioteca Hernandiana. documento 2, de la Fundación Cultural Miguel Hernández, Orihuela, 2003). Donde escribe Arturo del Hoyo que Neruda atacó duramente a Carlos Morla, donde asegura “Carlos Morla Lynch no tenía facultades para dar o negar asilo a Hernández, porque no era ya encargado de Negocios de Chile en Madrid..., concretamente desde el 8 de abril de 1939, que cedió el puesto a Enrique Gajardo…” y afirma que Neruda se equivoca. Asegura Arturo del Hoyo, que “Morla ofreció asilo a Hernández, pero que este no se asiló. ¿Por qué?” Se intuye que Miguel era el autor de “Vientos del pueblo”, y no podía desertar ni traicionar los principios o mensajes de sus versos, y además no se marcharía sin su mujer ni su hijos, pero no se ha dicho que, seguramente Josefina no se iba a marchar a Chile con su hijo, y dejar a su madre y a sus hermanos en estado de precariedad, siendo ella la hermana mayor.
Otra versión de los hechos, es la del sevillano Antonio Aparicio, que estaba refugiado en la Embajada de Chile a la espera de salvoconducto, que le presentó a Germán Vergara nuevo encargado de Negocios, y éste le ofreció refugio al poeta, que no aceptó. “yo jamás me refugiaré en una embajada”, cuenta María Teresa León en “Memorias de la melancolía”. Y además se negó a oír las advertencias del abogado Diego Romero y José María Cossío, y se vino a Cox.
En 1939 Pablo, es nombrado Cónsul para la emigración española, con sede en París. Cuenta Mará Teresa León que con la ayuda de Anne María Commène intermediaron a través de la mediación de monseñor Braudillart amigo de Franco, “…cuando terminé de hablar, todo estaba decidido”. Miguel Hernández salió de la cárcel el 17 septiembre de 1939, pero el 29 del mismo mes es detenido en Orihuela acusado de ser periodista y pertenencia a la Alianza Intelectual Antifascista. Si bien lo que cuenta María Teresa León no parece del todo cierto, porque no ha podido demostrarse documentalmente, porque, cuando detuvieron a Miguel por segunda vez en su pueblo, de nada le sirvió el favor de monseñor Braudillart ante Franco en su primera detención. La segunda vez no fue puesto en libertad y murió en una cárcel franquista el 28 de marzo de 1942. Aunque Pablo Neruda coincide con la versión de María Teresa León sobre la actuación del ciego monseñor Braudillart de 80 años.
Durante su prisión Miguel mantiene correspondencia con Pablo Neruda, le escribió desde la cárcel de Torrijos “Es de absoluta necesidad que hagas todo cuanto esté en tu mano por conseguir mi salida de España y el arribo en tu tierra en el más breve plazo de tiempo posible”. Miguel manda misivas a todas aquellas personas que pueden ayudarle con el abogado Juan Bellod, Luis Almarcha, Martínez Arenas y también con José María Cossío y Martínez Fortún (Mario Crespo es autor de un artículo muy interesante, aunque muy breve: “Miguel Hernández y José María Cossío” en Alerta Santander, de 12-10.2004). Miguel pide a Josefina que busque al abogado Juan Bellod de Orihuela (Juanito) para que le defienda, pero como Bellod no le puede defender, José María Cossío y Eduardo Llost el consiguen al joven abogado Diego Romero Pérez. Es decir que Monseñor Braudillart no vuelve a aparecer en escena.
Tras la muerte de Miguel en la Residencia de Adultos de Alicante el 29-03-1942, Pablo lo consideró siempre como un asesinato, contribuyó a difundir la obra del poeta oriolano en conferencias y en entrevistas como en la que hizo a Rita Guibert en enero de 1970 en Santiago de Chile, donde dijo que Miguel era como un hijo para él y que casi todo los días comía en su casa.
Las posibles causas de la desconcertante puesta en libertad de Miguel Hernández Gilabert el 15 de septiembre en la prisión de Torrijos de Madrid, como ya demostrara Juan Guerrero Zamora en su libro “Proceso a Miguel Hernández” -El Sumario 21.001, Dossat 1990, página 124, (ver informe de la Dirección General de Seguridad)- se debió a los informes favorables del Sr. Cossío “que el considera una persona inofensiva que nunca se metió en Política”, a la abundancia de burocracia y procesos penales abiertos, a las competencias y jurisdicciones de los Tribunales y a los sistemas de comunicación por correo oficial. Además, desde el principio, en una documentación aparece unas veces como Fernández y en otras como Hernández.
A) La orden de puesta en libertad en Torrijos vino del Sr. Coronel Jefe de los Servicios de Orden Público y Policía de Madrid, y se justicia: “toda vez que en su expediente no había nada desfavorable concretamente como no fuera el haber sido escritor de izquierdas que quedaba en parte desvirtuada la mala impresión que pudiera producir su ideología política, con el informe favorable emitido por el Sr. Cossío. Permitiéndome hacer constar una vez más que como no había constancia de las diligencias instruidas en Huelva…” (Director General de Seguridad da explicaciones de la puesta en libertad al Juzgado Milita de Prensa, 20-10-30).
B) No sabemos por qué causas las primeras diligencias, es decir, el atestado instruido en Rosal de la Frontera por el Cuerpo de Investigación y Vigilancia de Fronteras (no la Guardia Civil como se viene diciendo) no llegó a Madrid junto al detenido. La detención se debía a paso clandestino de frontera por no llevar el pasaporte, una falta administrativa o gubernativa y de competencia del Gobernador Civil de Huelva, por eso, quien ordena el traslado a Madrid es el Gobernador Civil, y no un juez de Huelva.
C) Cuando llega el detenido a Torrijos no llega con las diligencias previas o atestado, a pesar de decir en el telegrama del Gobernador que las diligencias acompañan al detenido por pasar clandestino la frontera y ser presunto “responsable de actividades delictivas en esa Capital”, esa capital es Madrid. Más tarde aparecerán y llegarán las diligencias al Auditor de Guerra del Ejército, y se abrirá el sumario de urgencia 21.001. que pasará al Juez Especial de Prensa, Plaza del Callao, 4 de Madrid el 19 de junio de 1939, Manuel Martínez Gargallo, el cual le toma declaración indagatoria para saber por qué lo habían mandado a él.
D) La carta favorable del Sr. Cossío (firmada por poderes el 8 de julio-39) debió llegar al Sr. Coronel Jefe de los Servicios de Orden Público que no sabía que el Juez Especial de Prensa Sr. Gargallo lo había procesado. Por eso en cuanto el Juez Gargallo se da cuenta de la puesta en libertad por orden gubernamental pide explicaciones y extiende edicto de captura y detención del procesado. Porque de hecho se le estaba procesando militarmente según lo demuestra la declaración indagatoria del 6 de julio 1939.
Neruda confesó que su paso por España durante la guerra civil fue muy importante para su ideología, y fue además una de las causas de afiliarse al partido comunista chileno. Durante 1948 permanece Neruda oculto en Chile, escribiendo Canto General, en el canto XII: “Los ríos del canto”, aún le recuerda y le dedica un grandísimo poema titulado “A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España”
LLEGASTE a mí directamente del Levante. Me traías,
pastor de cabras, tu inocencia arrugada,
la escolástica de viejas páginas, un olor
a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado
sobre los montes, y en tu máscara
la aspereza cereal de la avena segada
y una miel que medía la tierra con tus ojos.
(Fragmento)
En febrero de 1955 rompe con Delia del Carril y comienza a vivir con Matilde Urrutia, a la que ya conocía desde 1951, en París, quien será su gran amor de madurez.
En 1971 la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura, en dicho acto pronunció un discurso, que empieza: “Mi discurso será una larga travesía... un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas”.
Al único poeta que Pablo Neruda citó en su discurso, fue al francés, pionero del simbolismo, Rimbaud, el vidente.
NOTA.- Audún Bekke cumplió su palabra, en el número 7, de 1-17 de Abril de 2006, en la revista AKTUELT Spania, Editada en Albir (Alicante), publicó tres artículos en noruego, uno sobre la vida de Miguel, otro sobre la Senda del poeta y el tercero sobre Rosario la dinamitera.
PÁGINA 7 – POETAS ARGENTINOS
Encuentro con Antonio Di Benedetto en Caracas
Un tambor negro resonaba lúgubre
cuando nos encontramos, en Caracas.
(Santiago de León de Caracas,
ciudad hispanoindia,
ciudad de negros cantores, de autopistas,
gringos, aventureros, magnates del dólar,
miserables.)
Un tambor negro nos saludaba
con su redoble de muerte.
La Virgen de madera pintada y rostro oscuro
nos miró cuando huérfanos andábamos
por la calle de gritos.
Veníamos de largas travesías, de amigos ensangrentados,
de viñedos
polvorientos y solos.
El rumor de los álamos de Guaymallén
secretamente nos unía.
Ya frecuentabas los abismos fulgurantes
que separan el día de la noche.
Ya conocías el ruido y la violencia
que asediaron tu casa de silencio, a orillas del zanjón.
Un tambor negro resonaba lúgubre
y no sabíamos entonces
que anunciaba la muerte de un inocente.
Graciela Maturo (Buenos Aires /Argentina)
Heb. 10, 7-10
En la acumulada oquedad de la Historia
-peso inconcebible-
la Palabra dice:
“He aquí que vengo…”
Y todo adquiere las formas del origen.
Todo canta la novedad del Amor.
Osvaldo Pol [sj] (Córdoba/Argentina)
“bienes de la tierra”
los dedos pulgar e índice --levemente combados en labor de
pinzas/ presionan el contorno irregular --de esa piedrita que
has recogido a la orilla del río/ la colocan bajo la luz de una
lámpara eléctrica/ que alumbra de su figura –la suavidad de
los bordes/ el tallado paciente de las aguas
Esteban Moore (Buenos Aires/Argentina)
Oda a la muerte.
Poema X
Ayer morí y hoy muero
junto al pensamiento huésped,
testigo astillado
ante la posibilidad de la ruptura.
Morí para sentir la levedad del verbo
que corroe mi carne sustantiva,
con la esperanza
de encontrarle a la muerte sus facciones
junto al faro de la corriente impía.
Morí para llegar desnudo,
para llegar sin alas
a la eternidad que todo juzga;
para rescatar la pureza del pecado
y redimir al pecado sin pureza.
Muerte, inmanencia de tu nombre.
Recibo tu paz
de luminiscentes labios,
que me dejan aislado y solo en el discurso.
Celosamente en mi sepulcro,
custodio tu palabra.
La muerte murió conmigo.
Morí para ser otro;
morí para vivir la vigilia del desgarro
en el goce permanente del poema.
Luis María Sobrón (Entre Ríos-Mar del Plata/Argentina)
Dilectas
Poema V
Es posible, me digo
que mi alma
tenga un principio incierto,
tenga un final incierto.
ella,
gran tejedora en el telar del tiempo,
es más vieja que yo y más lejana.
sus extensiones pálidas acechan
cada aliento que pasa y cada fuga,
buscando en cada sitio,
desarmando rincones
donde a veces los sueños
se dejan descansar serenamente
como si arriba
no apurara la luna su costado de pena,
las cifras de la vida…
Nicasia Baunaly (Tucumán/Argentina)
PÁGINA 8 – Narrativa
La grama encubierta
Por Esther Andradi (Ataliva/Santa Fe/Argentina–Alemania)
Mi abuelo el árabe llegó a Argentina sin conocer una palabra de castellano. Dicen las lenguas familiares que en Buenos Aires sus paisanos le dieron una maleta con artículos para vender que él tiró por ahí porque le avergonzaba su español insuficiente y siguiendo las vías del ferrocarril llegó a una colonia de inmigrantes donde iba a conocer a mi abuela. La colonia se llamaba Nuevo Torino, de modo que el castellano, por cierto, tampoco era su fuerte. Mi abuelo se bastó con una mandolina para enamorar a las mujeres y todavía hoy no hay hombres en la colonia que no hayan oído hablar del lenguaje de sus brazos, sea para la dura faena del campo o para la pelea, que ganas no le faltaban al árabe, ni susto le daban ni una ni otra. De esa mixtura piamontesa y árabe, dialecto de Oms, nacieron mi padre y sus diez hermanos, a la sazón los tíos de mi infancia, de las fiestas de la yerra y de los chistes verdes en piamontés. Porque fue la abuela quien legó su lengua a la familia, mientras el abuelo relegaba su idioma y enterraba la nostalgia.
Mi abuelo el anarco-sindicalista llegó de Turín siendo un niño y la leyenda familiar cuenta que todos servían al rey, y habla de caballos blancos y negros ornados para los desfiles, de una pompa que en las pampas argentinas de esos años, sin asfalto ni agua corriente ni electricidad, sonaban como a historias de aparecidos de cualquier otro planeta. Lo conocí poco, con su altura desorbitante, su blancura casi lunar y sus anteojos de hombre que parecía destinado a actividades del espíritu.
Murió cuando yo todavía era una niña pero me legó su olor. En los fondos de la casa de la abuela, que hoy ya no existe, estaba la piecita del tesoro que yo visitaba a la hora de la siesta: la abuela guardaba allí los recuerdos de su esposo. En medio de alcanfor y naftalina sobresalía el olor de las revistas, a papel viejo y fotos de colores, que, en una época sin televisión, acaso alguien pueda comprender la fascinación que ejercían en una niña. Revistas políticas, fotos de los compañeros en el sindicato, recortes de periódicos antiguos, todo se remozaba en los cajones de la cómoda de la piecita donde también se guardaba el yunque de mi abuelo, que era metalúrgico y como tal comandó más de una huelga y uno que otro sindicato. La relación entre la abuela con ínfulas aristocráticas y el abuelo anarco provocó la ira patriarcal y la expulsión de la bella Teresa del paraíso familiar. De esa catástrofe nacerían mamá y los seis tíos por vía materna. Con todo, la desheredada y el político legaron a sus hijos el dialecto italiano dizque del rey.
Ni qué decir que con esta historia de mezclas y de pérdidas, siendo niña me cuidaba muy bien de pronunciar cualquier palabra que no fuera típicamente “argentina”, si es que algo así existe. El sistema de lenguaje familiar de la infancia era precopernicano: el castellano-argentino era el centro del mundo y aquel que no lo hablase correctamente merecía el destierro, y la repetición del año escolar, para más humillación. Los demás mundos eran satélites imperfectos cuya vida dependía del idioma oficial. Sin embargo, este idioma era una suerte de castillo, que, por acción de los puentes levadizos de los demás idiomas, podía quedar protegido como también aislado de la vida. En otras palabras, cuando mis padres comentaban sus secretos hablaban el idioma periférico. Igual que mi abuelo el árabe, que, de tanto en tanto se refugiaba en el jeroglífico con sus paisanos condenando a la abuela María al silencio. El idioma entonces era puente y puerta, así como la periferia podía ser a la vez centro y viceversa, en un movimiento continuo de relaciones, atracciones y oposiciones. Pero eso se me iba a revelar mucho más tarde.
Porque ese universo de mi infancia permaneció encubierto durante años hasta el encuentro con el idioma alemán. Idioma que, como se sabe, nada tiene que ver con el árabe ni con el piamontés y tampoco con el castellano. En Alemania no sólo el idioma hablado era diferente. Hasta las interjecciones, el idioma gutural de la infancia, venía en otro envase. Así por ejemplo, los amigos alemanes decían "Ajjj" para expresar la belleza, cuando todo el mundo sabe que en castellano argentino "ajco" -asco- se "dice" con jota. Pero "asco", según el idioma del nuevo mundo, se expresaba con una interjección que suena más o menos así "iii-guet-iii-guet" algo que a mí no me decía nada. Y en cuestiones de vida o muerte, si yo decía "ay" para expresar mi dolor, el otro pensaba que se trataba de un juego porque el "ay" de ellos es "aua", y así hasta el infinito. ¿Qué hacer frente a tamaña diferencia? ¿Refugiarme en el exilio interior o dejar que me lavasen el cerebro? Como mi abuelo, el árabe, abrí mis puertas al nuevo sistema solar que se me ofrecía y me metí de lleno a aprender el idioma, a disfrutar de su sonido, a irritarme con sus incontinencias, a rebelarme con sus diferencias. El riesgo que ofrecía tamaña aventura no me era desconocido. En cualquier momento corría el peligro de ser tragada por el agujero negro teutón y adiós pampa mía. Pero también tenía la posibilidad de ganar un universo que se conjugara con el mío y que, en el espacio sideral, ambos pudiesen convergir y moverse con la distancia que permite la atracción, pero no la deglución. Juntos, pero no mezclados, como se dice en criollo. De esa relación contradictoria, tortuosa y por cierto alterada por no pocas desesperaciones y dolores, he ido ganando, poco a poco, profundidad en el universo de mi mundo de idiomas maternos, los hablados, los callados, los gestuales, y podría decir que, a la larga, el resultado no deja de ser satisfactorio, aunque, de vez en cuando, suele arrebatarme la tentación de refugiarme en el castillo y levantar los puentes. ¡Como si el aceptar el nuevo universo fuese cosa a estas alturas de mi voluntad!
Lo único inquietante de toda esta historia es que mientras gano en profundidad, mientras me sumerjo en el origen y el nombre de las cosas en mi idioma original, buscando la raíz y dejando de lado la espontaneidad y la presunta inocencia del idioma materno, me suele asaltar la nostalgia por la extensión, privilegio que conservan los que viven en el idioma. Quiero decir, que mientras estoy en el castillo alemán, el castellano se me manifiesta con la contundencia del nombre, con la fuerza de lo esencial, de lo originario/original, con la insistencia con que suelen expresarse las periferias. Y por cierto, la nostalgia de perderse en la infinita pampa del lenguaje colectivo, coloquial, vital, permanente, en el que nadan los que están allá, se hace especialmente patente, apenas me rozo con ese lenguaje, sea en el encuentro con el viajero recién llegado de aquellas tierras o en un viaje hacia allá, donde me alcanzan las nuevas palabras. Entonces, por un instante me baño en el mar del idioma vivo de esos días. Y gracias a la exaltación se refuerzan en mi alma los giros oídos en la niñez, las risas paternas, los chistes verdes en piamontés, las protestas y ordenanzas e inventos de palabras de esa familia que un día asumió el castellano-argentino. Pero que, a la vez, en un pacto secreto, en sus valijas deshechas, en sus bártulos desarmados, en la nostalgia de un universo que no se resignaba a perder, guardó sus vocales e interjecciones, sus ayes y sus peros, por si alguno de sus descendientes, estimulado por el dolor de la opción, las recuperase algún día. Entonces descubriría que no hay centro ni periferia que dure cien años, ni gramática y corazón que lo resista. Que hay una fuerza que persiste como la grama, que sigue creciendo bajo la tierra recién removida.
PÁGINA 9 – RESEÑA DE LIBROS
El resplandor de una escritura - “Poesía junta (1952-2005)”, de Rodolfo Alonso - Alforja, México, 2006, 168 páginas
Fue un honor presentar esta antología a los lectores mexicanos. Traductor, ensayista, crítico y, ante todo y sobre todo, poeta, Rodolfo Alonso ha publicado más de veinte libros de poesía. El título del primero, que recoge poemas escritos desde los 17 años, anuncia la obsesión central de esta voz única: salud o nada. “Yo quiero ser / de los que aman la vida / de los que son la vida / candente inimitable.” Desde hace más de medio siglo, esta voz cristalina celebra la existencia vertebrando su palabra como una espiral más abierta. La espiral, dijo sor Juana, es la verdadera representación de la belleza.
La belleza hace la música de estos poemas, repujados con un rigor formal, imaginativo y conceptual excepcionales. “Yo los invito / a pasear el amor entre los indiferentes”, invita Alonso. Su fulgor sin duda nace de un subsuelo de dolores y suciedades del mundo que él supo apisonar a golpes de hermosura. En una época cada vez más deshumana como la que nos toca padecer, llagada por ese genocidio más silencioso que el de los hornos crematorios pero no menos terrible que es el hambre, su poesía dispara contra los ministros de la muerte y espera el tiempo “en que la palabra amor no tenga necesidad de ser pronunciada”. Parafraseando a René Char, no permite que los caminos de la memoria sean cubiertos por la lepra de los monstruos.
Alonso, poeta verdadero, nombra lo que no tiene nombre todavía. Su poesía crece a la intemperie de lo que va a venir y está llena de hombres y de mujeres: le duelen “las cadenas / las manos de los otros”. Ve la palabra ajena y la alberga, la transforma, la calcina para devolverla limpia al otro. Interroga al misterio y encuentra los laberintos del enigma: “El bien y el mal te forman un solo meridiano.” Se piensa a sí misma y, para saberse, se ignora. Su invención ensancha la invención del horizonte.
Este libro, más que antología, alcanza para atisbar la grandeza de la poesía de Rodolfo Alonso y ser tocado por ella. Ojalá el lector pronto conozca su obra entera: entrará en otros territorios de la “Señora Vida” donde “el bello amor / se queda y vence”. El resplandor de su escritura, virtud de una sobriedad que es materia, ilumina los tiempos oscuros, “calienta / el corazón del mundo”.
Juan Gelman (Buenos Aires/Argentina)
PÁGINA 10 – POETAS OLVIDADOS: ADRIANA DÍAZ CROSTA – 1960/1995 – (Santo Tomé/Santa Fe/Argentina)
Te quiero.
Te quiero
desde la punta de mis dientes
hasta la saliva sublevada
cuentagotas de la bronca.
Te quiero pese a tus achaques
a la polio que te sobrevino.
Estás de vuelo corto y deforme
ceibo carbonizado
virgen trotacalles.
Te quiero tierra de nadie
terrón con sarro
corazón de violeta y grela
de malones bicicleteros
de laburantes cuajados.
Te quiero país de los disfraces
con mal aliento y estreñimiento
de frac cortando alambres.
Te quiero azul, celeste… blanca, patria
fuelle mudo, descascarado
garaba taconeando en un bache.
Te quiero con tus vacas flacas
tus duendes de contramano,
tus desmemoriados
y el esqueleto de tu bandera empiojado.
Me niego, me niego
a tus zapatos con caries
a tus círculos que también son cárceles.
Te quiero, paisana, gringa, gallega,
de pie y descalza y sangrante.
Te quiero cabecita negra, como nunca te quise antes
(aunque no sé si este amor alcanzará para salvarte)
Los puños de la paloma.
Una gota de cartón
una mano
mirando hacia arriba
un pico mordiendo
la intemperie
una sangre descuidada
pisada por la calle.
Detrás de un paisaje de plumas
nosotros
con una fe descobijada
y lunas desnudas
y vuelos de barro
nosotros
entre sudadas azucenas
y estetoscopios caídos
y puños masticando el aire.
Un racimo
desmigajado
un canto ardido
un hijo que se va
un matutino cerrado
un pensamiento debajo de la mesa
el parto de una flor
un sueño en remojo
por la boca
de la palangana
nosotros
una cólera de palomas.
Tengo
treinta un años
Desenvuelvo caramelos en tu piel
en tu balbuceante ternura sin chaleco
Me como la noche en tus ojos
Me como tus besos uno a uno
Subo cartílago a cartílago la escalera de tu sangre
y armo este último mes de cigüeñas mientras pienso que
tengo treinta y un años
la cama tibia doble mano
una bandada de amigos
y un país que espera
calzar pantalones largos.
Son las diez vertical
en la mañana sin rimel
cuando hombres
mecidos por corbatas
dejan que los sellos
pongan risas de goma
en los recibos de la luz
Un vendedor de café
una cola de jubilados
un agujero en el pulóver
una mujer agitando
las espaldas del pantalón
un bebé allá
en el útero
un cajero gritando cheque número
unas ganas de llorar
Y yo
en medio de tanto impuesto
me pongo a escribir este poema
que venció ayer.
No hay con qué darle.
Ni con locas maniobras de clausura
Ni desligando sus Trompas de Falopio
para que esos esqueletos
(bajo las uñas)
Apunten en otras direcciones.
No hay con qué darle.
Ni con el Guernica
de amuleto en las paredes
Ni con ascensores
desnucados en mi almohada
Ni soñando
un frenesí de alas.
No hay con qué darle
a la muy maldita.
Anda desvariando
sobre mi vida
Siempre boqueando
con sus ojos
en el nudo de mis manos.
No hay con qué darle.
Y sin embargo
hilvano un poema en cada puño
como un samurai
afilo el bosque de mi espada.
Me invento un sol
adentro de la taza
Y le ofrezco batalla.
PÁGINA 11 – Artículo ensayístico
El mal de ojo, una creencia universal
Por Luisa Futoransky (Buenos Aires/Argentina-Francia)
“El mal de ojo” es una expresión negativa muy extendida en todo el mundo. Consiste principalmente en una influencia nefasta ejercida por hombres, cosas, animales o situaciones especiales sobre otros hombres de manera intencional o incluso involuntaria.
Fundamento de la creencia es el poder atribuido a los ojos como núcleo del cual pueden emanar flujos de mal augurio, que a través de la mirada “arrojan mala onda”. En italiano arrojar es “gettare” de ahí todos los derivados castellanizados de “jettatore”, “yeta” y afines. Es lo que en euskera llaman beguizco.
El poder operante de los “yetatores” es tan fuerte que pueden actuar mediante una apariencia de características múltiples que incluye a las personas enlutadas, las que usan habitualmente anteojos negros que impiden verles los ojos, las de aspecto esquelético y rostro melancólico; las que hablan con voz ronca, baja y monocorde. Su conversación suele estar llena de quejas y cuentan desgracias. El tema recurrente son las enfermedades, sobre todo propias.
Stendhal y Alejandro Dumas padre estuvieron literalmente fascinados por el ascendiente que estos “yetatores” ejercían en el pueblo y el primero lo señaló en su libro de viajes Rome, Nápoles et Florence, de 1817 y el segundo en Le corricolo de 1843, donde Dumas dedica varios capítulos -escritos, dicen, por uno de sus eruditos asistentes napolitanos-, a un reconocido portador de mala fortuna al que atribuyó todo tipo de terribles desgracias; desde la muerte de su madre en el parto, el incendio del teatro al cual asiste a la inauguración, hasta la inopinada pérdida de una batalla cuando agitó la bandera de la victoria.
En mi adolescencia uno de los personajes más populares de la tira de la revista humorística Rico Tipo se llamaba Fúlmine y su creador, fue el dibujante Divito. A su cercanía se atribuía la producción de todo tipo de males, y como todo poderoso “yetatore” podía ocasionarlos a distancia. A sus características de pájaro de mal agüero de manual, se sumaba un accesorio que acentuaba su nefasta disposición: no lo abandonaba jamás en sus correrías el prominente paraguas negro de rigor. Decir que alguien tiene calidad de “yeta” es muy argentino. Nada como una reputación bien cimentada de “fúlmine” para aniquilar el renombre ajeno. El rumor anónimo forma parte de la política de tirar la piedra y esconder la mano que nos gusta tanto. Incluso un profesor de derecho político nos ejemplificaba este tipo de acción repitiéndonos, como si de alguna manera fuera una hazaña, que el periódico Crónica, el de mayor venta en Argentina de los años 30 a 50, del siglo pasado hacía caer a ministros y autoridades a voluntad titulando a toda página la palabra de oprobio y de temor.
Ese tipo de maledicencia entre nosotros es moneda corriente. Así, ya mencioné que hemos decidido que sólo nombrar a un ex presidente argentino atrae las furias y provoca una cadena de sinsabores irreparables. Y el rumor continuó prosperando; “fue de vacaciones a un barco y al aguerrido capitán le arrancaron un brazo, mandó a zutano en misión y tuvo un accidente mortal”. La serie de penurias fatales fue tan interminable que le cambiamos el nombre para conjurar con mayor eficacia su fatídica omnipotencia. Aunque el artificio, como se sabe, no alivió los males que todavía aquejan nuestra desdichada Nación.
El mal de ojo originariamente estaba ligado al poder mágico atribuido a la mirada envidiosa de los bienes ajenos. Ello está anclado con firmeza a través de los siglos en la convicción de que los deseos proyectados con intensidad fuera de sí determinan un cambio concreto en el orden de las cosas.
No sin razón los antiguos lo confundieron con la envidia y tanto es así que el verdadero mandamiento bíblico no era en forma suscinta “no desear la mujer del prójimo” sino que, como figura en el capítulo 20 del Éxodo, prescribía: “no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto sea de tu prójimo”.
Eso, no envidiar no tanto por salud moral sino por la preocupación mágica del poder residente en la mirada de los otros. En un viaje a Siria el orientalista Clement Huart recogió el proverbio: “El mal de ojo vacía las casas y llena los cementerios”.
En la Edad Media, cuándo no, los “extranjeros” eran los principales culpables de arrojar este fatal hechizo, provocando enfermedades dolorosas, hasta mortales. También se creía que lo causaban las mujeres barbudas, las que tenían ojos de diferentes colores, los tuertos y bizcos, las viejas a quienes la viudez volvió malévolas. Además de las personas el mal de ojo puede atacar al ganado y las cosechas y todos los bienes susceptibles de ser envidiados por quienes no los poseen. O poseyéndolos no admiten que otros los alcancen.
¿Quiénes son los sujetos que atraen con mayor facilidad el mal de ojo?
Lógicamente los más débiles, en particular los niños y las jóvenes que no pueden ocultar su felicidad en especial durante los primeros meses de su matrimonio.
En mi trabajo periodístico suelo toparme cada tanto con escándalos donde los titulares de primera página se los lleva la brujería africana. Macabros, escabrosos, noté que por lo general los estallidos suelen coincidir con las graves crisis que atraviesan determinados países del continente. En zonas donde poderes recientemente instalados o en pugna intercomunitaria se enfrentan en forma sangrienta como en Congo, Zambia, Benín o Sierra Leona, cada tanto reaparece una ola de “reductoras de penes”. La costumbre quiere que algunas “brujas” estén dotadas de ese poder; sólo con echar mal de ojo al hombre, reducen su miembro e incluso, las más poderosas lo hacen desaparecer. Ese rumor conduce periódicamente a trágicas ordalías que ni los comunicados oficiales, ni la policía local logra desmontar.
El último grupo de crímenes en serie de este tipo del que tengo conocimiento ocurrió a fines de 2001 en Cotonou. En Benín, como en otras regiones de África, se cree que basta con el apretón de manos de la bruja, su mirada o un hechizo para que el mal sea perpetrado. Para encender la histeria colectiva basta con que quien se considere atacado grite en público “¡mi pene desapareció!”, entonces los reunidos alrededor del “damnificado” atrapan a la “bruja”, la desnudan, rocían con kerosén o cualquier otro líquido inflamable y la pobre se ve convertida en antorcha humana. Otra práctica desgraciadamente común es la del “collar” que consiste en colocar a la ladrona de penes una goma de auto alrededor del cuerpo, incendiarla y el lento fin de las desgraciadas es fácil de imaginar. El tema suele saldarse también con trágicos linchamientos, incendio de los hogares de las desdichadas con ellas dentro u otro tipo de venganzas y homicidios.
Entre los talismanes aconsejados para contrarrestar el mal de ojo, digamos de parámetros “normales”, está el “tocar hierro” lo antes posible, hacer los cuernos, preferiblemente ocultando la mano tras de sí para desarmar al envidioso. También es bueno, dicen, plantar una higuera a la entrada de la casa, pero dudo que este consejo inmobiliario no esté sino al alcance de un número reducido de mis lectores.
En la Península Ibérica se teme la magia negra que dicen que practican los gitanos bajo la forma de mal de ojo. En España son reputados los orfebres sevillanos que fabrican pequeños cuernos en astas de ciervos para colgar del cuello de los bebés. En Portugal los collares contra el mal de ojo son más complicados e incluyen por lo general “cuentas de plata perforadas, un anillo, una medialuna, un diente. Un cuerno, una mano que hace la figa”. Como para estar bien escudado.
Mi abuela tenía reputación en el vecindario de ser una de las que mejor curaba a los “aojados”. Recuerdo cómo reconocía el mal. Sentaba a la persona a la mesa frente a un plato sopero limpio con agua. Derramaba en él un par de gotas de aceite y según la forma en que se expandían diagnosticaba la gravedad de su alcance. Su remedio consistía en musitar un par de oraciones, entregar una bolsita por ella cosida en la que dentro había un diente de ajo y algo de alcanfor para colocar en el cuello del enfermito o bajo su almohada y santo remedio. A veces le retribuían los servicios con algunos huevos caseros, en el mejor de los casos con una gallina que una vez desprovista de su plumaje terminaba en la profunda olla del puchero. El tierno curanderismo de mi abuela nutrió en forma suculenta los recuerdos y la escasez familiar de mi infancia y su generosidad, el apetito de toda la parentela.
Pero hace muchas décadas que mi abuela no me acompaña para defenderme, al menos eso creo, en el mundo de las realidades literales. Entonces tengo que acudir y transmitir los remedios más tradicionales para contrarrestar el temido mal de ojo. Son benévolos, los objetos brillantes considerados por el que los porta como amuletos, el incienso, las cintas rojas, los cuernitos de coral, la mano de Fátima, la herradura y la pata de conejo.
Los ojos color del tiempo: de ojos verdes a ojos brujos
Yendo de lo particular a lo general, es natural que nos deslicemos hacia el poderoso símbolo que representa el sentido de la vista.
Dentro del cuerpo y prácticamente en todo el mundo, los ojos, “espejo del alma”, han originado el mayor número de elaboraciones místico-filosóficas, supersticiones y creencias.
Así, poseeríamos tres tipos de ojos, el físico, receptor de la luz, el frontal o tercer ojo de la iluminación y el del corazón, que sintetiza uno y otro a través de la luz espiritual.
Cada ojo suele representar al sol y la luna y el tercer ojo sería la aspiración tras la dualidad, de la unicidad.
Así lo proclaman de los esquimales a los hindúes. Shintoismo, taoísmo e islamismo también. Angelus Silesius, el célebre poeta y místico alemán del siglo XVII lo resumió: “El alma tiene dos ojos, uno contempla el tiempo, el otro la eternidad”.
El ojo único sin pestañas ni cejas es símbolo del conocimiento divino, inscrito en un triángulo es insignia masónica y cristiana. Efigie entre las más sagradas de Egipto, el ojo está presente en casi todos los testimonios que hemos recibido de la época de los faraones y omnipresente en su escritura jeroglífica. En Egipto, los ojos fueron considerados fuente de los fluidos mágicos y purificadores por excelencia. Alrededor del ojo del halcón Horus se desarrolla toda una simbólica de la fecundidad universal. Atributo de su naturaleza ígnea y solar, Ra estaba dotado de un ojo ardiente representado por una cobra erguida.
Los ojos en los sarcófagos estaban destinados a permitir al muerto contemplar sin desplazarse el espectáculo del mundo exterior.
Las peculiaridades de los ojos, como forma, color o incluso sus malformaciones han dado lugar a todo tipo de augurios.
Que no se te olvide mencionar la canción que me cantaba mi abuelita, dijo Lucía, mi amiga gallega: Ollos verdes son traidores, azules son mentireiros, os negros e acastañados son firmes e verdadeiros. Como ven, al menos de eso no me olvido.
Ya que estamos, el método para hacer vaticinios por las características oculares se llama oculomancia.
Un slow de la época de Nat King Cole comenzaba por “aquellos ojos verdes, de mirada serena”. Un tango les adjudicaba calidades perturbadoras “por aquellos ojos brujos yo hubiera dado siempre más”. En materia de canciones y supersticiones priman la relatividad, la disparidad y la conveniencia.
Picazón en los ojos.
Teócrito, en los Idilios, se pregunta: "Siento ahora un picor en mi ojo derecho, ¿veré a mi amor?”. Afirmativo el presagio. También se dice que sentir picor en el ojo derecho es señal de buena suerte o de alegría. En el izquierdo lo es de pena y mala suerte.
El palpitar involuntario del ojo izquierdo está relacionado con el padre y el del derecho con la madre.
Un detalle de antropología cultural: Entre las tribus caníbales de Nueva Zelanda existía la creencia de que el alma residía en el ojo izquierdo. Nada más natural que los guerreros fueran el primero que les comían a los vencidos. Con el derecho arremetían luego, por gusto.
Los colores, los defectos.
Tradiciones muy antiguas que el correr de los siglos no han cancelado otorgan a las personas con características especiales en los ojos poderes especiales, por lo general no venturosos.
San Juan Crisóstomo en sus Instrucciones bautismales advierte a quienes al salir de su casa se encuentren con un tuerto se sirvan interpretarlo como un presagio. “Es la señal del Diablo", asegura.
La mala suerte atribuida a los bizcos es debida a que se supone que pueden ver a través de las personas y conocer sus verdaderos pensamientos. Para contrarrestarla cuando se encuentra a un bizco hay que escupir tres veces. También se rompe el hechizo hablándoles o escupiendo sobre el hombro izquierdo.
Se cree asimismo que no es bueno toparse con una persona que tenga el blanco del ojo muy grande.
En los países donde los ojos claros son excepción se considera que quien los posee tiene poderes sobrenaturales, en general maléficos, como en China y los países árabes. En Turquía hay que encontrar a tres personas seguidas con ojos azules para que traiga suerte.
En Europa, más bien los hechiceros son de ojos muy oscuros.
En Francia existen fórmulas rimadas para cada tonalidad de los ojos. Los azules ven los cielos, los verdes el infierno, los grises el paraíso, los negros el purgatorio.
También el tamaño es objeto de augurios: ojos grandes audacia, orgullo generosidad, gran memoria y temperamento colérico, tendencia a la mentira.
Pequeños, naturaleza débil, temerosa y crédula. Ojos hundidos, desconfiados, celosos y pérfidos, inclinados a los excesos sexuales.
Los ojos saltones predicen inconstancia y generosidad.
Los locos se reconocen por sus ojos desorbitados.
Como en tantas materias, aquí también la bonhomía está en el centro. Los fisonomistas dan la mayor confianza a los ojos de talla mediana y de color normalmente oscuro porque indican espíritu pacífico, honestidad y sentido común.
Los pequeños ojos negros, vivaces bajo cejas espesas señalan a los intrigantes, pleiteros, perspicaces, más inclinados a la avaricia que al derroche.
Hay que desconfiar de quienes no miren abiertamente a los ojos ni sostengan la mirada. Tampoco hay que fiarse de a quienes les palpitan los ojos con frecuencia.
Los ojos que lagrimean y están enrojecidos denotan irascibilidad, crueldad, desdeño e hipocresía.
El blanco de los ojos amarillento es signo de violencia, deslealtad y egoísmo.
Uno de los primeros poemas que aprendíamos en las clases de literatura del secundario era de Gutierre de Cetina y decía los tormentos que causaban al enamorado aquellos “ojos claros, serenos” que castigaban al poeta con “tormentos rabiosos”. El poeta sin embargo no cesaba de invocarlos y les imploraba: “ya que así me miráis, miradme al menos”.
Costumbres variopintas.
En la región francesa de Auvergne se cree que los bebés que nacen con los ojos abiertos serán “hombres muy notables”.
Antiguamente las comadronas tenían por costumbre lavar los ojos de los recién nacidos con agua en la que se había puesto en remojo, después de secarla al sol, la placenta materna.
La costumbre de cerrar los ojos de los muertos procede de la creencia de que si a un difunto éstos le quedan abiertos, pronto le seguirá un familiar o conocido.
Sin olvidar que un orzuelo se cura frotando una alianza de oro y colocándola en la zona inflamada.
Soñar con ojos también tiene diversos significados: si son bellos simbolizan alegría; enfermos, arrepentimiento. Si son saltones, desgracia; cerrados, desconfianza. Si la mirada está ausente, problemas para un hijo.
El Marqués de Villena nos legó dos recetas contra el mal de ojo. Una es efectuar el gesto de la figa, cerrando el puño y sacando el dedo pulgar entre el índice y el corazón. Para el Marqués, hay que pronunciar al mismo tiempo la fórmula: taf tafio anaquendavit. Su segunda receta es escribir con azafrán, alcanfor y lágrimas del enfermo la palabra ABAYA en una escudilla de madera. Echarle agua de rosas encima y dársela a beber a la víctima del mal de ojo.
En mis recetas nunca encontrarán lágrimas, de utilizar emplearía las de alegría, que son tan raras, auténticas joyas.
Un té de rosa o jazmín, una plegaria sincera, un ponerse entre paréntesis ante el fárrago de acosos cotidianos y la compañía de alguien de buena onda, generoso, sin barreras de colores en los ojos ni las pieles es el mejor de los antídotos contra los ojos de las fieras y las sierpes más venenosas. Doy fe.
Ojos claros, serenos…
Muy refinado poeta y gran humanista el sevillano Gutierre de Cetina (1520-1557), tuvo una vida harto breve y de lo más aventurera. De muy joven acompañó al Emperador Carlos I en algunos viajes por España, Alemania e Italia. Debido a las intrigas cortesanas, dejó todo para volver a Sevilla, su tierra natal. A poco e invitado por su tío, Gonzalo López, plenipotenciario en las Indias, lo acompañó a Nueva España.
En la ciudad de Puebla, por razones de celos, su rival en el amor de doña Leonor de Osuna, lo mató frente a la casa de la joven.
Gutierre de Cetina dejó a los escolares de lengua española uno de los primeros poemas que de generación en generación nos hacen aprender de memoria. Tiene como protagonista el amor y la mirada.
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
PÁGINA 12 – POETAS LATINOAMERICANOS
El vagabundo
Siempre quise tener un sombrero de flores
diez conejos
bailar sobre una cuerda
y un buen sueño:
payaso y bailarina son una buena mezcla.
Sin embargo
qué amargura no tengo ni un conejo
pero hago girar al mundo
engendro hijos equilibristas magos.
Soy padre de los descalzos de los locos
de los que tienen hambre y ni un zapato.
Me persiguen los osos y yo persigo al tigre
si no irrumpe la muerte.
Ando de mundo en mundo
buscando un sombrero de flores
diez conejos
y arrastrando constante el mismo sueño:
payaso y bailarina son una buena mezcla.
Carmen Hernández Peña (Cuba)
Caín
Mi quinto nombre es Caín
Soy la reencarnación del polvo
El hermano mayor de los caballos marinos
El barro que echó raíces
Hasta volverse un hombre
Un río de poemas y arboladuras.
Soy agricultor
Cultivo pájaros y frutas
He vivido la mayor parte del destierro en Nod
Al oriente del Edén
En donde el árbol prohibido
Se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.
Soy Caín
Hermano de Abel
Hermano de las hojas secas,
Del viento, de los pinos de Alepo,
De Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.
Gracias a la quijada de un burro
Conozco la voz de las orillas,
El crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos
El silbido orquestal de las esferas,
Las regiones desérticas del cosmos,
El palpitar angustiado del Mar Muerto.
Soy hijo de una multiplicación de huesos,
De Adamá, de la luz,
del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.
Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,
La belleza de la divina providencia
En donde yo,
Labrador de las palabras,
Soy la parte onírica de las cosas.
Mi quinto nombre es Caín
Soy un barco de polvo
Uno de los primeros nómadas verdes;
De mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec
Y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.
No creo en los señalamientos, en las culpas,
Tampoco en el azar
Las cosas están escritas, prefijadas,
Soy agricultor
Y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas
Hoy,
Después de tanto tiempo,
Vengo a ofrendarle mis poemas.
Winston Morales Chavarro (Colombia)
Cinismo
¿Remordimientos yo?
Qué va.
Si para dormir exhausta
cuento mis pecados cotidianos
en vez de borreguitos negros.
Con el roce de tus labios,
con mis ganas de vivir me atraganto,
con las escamas de tu lengua,
entre mis recuerdos y tu olvido,
entre tus muslos y los míos,
entre mi edad madura
y tus ojos de niño
voy al sueño
Lina Zerón (México)
Intemperie
No sé, qué otra noche ni qué ocho cuartos
Sólo la vi por la ventana, pasó ilesa y oscura
Era oscura entre los dientes afilados
Moribunda como la mata inerte
atravesada en el peor charco descubierto
No sé, este es el mundo al que vine
Y este es el mundo que dejo
Todo es una mierda de punta
A. Morales Cruz (Panamá)
La comprensión
Si voy corriendo el viento va a salir de detrás de la cortina
sobre los balaústres su visillo va a elevarse para dejarlo pasar, para dártelo, y caer otra vez retrocediendo como una lengua que debajo está llena de rocas y de océano.
Entra.
La mañana invade la pieza del hotel
el número 1238
la rectitud de su antigüedad y de mi espalda
la blancura y dos gotas chorreando en la sien
la invade la extensión que ocupa mi servilleta.
Entre la servilleta y la arena veo extraño los azahares de un té, al revés mi aliento mentolado, veo el vacío que llena las huellas, fluctuante el diseño de la brisa, de sol la cuchillería.
Si voy corriendo cada huella es comprender, cada pie golpeando la arena.
La arena tras los visillos se cuela completo el canto
la mañana de pájaros invade la pieza del hotel
la invade mi nueva fragancia enredada entre las mismas hierbas yace en mi plato la mujer
todo perfectamente unido
mapas multidimensionales
o más bien son diminutos cúmulos de luz correteando espermáticos,
me chocan
sin chocar los inhalo
Carla Vidal (Chile)
PÁGINA 13 - Narrativa
La casa de los infelices
Por Irma Verolín (Buenos Aires-Argentina)
En casa eran todos tan infelices que yo me sentía sin el más mínimo derecho a estar contenta. Si me acordaba de algún chiste o de las canciones que nos habían enseñado en el colegio, no tenía otro remedio que subir a la terraza para reírme o cantar bajito. De lo contrario las caras largas iban a considerarlo una ofensa.
A simple vista mi familia se parecía a la del resto de la gente. Pero en el fondo eso no era cierto. Mi abuela iba de aquí para allá y de allá para aquí, de una punta a otra de la casa, arrastrando su escoba. Ella decía que estaba barriendo. Según mi modesto entendimiento eso no era barrer sino arrastrar la escoba. Aunque mejor sería decir que mi abuela era arrastrada por una escoba mientras protestaba y despotricaba a más no poder diciendo que barría, repitiendo hasta el cansancio que una casa con semejantes anchuras como la nuestra y con tanto patio, le quitaba las fuerzas y las ganas de vivir a cualquiera. Sé que mi abuela nunca tuvo ganas de vivir ni antes ni después de venir a casa. Y nadie puede contradecirme.
Años atrás mi abuela había llegado con su escoba. Fue al día siguiente de la muerte de mamá, justo tres meses antes de que muriera papá. Entró con la escoba al hombro y empezó a barrer a diestra y siniestra; desde entonces no ha dejado de hacerlo. El problema principal de mi abuela siempre fue el de sufrir de baja presión, por ese motivo sus tareas tenían un aire desganado que, la verdad sea dicha, daban lástima.
-A Dios gracias que estoy yo para limpiar este desquicio- decía mi abuela a cada rato.
Y dale que dale, la pobre escoba la arrastraba por los patios con sus baldosas blancas y negras, por las piezas con maderas carcomidas sin lustrar del primer piso, por la terraza, los húmedos baños y esa cocina roñosa que juntaba grasa en los rincones, en las hendiduras de los azulejos y en los lugares más insospechados. Mi abuelo, por supuesto, no barría. Él se ocupaba de limpiar los retratos y de ponerle flores frescas a los jarrones alegóricos. Y lo hacía llorando a moco tendido. Causaba tristeza ver a un hombre grandote y ya bastante viejo llorando a mares; sin embargo no había nada que hacerle porque los retratos eran de gente muerta. Muerta y todo hacía mucho o poco tiempo, la gente en los retratos sonreía. A mí, a veces, se me daba por pensar que aquellas sonrisas de los retratos podían haberle inspirado a mi abuelo, aunque más no fuera, una pizca de felicidad. Pero no. Mi abuelo no miraba las imágenes sino que en él prevalecía la idea: él sabía que se trataba de gente muerta. Y listo. Mi abuelo era una de esas personas que al mirar las cosas que lo rodeaban no se dejaba distraer así nomás. Él pensaba, siempre pensaba y nunca pensaba bien. Mi abuelo veía primero la idea y después la cosa. Si miraba un perro pensaba: "Me puede morder". Así que no veía al perro sino a la mordedura. Si veía una planta, se le cruzaba la desdichada ocurrencia de que iba a secarse algún día. De manera que en vez de la planta veía cualquier desastre. En fin, mi abuelo era un idealista.
Además de mis abuelos, en casa vivía una tía. Mi tía había perdido tantos amores en su larga existencia que se consideraba en la obligación de mostrar al mundo sin desparpajo su cara de escupida. Andaba por ahí con sus vestidos chingueados augurando males e infortunios. A la hora de comer se juntaban todos con esas caras largas que tenían y masticaban y masticaban, absortos en su amargura, sin decir esta boca es mía. Un espectáculo desolador. Hasta los perros que nos habían tocado en suerte completaban el cuadro de desolación a las mil maravillas. El primero fue uno de esos que tienen flequillo largo. Nunca le pude ver los ojos. Era rengo y ladraba bajito. El segundo sufría de depresión aguda, ni siquiera ladraba.
Mi naturaleza, por el contrario, era muy distinta a la de mi familia. A mí cualquier cosa me causaba gracia. Desentonaba de lo lindo en medio de tía, abuelos y perro. Cuando estaba contenta me las arreglaba para escabullirme a la terraza. Creo que con el tiempo empecé a sentir que la terraza era algo parecido al Cielo y la casa propiamente dicha, donde mi abuela barría, mi abuelo mejoraba floreros y mi tía iba sembrando el pánico con su cara de escupida, era ni más ni menos que el Infierno. Durante la mayor parte del día yo estaba en la terraza: iba a leer, a cantar, a contarme chistes, a no hacer nada. Una verdadera fiesta.
Sucedió -porque tarde o temprano siempre sucede algo, aún en casas como la nuestra- que por encima de la pared medianera del vecino empezó a asomarse un loro. Era obviamente verde y enemigo acérrimo de nuestro pobre segundo perro. El loro -hay que reconocerlo- se asomaba con soberbia y provocación. Nuestro perro, que era prácticamente mudo, al verlo aparecer tan radiante, gemía para sus adentros con infinito dolor. Condolida por aquel espectáculo, a mi tía se le dio por llorar. Mi abuelo, que no necesitaba en estos casos ninguna clase de estímulos, lloró más fuerte que nunca. Y mi abuela lo amenazó con la escoba. En cambio a mí, aquel loro me dio una risa bárbara. Hasta aquí podríamos decir que los hechos se presentaron con bastante normalidad si lo comparábamos con el paisaje doméstico al que estábamos acostumbrados. Pero el loro resultó ser más arriesgado de lo que cualquiera podía suponer. Entonces, sin que ninguno hubiese sido capaz de sospecharlo, el loro se suicidó. Así de simple: se dejó caer con cierto impulso. Fue espantoso. Lo vimos descender desde lo alto hasta estamparse contra el piso. Allí quedó el pobre bicho hecho una cataplasma sobre el salpiqué gris de las baldosas. Perplejos frente a semejante hecho, hicimos un silencio unánime y profundo. Después nos echamos miradas sugestivas con la boca un poco abierta. Tía estaba ya acercando una de sus manos a su cara, mi abuelo buscaba un pañuelo en el bolsillo del pantalón, mi abuela estaba a punto de dejar caer el mango de la escoba cuando, de repente y sin el menor anticipo, el loro resucitó. Lo vimos ponerse de pie y salir caminando como Panchito por su casa. En realidad no se había muerto. Mejor para él, pobre bicho. Digamos que se había desmayado logrando casi una destreza, una demostración circense, una proeza sin precedentes. La actitud del loro despertó furias y ataques de ira en todos menos en mí: me agarró una risa tremenda. Una risa inexplicable para mi familia que, según su opinión, yo debía ahogar en la terraza. Y a la terraza subí, aunque no para ahogar nada sino para dar rienda suelta a mi tentación de risa. Estuve horas y horas a las carcajadas limpias. Me acuerdo de que se hizo prácticamente de noche y que, al asomarme a la calle, descubrí que en el baldío de enfrente estaban levantando un edificio de departamentos. Un hecho verdaderamente importante en nuestro barrio, sencillote y chato a más no poder. ¡El primer edificio en la historia del barrio justo enfrente de mi casa!
Al día siguiente del suicidio y la resurrección del loro, los miembros más representativos de mi familia fueron a hablar con la vecina para advertirle que no estaban dispuestos a soportar nuevamente aquel espectáculo. Hacia allí partieron endomingados mi abuelo, mi abuela y mi tía. El perro y yo nos quedamos en casa. Cuando mi tía y mis abuelos volvieron tenían el mismo aire soberbio que tuvo el loro un momento antes de lanzarse desde las alturas.
Aquel mediodía las caras largas almorzaron intercambiándose guiños y codazos imperceptibles. Pocos días después el loro se volvió a asomar y, para mi regocijo y frente a la concurrencia de la familia entera, hizo lo mismo que la primera vez. La alarma cundió de una punta a otra de la casa. Yo me deshice entre carcajadas en la terraza, desde donde podía verse el armazón de maderas del futuro edificio. Hubo nuevas quejas ante la vecina que resultaron tan ineficaces como la primera. Así que pasando el tiempo. A aquel loro le debo los mejores momentos de mi vida y mi abuelo una úlcera y mi abuela sus ataques al hígado. Y mi tía una cantidad mayor de arrugas en su cara de escupida.
De entre el montón de hechos rutilantes que la presencia del loro provocó, algunos son dignos de mencionarse: una vez una visita, al ver al loro de repente, de puro susto nomás, dio un grito y quedó afónica tres meses. Otra vez mi abuela se enfureció. Apenas vio al loro trató de pegarle con la escoba, pero no hubo caso. La distancia era mayor que el largo de la madera percudida. Mi abuela, a pesar de comprobar lo inútil de su esfuerzo, siguió intentándolo. Después no fue necesario porque el loro se murió y después, resucitado, ya era al divino botón. La cuestión es que mi abuela se quedó con las ganas de hacerlo morir de nuevo. Afortunadamente las apariciones del loro con sus posteriores muertes y resurrecciones mantuvieron bastante regularidad. En otros momentos, al verme montones de días alzando los brazos y doblándolos sobre mi vientre para lanzar carcajadas, los albañiles que construían el edificio de enfrente se rieron de mí.
Como era de esperarse, nada habían podido hacer mi abuela ni mi abuelo ni mi desdichada tía contra aquel loro. En más de una ocasión se me dio por pensar que aquel loro se burlaba de la muerte y eso le causaba a mi familia mucha contrariedad. Para ellos la muerte era un evento demasiado serio. No para mí. En otras oportunidades pensé que el loro padecía cierto trastorno que podía catalogarse como un complejo de Jesucristo, lo que no dejaba de ser absolutamente insultante para nuestro enquistado catolicismo. Llegó un momento en que el loro hizo crecer la infelicidad de todos y multiplicó mis escapadas a la terraza, donde pude crear por un espacio auténticamente celestial.
El edificio de enfrente fue terminado sin alharaca; cubrieron su fachada con mármoles color arena y bebieron sidra en el hall de entrada. Limpiaron los vidrios y después aparecieron cortinas de distintos colores con sus frunces, sus volados y sus firuletes. Justo en la ventana que estaba a la altura de nuestra terraza, vino a vivir una familia con una muchacha que tendría más o menos mi edad. Sólo que ella era rubia y a cada rato su cara de escupida bastante parecida a la de mi tía, se asomaba en la ventana
Desde el primer día la muchacha se puso a espiarme. Claro que ella lo único que conocía de mí era mis carcajadas limpias y el movimiento continuo con que abrazaba mi vientre. Creo que, a juzgar por su cara, no le debía imaginar que la causa de mis tentaciones de risa era un simple loro. Un loro chamuscado con las alas cortadas y el pico averiado de tanto darse contra el suelo. Es preciso agregar que el loro, luego de resucitar, se iba por el fondo y volvía a su casa atravesando una pared más bajita que había y que, lógicamente, mi familia estaba enojada con los vecinos.
La terraza era un rectángulo imperfecto, sin una sola maceta, con paredes despintadas, baldosas color ladrillo y junturas grises. De esta manera podía describirla cualquier persona y sin duda, también, la muchacha del edificio; aunque yo, secretamente, sabía que la terraza se desbocaba hacia el cielo, porque era el sitio desde donde se le volaban los sesos a la casa.
Una tarde, casi al principio de la noche, después de reírme hasta no dar más, me confesé que si no hubiera sido por el loro me hubiera ido directamente a vivir a la terraza. De pronto, en la ventana del edificio de enfrente, se asomó la muchacha con cara de escupida y ahí se quedó, redonda y chata, del otro lado del vidrio. Inmóvil y con los ojos muy abiertos, contemplé su cara, largo y tendido, hasta muy entrada la noche. Poco a poco las otras ventanas del edificio se fueron oscureciendo. Dejé de oír el ruido de la escoba de mi abuela, que allá abajo desgastaba los mosaicos y me pareció que ascendía un olor a flores viejas, descompuestas, desde los jarrones llenos de agua de color verdoso. Creí también que las chancletas de mi tía iban haciendo un ruido después de otro sobre el pórtland de la escalera. Pero me equivoqué. La terraza estaba tranquila cuando, demasiado rápido, las dos hojas de la ventana de enfrente se abrieron. Por un instante la cara de la muchacha flotó en el aire y su cuerpo dio una vuelta carnero extremadamente veloz, pero muy suave, también en el aire. Y después quedó sólo el aire hasta que se escucharon las sirenas de la policía y un poderoso murmullo de fondo y pasos y gritos.
La noche siguió avanzando. Yo no bajé a dormir; me senté en el centro de la terraza, tensa, con los ojos agrandados, muy seria, como esperando el segundo acto. Cuando la noche le abrió paso al otro día, me animé por fin a pensar que en este caso ya no habría resurrección. Titubeando me acerqué a la baranda de la terraza. Tendido sobre los adoquines estaba el cuerpo de la muchacha. Su cara no se veía, una sombra o la melena la tapaba.
Por un momento llegué a creer que aquel loro había terminado por demostrar que la vida y la muerte describían un círculo sin principio ni fin. Con esta creencia, después de aquella noche, desaparecieron muchas otras. En lo demás no hubo grandes cambios, salvo que mi familia miró al loro con menos furia y más esperanza. Mi tía, con una sonrisita sarcástica, solía comentar:
-No hay nada seguro en estos tiempos.
Mientras tanto la escoba siguió arrastrando a mi abuela de aquí para allá, de allá para aquí. Mi abuelo, al verme subir la escalera hacia la terraza, me miraba de costado, con bastante compasión, como quien espía a alguien que va en busca de su premio consuelo.
Lo cierto es que yo seguía yendo a la terraza a esperar que algo sucediera en aquella habitación. Esperé mucho tiempo hasta que por fin se encendió la luz. Una mano se asomó y colgó una jaula con un canario amarillo. Me quedé mucho tiempo con el cuello largo, ansiosa de que el canario revoloteara. Pero permaneció quieto. Sin embargo en seguida empezó a cantar. Me acerqué un poco más. El canario cantaba siempre el mismo sonido con una perfección que espantaba. Y volvía a empezar otra vez. Y otra vez. Y otra vez más. Me acerqué cuanto pude: Vi que tenía las plumas brillantes, de nylon, y el ojito inmóvil de piedra azul y las patitas de alambre. Cantó incesantemente una y otra vez la misma melodía, sin equivocarse y sin cansarse, como si estuviera vivo.
PÁGINA 14 – Narrativa
BLAV (Azulada)
Por Patricia Suárez (Rosario/Santa Fe/Argentina)
El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
Fernando Pessoa
Rosa le avisó que el Viejo había muerto; cuando lo encontraron estaba tirado de bruces junto al hornillo, se había roto la crisma quién sabe cuánto tiempo atrás, explicó, una semana o quince días tal vez, ahora había un médico forense encargado de averiguar eso, más por amor a la ciencia que por el Viejo; a ella la habían llamado del pueblo e inmediatamente el bebé de ocho meses en su barriga se revolvió y dio una vuelta completa y ella tuvo que apoyarse contra la pared para oír la noticia por entero y no caerse de espaldas. La casa estaba sellada, le dijeron, nadie había tocado nada del interior, y Rosa se había comprometido a telefonear a sus hermanos, a ella (Llúcia), y al Oso (llamó a Eladi "el Oso" como cuando eran niñas); pero eran ellas dos, la conminó, las mujeres, las que debían marchar a la casa inmediatamente, e inmediatamente significaba, sobre todo, antes de enterar a Eladi (dado que era de una mezquindad proverbial y nada repartiría con ellas), y rebuscar la hucha o la bolsa adonde el Viejo venía metiendo los ahorros más o menos desde que enviudó o bien desde que el mundo era mundo, las pesetas o el oro debían estar entre los enseres y en lo que pudiera haber de hueco en las paredes, porque el Viejo era muy capaz de haberlo tapiado, nada más que para dejarlos a ellos tres rabiando y echando espuma por la boca: nunca los había querido.
Ante su silencio Rosa acabó por preguntarle: ¿Qué? ¿Te condueles?, y luego: ¿Qué, Llúcia? ¿Te alegras?
Cogieron el autocar de las ocho, las campanas del Ayuntamiento estaban sonando cuando subieron: con un poco de suerte para el camino llegarían a Barcelona pasada la medianoche y luego rentarían un coche para llegarse hasta Sant Celoni o directamente hasta Arbúcies. Si mal no recordaba Rosa, había en el pueblo dos hostales: uno muy bonito, y el otro para pasajeros como ellas, de una sola noche y por una sola cosa: podrían dormir allí muy tranquilamente. Rosa prefirió el asiento del lado de la ventanilla, para ver paisaje y distraerse, pero luego se arrepintió y lo cambió a su hermana; el niño, explicó, la tenía a mal traer y había estado enferma todo el embarazo: sólo por acabar con las indisposiciones habría deseado ella parir de una buena vez, lástima que tuviera tanto miedo del parto. Llegada la víspera del parto, daría las nueve vueltas en torno a la Virgen de la Cadira, tal como se estilaba y como, según ella sabía, las había dado la madre. Afuera, el sol se había metido hacía apenas una media hora, y ambas hermanas lamentaron entonces que no podrían ver la transición que hacía el paisaje: la brillantez de Valencia, extendiéndose quizá hasta el Ebro o hasta Peñíscola, y luego el verde, ese verde que ambas denominaban catalán. Entonces vendrían los chopos agrupados como milicianos dirigiéndose a una juerga, o como bandidos enfilados para asaltar el Banco, uno tras otro, uno tras otro, sin pausa ni cuento... Rosa la interrumpió y dijo, sin dejar de masajearse la barriga en redondo en el sentido contrario a las agujas del reloj, para que si el bebé era niño se arrepintiera y naciera niña: estaban las piedras también, ¿recuerdas las piedras, Llúcia? Fuera, habían salido cuatro estrellas, como cuatro velas, y titilaban. El anillo de bodas de nuestra madre y su dije de esmeralda y la cadena...
El Viejo adornó a la madre con la esmeralda el día de la boda; la madre tenía un cuello muy largo y blanco, de garza, y la piedra colgaba en el inicio entre los dos pechos y se balanceaba allí, le hacía tomar a la madre un poco el aire de un reloj de péndulo que bate la hora, balanceándose siempre entre dos causas: la soledad o la compañía y el Viejo o los hijos. El anillo se lo colocó el Viejo en el servicio religioso: los dedos de la madre eran delicados y muy finos: se le habían estrechado así, decía ella, de tanto bordar con bolillo. Dentro del anillo había una inscripción con sus nombres ligados: Ambrós y Socors, la letra ese del final del nombre del Viejo era la misma que daba inicio al nombre de la madre; a ella, a Llúcia, este escrito le pareció casi una aberración. Rosa, en cambio, chupó y mordió el anillo, que le supo a oro y dijo por lo bajo que no era capaz de creer que ese Viejo ridículo y mezquino fuera a regalar algo costoso y bueno. Los hijos mayores no le perdonaban a la madre su deseo de volver a casarse: aun estaba caliente el padre en su tumba, tanto que parecía que lo habían enterrado vivo, decía Rosa no sin cierta afición por lo macabro. No soportaban tampoco la mudanza, pasar de Mataró a la casa en las lindes de Arbúcies era para ellos como beber un vino hecho con alacranes exprimidos. El Viejo había regalado para la boda también a la madre unos zapatos de ante (aunque ella clamaba feliz que era como calzar pétalos de rosa), con hebillas doradas, cuyos tacones crujían al andar y daban la sensación de que ella caminaba de un lado a otro aplastando serpientes y demás alimañas. Las mataba, por así decir, y luego se las servía en un caldo a los hijos. El Viejo explicaba que si no fuera por la clase de besos insensatos que la madre le daba, no hubiera sido necesario hacer el viaje de novios en los vagones-dormitorio y gastar tanto dinero, y Eladi para sus adentros deseaba que le tocara al Viejo la litera superior, así, al revolverse en el sueño caía y se partía el pescuezo: no sospechaba el inocente Eladi que la madre y el Viejo podrían dormirse abrazados toda la noche, esta clase de cosas sólo comenzó a pasar por su mente cuando los compañeros del colegio pintaban dibujos obscenos en las paredes, de mujeres con las piernas muy abiertas y un cartel encima de mayúsculas mal entrazadas: "la viuda Parrufat mil veces casada", "la viuda alegre" o bien "la madre de Eladi Parrufat". Cuando regresaron del viaje de novios, la madre trajo en recuerdo unos cuantos presentes para todos, presentes que fueron inmediatamente a parar a la letrina, como signo de desprecio. El Viejo llamó aparte a Llúcia esa vez, era de noche y le entregó un regalo que había comprado, así dijo, especialmente pensando en ella: un abanico de encaje negro para uso de niñas como ella, de siete años. Estaban bajo los chopos, y ella miraba hacia el lado donde el día anterior había visto andar a unas perdices y de las que esperaba hacerse amiga, mientras el Viejo la miraba clavando en ella sus ojos de duende, un poco verdes y un poco amarillentos. Ella agradeció en silencio -ella un poco lo temía- y él mostró cómo en la varilla de ébano había hecho grabar su nombre y el del Viejo unidos ambos por la letra a; luego el Viejo le pidió que se abanicara, como haría una muchacha grande, muy maja, de esas que se enredan el cabello en una sola trenza larga, muy larga y muy negra. Los días en la casa se trasuntaban en cuidar de las ovejas, de la cerda y en vigilar unos modestos viñedos que al cabo de un tiempo se empestaron de mildiu y hubo que ponerles fuego. El Viejo había tratado por todos los medios que los niños no se encariñaran con los animales, pero el Eladi le había tomado afecto a los cochinillos y cuando llegó el veraz momento de venderlos o degollarlos la casa se volvió una guerra constante. El niño enflaquecía a ojos vista, y se deshacía en sollozos durante la noche; la madre envuelta en una bata de falsa seda acudía al cuarto para consolarlo y para preguntarle por qué se obstinaba en malograrle el matrimonio y le quitaba a sus noches el sueño; a lo que Eladi -ya entonces tan crecido a pesar de sus diez años que habían comenzado a llamarlo el Oso- le respondió que era ella la que le quitaba el sueño al hijo, con todos los ruidos y las indecencias que ocurrían durante la noche en el cuarto con el Viejo, que parecía que la estuvieran matando. La madre, con pesadumbre o sin ella, con vergüenza o sin ella, envió al niño a un internado en Madrid, a un colegio de curas comprensivos que aconsejó y pagó el Viejo, dado que la madre había abandonado toda religión desde la muerte de su primer marido, y quizá por eso se había venido un poco como una diablesa. El Oso volvía entonces a la casa una vez por año, para las Navidades, ceniciento y ahusado, como consumido por un solo pensamiento o alimentado exclusivamente con madroños; renegaba del catalán y ya no hablaba una sola palabra en la lengua materna, igual que si hubiera sufrido una operación en algún lóbulo del cerebro; durante la cena de Nochebuena jamás probaba sidra ni vino, como si hubiera sido un hombre santo, luego se marchaba sin decir adiós (adeu) y ni siquiera para las vacaciones daba señales de su existencia, sino que pasaba los julios en la finca que un señorito rico tenía en el sur, un muchachito sevillano con quien había entrado en amistades. Hubo que obligar al Oso a asistir al entierro de la madre, cuando ella falleció cuatro años después, fregando los retoños de una nueva viña con un fermento y le falló el corazón. Compró el Viejo ropas negras para luto riguroso de las niñas (los vestidos, los zapatos, la chaqueta, las medias, las enaguas y los visos), de modo que en los veranos siguientes las niñas tenían prácticamente la piel entintada de tanto vestir ropa negra. Él mismo usó brazalete de duelo el resto de sus días, a tal punto que parecía formar parte ya de su propio cuerpo, un miembro más o una señal, como la mancha en forma de haba que tenía en la mejilla derecha o la cicatriz que le atravesaba la muñeca izquierda y que era para Llúcia el signo de un misterio, de una oscuridad en el lejano pasado del Viejo. Él enterró a la madre con sus joyas, o al menos eso anunció que haría y así la velaron, la madre engalanada como aquel día de sus segundas nupcias; pero antes de clavar el ataúd pidió él unos segundos para quedarse a solas con la muerta a fin de despedirse y entonces fue, según Rosa, cuando él sustrajo las joyas de la madre para guardarlas en el arcón de su avaricia, un arcón donde toda rendija estaba cubierta con trapo, para que por allí no pudiera jamás colarse una sola gota de misericordia...
...el anillo y el dije con la esmeralda y la cadena...
De a ratos, acercándose a Castellón, veían retazos de mar; era un mar cuyas aguas se veían la mayoría de las veces, verde; al refrescar, azuladas, y de cuando en cuando, violáceas. Ahora, sin embargo, estaban negras. Una luna llena como el rostro de un niño o mejor aún, como el rostro de un muerto esperando a reencarnar en un niño, daba de lleno sobre el campo, iluminando el vellón de algunas ovejas solitarias que vaya uno a saber por qué andaban a esas horas pastando como unas huérfanas. Rosa le preguntó: ¿Dormirás?, y ella negó; entonces aprovechó la ocasión para consultarle qué creía Llúcia que iría a parir ella dado que en las pruebas que le habían hecho el bebé aparecía con el cordón umbilical entre las piernas, de manera que no podía verse el sexo, si era niño o niña, y esta era una duda que de verdad la preocupaba. Le habían dicho que para hacer una niña debía hacer el amor repetidas veces cada noche, entonces los espermatozoides se debilitaban y únicamente podían fecundar niñas y no varones; también, que no probara alubias rojas si quería parir hembras: se trataban ambas, a todas luces, de unas supercherías cualesquiera. Llúcia se sintió tentada de repetirle aquellas palabras -para ella misteriosas- que una vez le escuchara al Viejo: Tú, Rosa, parirás potrillos, pero calló. Me gustaría, continuó Rosa, que fuera niña y que tuviera tus ojos, pero que fuera más habladora que tú, (¿había hecho Rosa este viaje con ella con la esperanza de hablarle sobre algo? ¿o es que era ella demasiado silenciosa? A veces, pasaba por trances en que no podía pronunciar una palabra, la lengua se le pegaba al paladar, y otras veces, en cambio, estos silencios la tomaban de súbito, como si un rayo la atravesara, y ella dejaba caer en ese instante lo que tenía en las manos, tal como le había sucedido cuando la Rosa le avisó de la muerte del Viejo, que las pelucas que en aquel momento estaba peinando se le cayeron de las manos y quedaron en los suelos, esparcidas como medusas que un mar rabioso arrojara a la playa; a pesar de su silencio, ella también había deseado viajar en autocar junto a la hermana mayor; eran dos cosas las que así se saboreaban: la cercanía de Rosa y la de la tierra). Llúcia tuvo ganas de decirle: Venga, Rosa: te sostendré la mano sobre el vientre hasta que empiece a dar patadas; pero tal intimidad con su hermana la incomodaba, de manera que sólo por el placer de provocarla murmuró: Yo apuesto a que será niño, ¿por qué no quieres un niño, Rosa? Darías gusto a tu marido. Tal vez los bebés cuando nacen no saben nada, pero traen tres señales inconfundibles, solía decir el Viejo: nacen llorando, porque saben que vienen a una vivienda adonde siempre han de vivir con pesar y dolor; nacen temblando, puesto que saben que vienen a morada adonde han de vivir siempre entre temores y espantos; y nacen con las manos cerradas, queriendo significar que vienen a sitio adonde han de vivir siempre codiciando más de lo que se pueda tener, y que nunca se podrá tener allí ningún abasto acabado. ¡Un niño, un niño!, gimió la otra, qué desgracia. El marido estaba más celoso de ella desde que estaba en estado que si hubiera tenido uno o media docena de amantes zumbándole atrás. ¿Además conocía Llúcia un solo bebé varón que fuera agradable y no estuviera marcado por la locura? Si hasta el Niño Jesús era un bebé loco, ¿o qué se creía ella? ¿que era un niño cuerdo? Si hubiera sido Jesús un bebé normal, Simeón y Ana nunca hubieran sabido que era el Salvador de Jerusalén, sino que como Jesús tenía encima la marca y los bríos de la locura, sacó de quicio de tal forma a Simeón y a la anciana Ana que acabaron diciendo que ese bebé extrañísimo sería la absoluta salvación o bien la perdición de Israel. Llúcia preguntó: ¿Eso lo has leído en el Evangelio?; a lo que su hermana contestó, masajeándose con más denuedo la barriga: No sé; no estoy muy segura. El autocar se detuvo al cruzar el Ebro; ellas pensaron que había sucedido algún accidente o que la policía los había parado... A los pocos minutos volvió a arrancar, y entonces, tanto Rosa como Llúcia supusieron que el chófer había parado nada más que para admirar la apostura del río, tan semejante a una sirena tendida de espaldas y de quien uno sabe que está viva porque ve sus omóplatos subir y bajar en una respiración tranquila.
De pronto Rosa preguntó: ¿Tú le llamabas "padre"?
...él la llamaba Blava, azulada, porque sus ojos eran azules, la única cosa verdaderamente bonita de su cuerpo, eran del color del lapizlázuli, ése con el que los pintores de antiguo hacían el vestido de la Dolorosa en el momento de descolgar de la cruz al Cristo. Era la única que tenía ojos así en la familia, aparte de su madre; de allí que cuando la Rosa a los diecinueve años, más díscola que nunca, se fue de la casa en un arrebato de ira tras un episodio con el Viejo que ella no pudo descifrar, el Viejo le dijo a Llúcia que él tenía luz mientras ella estuviera en la casa, que ella era su luz, la verdadera: una luz azul, incandescente. Ella quedó sola con el Viejo a la edad de doce años, pero no recordaba haberse aburrido con él en ningún momento; el primer verano que pasaron solos él la enseñó a cazar, usando un viejo rifle belga que tenía, apuntaban a los patos salvajes que cruzaban el Montsenny con aire sombrío y a veces derribaban alguno, luego el perro los iba a buscar, un lebrel hosco y del color de la bruma al que el Viejo había entrenado cuidadosamente para que no mordiera la presa al llevarla al amo: se trataba de un perro harto respetuoso, en eso era semejante a una persona. En el invierno, él inventaba mil juegos misteriosos, y se quedaban hasta muy tarde, obligando a la lámpara a quemar petróleo, ella leyendo una y otra vez los romances del Conde Niño, de la Amiga de Bernal Francés o el de Gerineldo y la Infanta, que era el único libro que había en la casa; el Bernal Francés estampado como el Caballo de Oros de la baraja y su amiga cubierta con un sayo y una mantilla que apenas dejaba ver sus ojos, con una flor en la mano derecha, descansándola sobre un vientre hinchado. Durante esas noches, el Viejo escribía en un cuaderno que ella no podría afirmar si se trataba de un diario íntimo o de un libro de la contabilidad de la casa; se esmeraba, explicaba él, en escribir en una lengua que todos dicen que se muere: luego que pasó aquello de la mula el Viejo quemó el cuaderno y se contentaba durante el apretón del frío del invierno en contemplar la nieve, cuando la había, y en imaginar cómo los copos de nieve iban deslizándose, más allá, en la Fortaleza de Hostalric o en la Torre de Arará: él decía que la nieve no caía sino que se desmayaba. Cuando ella mediaba los quince años, el Viejo sacó del arcón un librillo llamado el Oráculo de los Preguntones, que había pertenecido a un pariente y que les permitió divertirse un tiempo. El juego consistía en hacer alguna de las veinticuatro preguntas que estaban pautadas allí y luego echar un dado de doce puntos: según el número aparecido se calculaba la respuesta. El Viejo solía preguntar: ¿Llegaré yo a ser rico?, y la respuesta siempre caía sobre el mismo punto, como si hubiera realmente algo de cierto en el azar, el siete de Saturno decía: Tu codicia disparata;/ has nacido para pobre,/ y te quedarás en cobre,/ sin llegar jamás a plata. Entonces el Viejo o reía o se lamentaba y ella le hacía coro, porque el Viejo le había dicho que eran muy pobres los dos y que todo el dinero que había en la casa se iba en pagarle al Oso el colegio mayor. Fue entonces que a ella se le ocurrió ayudarlo de alguna manera mejor que privándose de galas y gastos, y comenzó a acudir a los mercadillos vendiendo queso de oveja y conejo enfrascado, montaba ella en una mula azul (blava) que tenía fama de mansa; las mujeres en el mercado la ayudaban luego y la aconsejaban que debía ella buscarse otro sitio adonde vivir que no era de buen ver la casa del Viejo avaro, que la tenía vestida con andrajos negros no se sabía bien si por puro tacaño que era o para entreverle la esplendidez de las carnes; pero ella respondía que se sentía a gusto con él, al fin y al cabo él era su padre (pero ella dentro de la casa lo llamaba Ambrós; él así se lo había pedido), entonces las mujeres la miraban con recelo. No era mucho lo que ganaba con esta tarea pero al tiempo al Viejo dejó de gustarle lo que ella hacía, y le armaba escándalos como los que ella había visto que le hacía a Rosa en su tiempo. De manera que la última vez que ella se dirigió al mercadillo, cuando montó la mula, él la azuzó rabioso con una caña y la mula (la Blava) se paró en dos patas como nunca lo había hecho y como jamás pensaron que pudiera hacerlo y la lanzó de lleno contra unos arbustos. Ella cayó desmayada (como la nieve) y sin sentido, el Viejo sucumbió a la desesperación por unos instantes pero después se puso a reanimarla: la resucitó, decía ella, como Santo Domingo hizo con el joven Napoleón Orsini caído de su caballo. Él la friccionó con alcohol (y con lágrimas), le desabrochó el vestido de medio luto (porque en esto seguía siendo inflexible: luto entero en invierno por la Socors y medio luto en verano) y la llevó a la cama, adonde él mismo se tendió y permaneció junto a ella sin moverse de allí un ápice hasta que ella estuvo repuesta, viva (blava) como él la quería. Le prohibió, alegando el enorme susto que le había dado, que volviera al mercado o a montar, ni siquiera que saliera de la casa o que se asomara a la ventana si él no estaba con ella; ella le gritaba que la había hecho su prisionera y él gemía que ella lo había convertido en su esclavo. ¿Era esta su nueva vida? Acababa de cumplir diecisiete años, ¿era esta la vida que él le daría? El Viejo le había prometido que en cuanto fuera rico o al menos en cuanto tuviera una poca más de pasta, la haría viajar por toda la España: ahora caía ella en la cuenta que él se había referido a que él viajaría junto ella, ¿y en calidad de qué (de blava) lo haría?: ella estaría allí con él más celada que con un moro: se hubiera deshecho en llanto de desespero si en ese instante no la hubiera anulado el silencio. Varias noches después soñó que sus harapos negros eran en realidad vestidos de seda blanca, y que en su cuello destacaba el dije con la esmeralda y la cadena, el anillo en su anular y un hedor como de tierra húmeda alrededor suyo la asediaba... El Viejo, a su lado, se removía dormido: no oyó los pasos de Llúcia cuando se marchó de la casa y ella fue incapaz de despertarlo para decirle adiós (adeu, Ambrós; adeu, pare).
Una vez le había preguntado por qué se había casado siendo ya un hombre viejo, y él le respondió que había sido porque no se está bien en mesa donde no hay por lo menos cuatro personas; pero ella recordó que en el pueblo se decía que el Viejo había vuelto a casar porque necesitaba carne fresca... Y ella trataba ahora de imaginar qué había hecho él después que ella se fue cuatro años atrás: le parecía verlo aun abriendo el Oráculo de los Preguntones, haciendo la pregunta número veintidós bajo el signo Sur: ¿Hallaré lo que he perdido? y luego echando a rodar los dados para escuchar del Destino la respuesta diez de Escorpión: Hijo mío, tururú/ dá tu pérdida al olvido,/ porque está lo que has perdido/ tan perdido como tú.
Me duele el vientre, protestó Rosa, ¿será la hora? El médico dijo... Esperemos que no, contestó Llúcia utilizando una primera persona que, en el caso que la hora fuera cumplida, atañería solo a su hermana. Mira, dijo Rosa, ¡los árboles! ¿Seguirán estando los mismos chopos a la puerta de la casa? Eran bonitos... Eran como seres que habitaban el humo; gráciles, como señoritas envejecidas esperando a que los mozos las inviten a salir, en un baile. Ella se sentaba bajo esa escuálida sombra, a veces leía, a veces parecía que pensaba. Rosa, comenzó, haciendo visibles esfuerzos para hablar, yo no entraré en la casa. Esperaré fuera mientras tú buscas las cosas... las joyas, las piedras y... Yo me quedaré entre los chopos. Rosa se movió en el asiento, incómoda y como sin aire. Vale, Llúcia, que a este paso yo acabaré con un niño en Barcelona... Suspiró con esfuerzo, jadeó: Llúcia: ¿él te tocaba? La hermana cayó en su silencio (blaus silens), aunque algo aullaba, era como un reloj detenido, de esos que nunca dan la hora y sólo sirven de adorno y de pronto, gime la madera, las agujas se yerguen y suena la campana. Oh, a ti también el Viejo te tocaba, afirmó Rosa, luego llevó la mano al centro de la barriga y dolorida sollozó: Ay, Llúcia. Haz que pronto acabe este camino.
PÁGINA 15 – POESÍA ALLENDE EL MAR
Si termina el amor
el agua es más espesa en los estanques
y un ángel de cristal se muerde el labio;
puede darse un revuelo de gaviotas
mar adentro
y en el pecho la daga de una ausencia infinita
se abre paso cual proa entre las olas
y el consuelo del sueño nunca llega.
Nunca, el sueño nunca, nunca llega.
Si termina el amor
nubes negras se apoderan de los cielos
lanzándose a una loca carrera delirante
cuyo único destino es la certeza
de lo perdido, sí, de lo perdido.
Si termina el amor se llena el alba
de funestos ladridos sin consuelo
y un ruiseñor cansado se asesina
contra el pétalo fugaz de una amapola.
Si termina el amor lloran los parques
y una estrella fenece en cualquier parte,
y repican las fúnebres campanas
un coro de gemidos germinados,
una salva de gritos apagados
que hacia adentro resuenan y resuenan.
Si el amor se termina...
Los porches que solían cobijarnos,
la estación del ayer que nos prestaba
sus callados andenes de férrea complacencia;
la quietud temerosa de los templos,
el generoso amparo de las calles...
¿A qué otra causa ha de servir? Decidme.
Y la noche... la noche, la noche protectora
si el amor se termina...
¿de qué sirve la noche si el amor se termina?
Sergio Borao Llop (Zaragoza/España)
Ese hermoso recuerdo
¿Te acuerdas de mi voz lejana y vibrante?
¿De mi viaje a Leningrado?
¿De tu paso a Paris?
¿De nuestra envidia rara de llorar?
¡No sé cómo acabamos ahí!
Entre chico cartaginés
Y chica bogotana,
Una gota de caramelo:
Un volcán
Los niños que vimos ayer en Moscú
¿Qué ha sido de ellos?
Una vez más
Se pusieron a correr como locos
Hacia ellos mismos
¡Qué sensatez!
Youssef Rzouga (Ksour Essef /Túnez)
La mano de mi madre
Me baño en la quieta luz de una gota
y recuerdo cómo llegué a ser:
Un lapicero puesto en la mano,
la fresca mano de mi madre sobre la mía, cálida.
- Y así nos pusimos a escribir
entrando y saliendo de corales,
un alfabeto submarino de arcos y puntas,
de caracoles espirales, de estrellas marinas,
de blandientes tentáculos de pulpos,
de grutas y formaciones rocosas.
Letras que con sus cilios se abrían paso
vertiginosamente entre lo blanco.
Palabras como lenguados aleteando
y enterrándose en la arena
o anémonas oscilantes con sus cientos de hilos
en un quieto y único movimiento.
Frases como cardúmenes
que se hicieron de aletas y ascendían
y también de alas que en compás se agitaban,
palpitando como mi sangre que a tientas
golpeaba estrellas contra el cielo nocturno del corazón;
fue cuando vi que su mano había soltado la mía,
que yo hacía mucho, escribiendo, me había desasido de ella.
Pía Tafdrup (Dinamarca)
Traducción de Thomas Boberg y Renato Sandoval.
Infartodiario
Es cuando arremete de golpe
como un toro enloquecido
o una aplanadora
sobre tu pecho.
Es como un ciclón que golpea,
una filosa daga que secciona,
un calambre maldito que presiona
con la fuerza de un mortero.
Es un rayo cargado de electricidad
que te apuñala la garganta
por dentro
de abajo-arriba,
el lado izquierdo.
Es un sudor frío
que te invade la frente
el pecho
y la espalda.
Es todo esto
y mucho más
y crees que te morís
o algo así
y sentís que no querés,
que aún no te llego la hora.
A las ocho y media de la noche
puntualmente
el infartodiario te anuncia
que ha llegado
y vos con tus cuarenta años
de linyera-poeta-laburante
te quedas casi paralizado
sin saber si morirte
o sonreírle.
Jose Pivín (Haifa/Israel)
Un otoño
un otoño espeso,
una tormenta de alcanfor,
los profetas con manchas remueven sus espejos,
secretos últimos de la pérdida,
ratones negros roen baúles viejos,
los gatos devoran a sus padres,
mientras mi madre
aprieta su mano sobre la llave de la patria.
Y tú, niña mía,
cómo arrastras las trenzas de tu cabello?
sola estás en la plaza
entre los cuervos y la corrosión de cobre!
¿cómo buscas champiñones?
¿mariposas?
el anillo de salmón estaba en la boca del viejo
cuervo.
Hija de mirto,
basta ya de lágrimas de limón.
Detrás del viento,
corceles cuyos cabellos son columnas de humo.
¿Quién ha de enterrar la fuente del alcanfor?
¿Quién hará estallar la tensión
mantenida de la libido del diamante?
¿Del resplandor de la menta-poleo?
He hecho duelo alabando al viento,
he removido un millón de palmas,
con ónix cubrí a mis muertos.
He entrado en las selvas de las lamentaciones.
¿Quién ha de mostrarme los bolívares?
¿Llenos con el millón de fetos de humo?
¿Vientos que desatan de unas bocas de
corrosión?
¿Un relámpago desatado de
estómagos calcinados?
¿Han de escenificar los corceles
un baile gitano en las costas del mar?
¿Quién ha de bailar con el arrullar del que
saquea?
¿Quién ha de recoger mi sombra desde mi
alienación?
¿Quién puede sacar la patria de mis flacos
bolsillos?
Madre mía…,
quién te enseñó a caminar sobre
fragmentos de vidrio…
Ahmad Yacoub (Siria/Palestina)
PÁGINA 16 – Artículo ensayístico
La palabra
Por Ernesto Fernando Iancilevich
1.
En poesía, el decir es un hacer. El decir del poema es el hacer de la palabra, movimiento centrípeto, actividad contemplativa que reconoce en la propia vida del poeta el material y la fragua, el atanor y la llama. Vivir que se expresa en el decir. Decir que es experiencia de vida. El decir, hacer de la palabra viva, expresa, en lo abierto del poema, lo abierto de la experiencia poética.
Palabra: esencia de la letra. Sentido: estructura del signo. Desde el punto de vista profano, la poesía es un género literario. Desde la perspectiva sagrada, la literatura es una especie de poesía. Versión externa de lo múltiple y visión interna de lo único. Los desplazamientos semánticos corresponden a itinerarios espirituales: transgresión lingüística y transmutación poética.
2.
Aun cuando apreciaciones metafísicas nos acerquen, espiritualmente, a su sentido, no menos cierto resulta admitir que la construcción de un poema exige el conocimiento y la práctica de nociones técnicas, el dominio de la gramática y sintaxis, los cánones de versificación, el adecuado manejo de recursos estilísticos y la asimilación de un legado común, que permite al poeta de cada época el reconocimiento de un linaje tradicional en el cual, más que de paternidades e influencias, debiera hablarse de hermandades y confluencias. Desconocer esta realidad significaría bogar por la mera espontaneidad, tan apartada del metódico cultivo como la efusión emocional lo está del recogimiento interior. En el arte y en la vida, el sentimiento estimula, y el sentimentalismo sofoca; lo sabe el poeta que burila, en los macizos del sí, cada palabra, y medita, en los huecos del no, cada pausa.
Con diferencias sutiles, no siempre claras ni distintas, la experiencia poética se emparenta con la mística. Por su expresión, la metáfora acerca, en lo visible, lo invisible, en esta orilla, la otra. De tal modo, se aprende en la palabra la enseñanza del silencio. Ambos, místico y poeta, avanzan y regresan, sin saber, comprenden. Ninguno de ellos clausura el habla: la intima; y, en esa intimidad de lo abierto hacia adentro, palabra y silencio conversan. Conciencia divina y ciencia espiritual ponen al poeta y al místico en contacto con lo supraindividual, indeterminado y mistérico, merced a una intuición intelectual que, necesaria y recursivamente, se vale de imágenes sensoriales, del erotismo verbal, para sugerir las formas sagradas del éxtasis. Acaso en el poeta, esas formas asuman la figura de la palabra originaria; en el místico, dibujan la plenitud de vacío que habita el silencio. Como hermanos de un mismo padre, en un punto se separan. En el recuerdo de las palabras de Hölderlin, imaginamos su reencuentro: Die Linien des Lebens sind verschieden,/Wie Wege sind, und wie der Berge Grenzen./ Was hier wir sind, kann dort ein Gott ergänzen/ Mit Harmonien und ewigem Lohn und Frieden.
(Las líneas de la vida son diversas, /como caminos son, como los límites/
que separan montañas. Lo que somos/ aquí tal vez un Dios allá lo integre/
con armonía y paz y eterno premio.)
3.
La intensidad de la palabra, en el decir concentrado, nos remite al centro; también nos hace traspasar la periferia del lenguaje (y del mundo).
La poesía llama a un decir concentrado, porque hace centro en la palabra: decir concentrado en la palabra esencial. Más allá de las circunstancias históricas por las que ha atravesado su manifestación, epifanía de la palabra. Porque nadie escribe un poema, nadie puede adueñarse de él. La poesía escribe el poema, el poeta lo traduce, lo transmite. Apenas cincela lo que sobra, desnuda lo necesario. O lo intenta, y, en todo caso, lo demás no es su asunto.
En ese camino de regreso, aun en aquellos malabares lingüísticos donde resulta arduo desbrozar el ornamento de la estructura, íntimamente respira esa búsqueda profunda de la palabra que dice.
Por inconmensurable, no sabemos qué es la poesía, aunque la tentación de definirla sobrevuele nuestras cabezas. Pero tenemos poemas y hay poetas. En los momentos de privilegio, unos y otros se conjugan, se entregan a lo inconmensurable. En esos instantes de santidad, la luz de un dios ilumina la oscuridad de la noche.
El poema nos enseña un camino. Su decir es un ir de camino. En nuestra época, y en el final de un ciclo, el poeta se esfuerza por enseñar el camino del habla, bajo los modos vitales del salto, la fuga o la entrega.
En los extremos de la palabra, donde se palpa el silencio, habla el pensar. Por fuera, en la periferia de sus bordes, todo es un conjunto de grados del olvido.
El poema es playa verbal, huella sustancial, palabra del viento. En él, ser y no-ser se contemplan; nada hay en su cruce que no sea mirada. Una mirada en la mirada, que funda presencia, allí, donde todo es ausencia.
Poema de la poesía, avatar en el decir concentrado. Experiencia y expresión fundidas en la palabra intensa del decir concentrado. Sonido del sentido, pensar y hablar se identifican, saber y sentir se penetran, decir y hacer se transparentan. En los momentos más intensos del lenguaje, el pensar habla y la palabra piensa.
4.
El poema busca la palabra necesaria. Un artificio hecho de otras palabras circunstanciales y lábiles sostiene esa arquitectura esencial única e insustituible. De otro modo, el poema se ahondaría en una verticalidad sin forma ni figura, y no habría texto. La redacción de un poema, su artíficis, sitúa al poeta en el balanceo de lo posible y lo imposible. El soporte material de la palabra necesaria lo constituye todo ese conjunto de técnicas recursivas con las que hilvana, traduce y transmite, en principio, a sí mismo, luego, a otros, una experiencia no comprendida del todo, una vívida percepción de lo real que no puede explicar: percibir lo invisible para decir lo inefable. Lo imposible adentra y desborda lo posible; en su incompletitud, el texto se abre a lo no determinado.
Pero un texto se redacta con palabras humanas, epígonos de la palabra esencial, reminiscencias, anamnesis de imágenes especulares, señas que muestran, así como ocultan, el camino a lo abierto, cerrado en la secreta guarda de lo pleno.
El poema, además de artificio, habilita una contemplación de la verdad. Si algo de auténtico valor se descubre en él no es sino el de la escucha poética en la voz que el poeta le presta, como sostén que la referencia. Sin este andamiaje material, no habría poema. Ello acontece en el arte, y lo sabe el artista. El lenguaje verbal, de entre todos los que habita el hombre, es el que más austeramente lo habilita para sentar la costumbre o transgredirla, rotular límites o roturarlos, conservar o crear, cerrar o abrirse.
Sin devaluarse en lo nuevo, la palabra que ilumina anuncia lo antiguo: el habla es el demiurgo de la noche.
5.
Los primeros pensadores de Occidente nos sumergen en la tradición de una sabiduría supraindividual, anterior en grado sumo, perenne en grado absoluto. Si el no-ser sostiene el ser, en los macizos de la manifestación de lo griego podemos vislumbrar aquello que le excede, aquello que no es Occidente, pero que, de manera gestante, provoca lo griego y el pensar de Occidente. En los huecos del no-ser, en la otra orilla de la manifestación, el pensar alcanza su origen, también su destino. El círculo –forma sagrada por excelencia- se patentiza en una línea que avanza cuando regresa. Los ritos circulares, siempre cerrados a los ojos profanos, se abren hacia adentro. En la guarda de lo cerrado, hay lo abierto. En intimidad con lo abierto, la ausencia transustancia presencia.
En poesía, a falta de cualquier definición válida, su comprensión íntima nos viene de una experiencia de lo abierto. Reconocemos la palabra como cáliz de silencio, presencia de lo que está ausente. Y percibimos el habla como metáfora de realidad. Lejos de pretender constituirse otredad, la palabra poética ensimisma el habla en su naturaleza metafórica. Por ello, no resultaría erróneo afirmar que la metáfora baña en sus aguas tanto a la palabra como al pensar. Por su gracia, la palabra poética y la poética del pensar se contemplan. Poetizar y pensar dicen, en cuanto se contemplan.
El giro ontológico de un pensador vuelto a la poesía no desmiente el pensar, lo confirma. Antes de Heidegger, lo supo Nietzsche.
Hölderlin, Johann Christian Friedrich. Himnos tardíos y otros poemas /
Selección, traducción y prólogo de Norberto Silvetti Paz. – Buenos Aires : Sudamericana, 1972. – 205 p. – (Colección Obras Maestras Fondo Nacional de las Artes)
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6 comentarios
Revista Archivos del Sur -
Araceli Otamendi
Susana -
En una sola revista vi desfilar toda mi pequeña vida de escritora. Lo comparto. Susana
Marta Ortiz -
Asociación Prometeo de Poesía -
Un saludo cordial, Juan Ruiz de Torres
Olga Zamboni -
Realmente la revista ha sido siempre un puntal para la literatura de Santa Fe y de esta parte del país.
Un abrazo y espero tus noticias, Olga
Letras de Buenos Aires -