Año I - Nº 4
Homenaje de Gaceta Literaria a la trayectoria del fotógrafo mexicano Eduardo Palma Ramírez www.ikotea.com
Obra: Soñar es Libertad
PÁGINA EDITORIAL
La literatura como misión.
Bien sabemos que la literatura, como tal, carece de virtudes extraordinarias que la conviertan en agente de cambio, en efectiva mediadora de transformaciones sociales o en generadora de evoluciones humanísticas. Sin embargo, incluso sin disponer de cualidades omnipotentes, todavía permite ofrecer testimonio de los acontecimientos que ocurren en un lugar y en un tiempo determinados, a través del ejercicio de la palabra escrita.
De allí que quienes ejercen el oficio de manera especialmente sensible o particularmente socializante, al haber aceptado el talento de advertir las injusticias, no pueden sino sentirse presionados por una realidad circundante que los impulsa a respaldar, casi en forma instintiva, las grandes causas que desvelan a los pueblos. Entonces, como extraños “caballeros de triste figura”, como lastimosos guerreros de lápiz y papel, combaten contra los gigantescos molinos de viento que atentan contra la dignidad del ser humano, se sienten incapaces de traicionar sus convicciones acerca de principios éticos tales como el ejercicio de la equidad, de la honestidad, de los derechos y la práctica de la emancipación, el buen uso de la palabra en rebeldía o el natural ejercicio de la libertad.
Y sin entrar en disquisiciones personales relacionadas con la legitimidad o ilegitimidad del compromiso artístico, sin pretender tomar parte en algún tipo de cruzada, en alguna práctica de retóricas restrictivas entre los defensores del arte por el arte y los paladines del arte comprometido, resuelven asumir que no son otra cosa más que individuos, que, como tales, habitan territorios rodeados por precisos calendarios, y que este es un contexto altamente condicionante.
Por ello no pueden ni quieren desvincularse de los acontecimientos políticos, sociales, educativos de su realidad, de su tiempo, de sus circunstancias.
Cuando su singular entorno sociográfico ha vaticinado el fin de la historia, la supresión de fronteras geográficas y el abandono de la fe, quienes escriben desde lugares poco propicios a la justicia, a la igualdad y a la libertad no pueden menos que tomar con seriedad la suscripción a la única ideología posible, la ideología de la conciencia que es la ideología del amor. Una ideología capaz de comprometerlos con la causa de los postergados, de los marginados, de los desposeídos y asumir el reclamo de su voz para tomar partido, para decir, para contar, para denunciar.
Porque aun cuando su obra no parezca alcanzar los niveles formales de relevancia analítica, sienten que quizás exista la posibilidad de que, a través de ese modesto aporte donde el pensamiento, las emociones, las voces de quienes no pueden elevar el canto celebran el encuentro, ellos puedan descubrirse, reconocerse, identificarse.
PÁGINA 2 – Poesía nuestra
Poema
Bienvenida al lecho de tus padres.
Ninguna diferencia
entre orgasmo y espada.
Dadora de sentido,
la muerte está de tu lado
en el acierto del puñal.
Juan Valenti (Rosario-Santa Fe/Argentina)
Aún hay tiempo
Aún hay tiempo en el corazón del hombre,
aunque certeramente no lo sepa.
Oscar Agú (Santa Fe/Argentina)
Dicen por mí.
Llevo un sombrero grande
hace mucho tiempo,
un sombrero de pájaros
llevo.
Me acompañan, me sueñan.
Me identifican, ellos.
Dicen por mí, esta vida.
Esta historia
esta música que nace
y se esparce en el universo.
Llevo un sombrero.
Un sombrero de pájaros, llevo.
María del Pilar Lencina (Reconquista-Santa Fe/Argentina)
III
Amada, viento de junio
en la intemperie.
Uva de las noches
y el mal.
Sólo vivo
con la presencia
de tu olvido.
Carlos Vladimirsky (Santa Fe/Argentina)
El Réprobo
El que pronuncia oscuridades con las lenguas del fuego.
El que danza para alcanzar la altura con un salto.
El que conserva el ritmo del molusco, el que puede quedar en trance ante la piedra.
El que se envuelve con el viento fresco y sobrevive como las gacelas.
El que entre los recuerdos del álbum familiar no está en la foto.
Susana Valenti (Rosario-Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 3 – Narrativa
Los hombres de los cayucos
Por María Flavia Catella (Santa Fe-Málaga/España)
Hoy otra vez. Y mañana. Y ayer y el día anterior.
Salen con el frío húmedo de la noche y muchos se van con las gaviotas de las primeras luces del amanecer.
Son los hombres de los cayucos, imparables, llevando a cabo una travesía que raya la locura, la irresponsabilidad, la negligencia, pero que, por otro lado, se lleva los lauros del esfuerzo y del sacrificio en pos de la vida misma, aunque la pierdan en ello.
Y cada mañana al levantarnos, en nuestros desayunos, vemos sus ojos enrojecidos, perdidos frente a las cámaras; envueltos en mantas, unos junto a otros, en una extraña e inesperada soledad poco premeditada.
Llegan periódicamente a las costas españolas con todo su bagaje de sueños y esperanzas pero inmóviles por el frío y el hambre; con la piel seca y lastimada por el agua del mar, las piernas débiles y el corazón en silencio, abrumados por la incertidumbre y asustados por el probable resultado de su hazaña.
Nosotros pertenecemos, como ellos, a esa parte de la sociedad que mira más allá de las fronteras que les fueron asignadas. También nos arriesgamos al mar y nos dejamos envolver en mantas que desafían las pasivas condiciones de un destino prácticamente preestablecido.
Pero nuestros cayucos eran otros y no todos contamos con las mismas probabilidades de sobrevivir. No a todos se nos presentan las mismas posibilidades de crecer, de emerger dignamente, de absorber la vida y permitir que tantas lágrimas valgan la pena.
Hay una gran herida que no dejará de sangrar, ni en nosotros, ni en ellos, ni en las familias que quedaron al otro lado de nuestras determinaciones.
Tenemos facultades diferentes, llegamos en condiciones diferentes, contamos con posibilidades diferentes y, probablemente, sea diferente el color de nuestra piel. Sin embargo, en la hipocresía de esas diferencias está el saber que tenemos mucho en común con tantos hombres y mujeres valientes, de enormes corazones, como el continente que dejaron tras sus espaldas castigadas por el frío del mar.
Nos sabemos iguales cuando nuestros cuerpos se estremecen en desesperada impotencia ante sus ojos cansados, adivinando sus temores.
Nos sabemos iguales cuando vemos sus manos jóvenes, vacías y débiles, ávidas de fuerzas y de cariño.
Y, sin lugar a dudas, nos sabemos iguales cuando advertimos que nos une un mismo idioma: el de la ilusión, como estandarte de vida.
PÁGINA 4 – Artículo de opinión
¿Familias autistas?
Por María del Carmen Villaverde (Santa Fe/Argentina)
A la hora de las preguntas sobre pluralidad semántica, sobre mundo computado, sobre robótica y cibernética, sobre la “máquina de fabricar sueños” que la pantalla doméstica nos trae a diario para que caigamos rendidos a sus pies con la misma obediencia con que devoramos las “migas agridulces de las novelas enlatadas”, es importante tener presente la vida sensoperceptiva que profundizan, segundo a segundo, los medios de comunicación, un tema sobre el cual las familias parecen permanecer “autistas”.
Hay que reconocer y dilucidar, ya, la problemática del manejo eficiente de la fuerza interior que cada ser humano tiene la posibilidad de ejercitar, por su propio esfuerzo y realidad cotidiana, originando silencios para pensar, para imaginar creativamente, haciendo mundos, recreando mundos, compartiendo mundos, en la vivencia multiplicada de crecer asombrándose, riendo, dando. A tal fin, y apenas como para enunciar una propuesta, es necesario destacar las inquietudes que al respecto tienen los investigadores.
Según el Dr. Osvaldo Panza Doliani: El hombre, como sistema de información biológica es mucho más que la suma de las estructuras neuroquímicas que lo forman. Estas estructuras evolucionan coordinada y cooperativamente, respondiendo a los estímulos de la enseñanza con modificaciones distributivas temporoespacialmente, de acuerdo a las exigencias secuenciadas por ese continuo universal, tan ignorado, del que el hombre forma parte sin reduccionismos. Por eso, entender los procesos biológicos que imponen los estímulos de la enseñanza de la lectura, por ejemplo, no significa encerrarse en las fronteras del cerebro y reducirlos a un órgano, sino aceptar a este como a la materia insustituible que es moldeada por los instrumentos de la educación…”
La vida y el desarrollo normal de las personas está dependiendo hoy, de sobredosis de “alimentos-estímulos”, exteriores, alejados indiscriminadamente por comunicaciones deformantes que alteran los aprendizajes y producen conductas progresivamente deformadas en las que todas las familias deben detenerse y tomar partido.
Por ejemplo:
• Diez horas continuadas, semanalmente, dentro de lugares cerrados y en penumbra, con detonantes ininterrumpidos de golpes rítmico-musicales (más ruido que música), sobredosis de decibeles y alienantes entrecruzamientos de láser.
• Tres o cuatro horas diarias de “bombardeos” televisivos y publicidad compulsiva.
• Fosilización de vocabulario y significados.
• Atrofia cotidiana de relaciones afectivas.
• Bloqueo del desarrollo intelectual por falta del apoyo progresivo de logros productores de conductas claras, seguras, sin riesgos sociales.
• Ausencia de suficientes y estimulantes competencias lingüísticas y lectoras.
• Asistencia a una generación de individuos normales que por falta de “maduros” y “correctos” apoyos sistemáticos, llegan indefectiblemente a la anormalidad conductual.
En toda esta vorágine de ludoteca expresiva, el hombre debe jugarse la verdadera carta de ser humano.
Le toca a la familia, a los adultos responsables, reconocer que una eficiente postura crítica respecto de las máquinas de producir sonidos e imágenes, implica una revalorización del tiempo familiar destinado al diálogo, a la natural necesidad de silencios creadores, se generarán los modelos (generalmente ausentes) que niños y jóvenes, a través de conductas violentas, están pidiendo a gritos y se alcanzará la cuña vivencial, de crecimiento pleno, por la que ellos penetrarán con fuerzas luminosa al mundo de mañana.
PÁGINA 5 – Página de maestros: Olga Orozco – 1920/1999 – (La Pampa-Buenos Aires/Argentina)
El pródigo
Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
—injurias del amor—
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando la soledad asciende con un canto radiante por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
“Levántate. Es la hora en que serás eterno.”
Y otra vez como antaño alguien corta sin lágrimas unas ajadas cintas que lo ataban al cuadro familiar,
y sepulta una llave bajo el ácido musgo del olvido.
Detrás queda una casa en donde su memoria será sombra y relámpago.
Él probará otros frutos más amargos que el llanto de la madre,
arderá en otras fiebres cuyas cóleras ciegas aniquilen la maldición del padre,
despertará entre harapos más brillantes que el codicioso imperio del hermano.
¿Hay algún sitio aún donde la libertad levante para él su desafío?
Allí está su respuesta: una furiosa ley sin paz y sin amparo.
Pero noche tras noche,
mientras la sed, el hambre y el deseo dormitan junto al fuego como errantes mendigos que soñaran una fábula espléndida,
otras escenas vuelven tras el cristal brumoso de su llanto
y un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros
lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas.
Es el antiguo amor.
El elegido ahora cuando el Pródigo torna a rescatar la llave de la casa.
Ha pagado su precio con el mismo sudario de un gran sueño.
¡Oh redes, duras redes que intentáis contener el viento de setiembre:
permitidle pasar!
No vino por perdón: no le obliguéis a expiar con el orgullo.
No vino por condena: no le obliguéis a amar con indulgencia.
Otra vez como antaño sólo vino con un ramo de ofrendas a cambio de otros dones.
No haya más juez que tú,
Dios implacable y justo.
En donde la memoria es una torre en llamas
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó hasta el cielo.
Nadie se muere aquí.
Una criatura vela
envuelta entre sus plumas de ángel invulnerable
jugando con ayer convertido en mañana.
Vuelve a escarbar con un trozo de espejo los terrenos prohibidos,
la oscuridad sin nombre todavía,
para entregar a cada huésped la llave al rojo vivo que abrirá cualquier puerta hacia este lado,
una consigna de sobreviviente
y las semillas de su eternidad
—un áspero alimento con un sabor a sed que nunca cesa—.
Nadie se pierde aquí.
A la entrada de cada laberinto
la adolescente aguarda con un ovillo sin fin entre las manos.
Otra vez del costado donde perdura el eco,
una vez más del lado que se abre como un faro hacia la soledad,
hay un hilo que corre solamente desde siempre hasta nunca,
que ata con unos nudos invencibles las ligaduras de la separación.
Con ese mismo hilo tejía sus disfraces de araña la impostura
y el estrangulador, noche tras noche, preparaba su lazo mejor para mañana.
Pero ella sonríe aún detrás de su cristal de azul melancolía
escribiendo sobre el vaho de las nuevas traiciones las más viejas promesas
con un tizón ardiendo,
para que nadie pierda la señal,
para que a nadie borre ni siquiera el perdón.
Nadie sale de aquí.
Yo convierto los muros de ansiosas hogueras que alimento con sal de la nostalgia,
con raíces roídas hasta el frío del alma por la intemperie y el destierro.
Yo cierro con mis ojos todas las cerraduras.
No hay grieta que se entreabra como en una sonrisa para burlar la ley,
ni tierra que se parta en la vergüenza,
ni un portal de cenizas labrado por la cólera, el sueño o el desdén.
Nada más que este asilo de paso hacia el final,
donde siempre es ahora en todas partes al sol de la vigilia,
donde los corredores guardan bajo sus alas de ladrones de adiós a todo mensajero del destino,
donde las cámaras de las torturas se abren en una escena de dicha o infortunio que ninguna distancia consigue restañar,
y por cada escalera se asciende una vez más hasta el fondo de la misma condena.
Esta es la torre en llamas en medio de las torres fantasmas del invierno
que huelen a guarida de una sola estación,
a sótano cerrado sobre unas aguas quietas que nadie quiere abrir.
A veces sus emisarios vienen para trocar cada cautivo ardiente por una sombra en vuelo.
Entonces oigo el coro de las apariciones.
Llaman áridamente igual que una campana sepultada.
Zumban como un enjambre elaborando para mi memoria un ataúd de reina helada en el exilio.
Mis días en los otros ya no son nada más que una semilla seca,
un hilo roto,
la irrevocable momia del olvido.
La cartomancia
Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en las cenizas de ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos y combates,
por helechos.
Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.
¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento hasta tu muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una bandada de aves?
Las Estrellas anuncian el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.
Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y en todos los abismos.
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.
Veamos quién se sienta.
La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila deshilando tu sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como una estría pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.
Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza llora de cara contra el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto que presagia el crimen o el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te fue destinada.
¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel la palidez de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer la Torre que lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves de insobornable carcelero.
En tanto el carro aguarda la señal de partir:
la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra de memoria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del tiempo que os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de náufragos que se hunden sin salvación y sin consuelo.
Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón, como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha a tu costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con uñas en menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella misma,
pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor que no muere.
Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.
Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que hiera quien te mata.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.
He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.
Variaciones sobre el tiempo
Tiempo:
te has vestido con la piel carcomida del último profeta;
te has gastado la cara hasta la extrema palidez;
te has puesto una corona hecha de espejos rotos y lluviosos jirones,
y salmodias ahora el balbuceo del porvenir con las desenterradas melodías de antaño,
mientras vagas en sombras por tu hambriento escorial, como los reyes locos.
No me importan ya nada todos tus desvaríos de fantasma inconcluso,
miserable anfitrión.
Puedes roer los huesos de las grandes promesas en sus desvencijados catafalcos
o paladear el áspero brebaje que rezuman las decapitaciones.
Y aún no habrá bastante,
hasta que no devores con tu corte goyesca la molienda final.
Nunca se acompasaron nuestros pasos en estos entrecruzados laberintos.
Ni siquiera al comienzo,
cuando me conducías de la mano por el bosque embrujado
y me obligabas a correr sin aliento detrás de aquella torre inalcanzable
o a descubrir siempre la misma almendra con su oscuro sabor de miedo e inocencia.
¡Ah, tu plumaje azul brillando entre las ramas!
No pude embalsamarte ni conseguí extraer tu corazón como una manzana de oro.
Demasiado apremiante,
fuiste después el látigo que azuza,
el cochero imperial arrollándome entre las patas de sus bestias.
Demasiado moroso,
me condenaste a ser el rehén ignorado,
la víctima sepultada hasta los hombros entre siglos de arena.
Hemos luchado a veces cuerpo a cuerpo.
Nos hemos disputado como fieras cada porción de amor,
cada pacto firmado con la tinta que fraguas en alguna instantánea eternidad,
cada rostro esculpido en la inconstancia de las nubes viajeras,
cada casa erigida en la corriente que no vuelve.
Lograste arrebatarme uno por uno esos desmenuzados fragmentos de mis templos.
No vacíes la bolsa.
No exhibas tus trofeos.
No relates de nuevo tus hazañas de vergonzoso gladiador en las desmesuradas galerías del eco.
Tampoco yo te concedí una tregua.
Violé tus estatutos.
Forcé tus cerraduras y subí a los graneros que denominan porvenir.
Hice una sola hoguera con todas tus edades.
Te volví del revés igual que a un maleficio que se quiebra,
o mezclé tus recintos como en un anagrama cuyas letras truecan el orden y cambian el sentido.
Te condensé hasta el punto de una burbuja inmóvil,
opaca, prisionera en mis vidriosos cielos,
Estiré tu piel seca en leguas de memoria,
hasta que la horadaron poco a poco los pálidos agujeros del olvido.
Algún golpe de dados te hizo vacilar sobre el vacío inmenso entre dos horas.
Hemos llegado lejos en este juego atroz, acorralándonos el alma.
Sé que no habrá descanso,
y no me tientas, no, con dejarme invadir por la plácida sombra de los vegetales centenarios,
aunque de nada me valga estar en guardia,
aunque al final de todo esté de pie, recibiendo tu paga,
el mezquino soborno que acuñan en tu honor las roncas maquinarias de la muerte,
mercenario.
Y no escribas entonces en las fronteras blancas “nunca más”
con tu mano ignorante,
como si fueras algún dios de Dios,
un guardián anterior, el amo de ti mismo en otro tú
que colma las tinieblas.
Tal vez seas apenas la sombra más infiel de alguno de sus perros.
Olga Orozco
Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquello que se buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte n tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
“Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento”.
PÁGINA 6 - Artículo ensayístico
La religión del Arte
Por Héctor Martín Rotger (Santa Fe/Argentina)
Acostumbramos a tratar del arte deteniéndonos en lo expresivo. Enfocamos o determinamos su práctica ajustados a la restricción de la cultura dominante. Y ésta, la actual, tiende a ser una cultura poco proclive a conmover su laicidad. Sin embargo, emparentar arte y religión no debiera parecernos aventurado ya que a través de no pocos el arte intentó correr el mojón que separa la indagación creativa de aquel terreno que pone al alcance de lo numinoso.
En general, el parentesco entre las dos palabras: arte y religión, queda supeditada a lo que la historia recoge de la prolífica veta de arte sagrado, o arte dedicado a la temática de lo sagrado. Más interesante sería llevar la deliberación a si la práctica misma del arte no constituye un intento de religación, con independencia de las temáticas aludidas.
Religión es religación, es volver a unir, volver a ligar, lo que presupone partir de un estado de desunión, de quiebre esencial. Ese quiebre determina la pérdida de algo que se tuvo, o, sin situarlo en un tiempo determinado, de algo cuyo dominio se nos está escapando por ignorancia o inadvertencia.
Remitiéndonos a las tradiciones del occidente monoteísta cabe hablar de una caída, de un paraíso perdido, y de un derrotero de peregrinaje en busca del estado primordial, de una restauración de genuina identidad, aludida por las corrientes místicas del judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Como soporte de este peregrinaje sólo podemos contar con el testimonio de las heterodoxias, solitarias u organizadas, ya que fueron ellas las que mantuvieron vivo el simbolismo que lleva del olvido, lethe de Heráclito y avidya de Buda Shakyamuni al recuerdo, la vidya o aletheia .
Del tránsito entre estos estados habla claramente un aforismo del Budismo Zen, como demostración de que en este terreno se interpenetran latitudes y escuelas no sólo sin menoscabo de sentido sino abonándolo .
Cuando empecé al camino, las montañas eran las montañas y los ríos eran los ríos. Después, las montañas no eran las montañas y los ríos no eran los ríos.
Ahora, las montañas son las montañas y los ríos son los ríos.
… lo que, a nuestro juicio, guarda íntima trabazón con la temática del arte imbricado en el empeño de religar, de poner ( o reponer) esas montañas y esos ríos en clave de significatividad mistérica.
El camino del recordar empieza en un no saber. El arte no trata con un mundo hecho. La experiencia sensible ordinaria es subvertida en una indagación que no podemos predecir a dónde llega. Esas montañas y esos árboles pasan a estar entre paréntesis. Los significantes se trastocan, las letras se interpermutan como en la Kabalá porque hay una total disconformidad con la normatividad perceptiva.
No, mi corazón no duerme. / Está despierto, despierto. / No duerme ni sueña, mira, / los claros ojos abiertos. / Señas lejanas y escucha / a orillas del gran misterio. // Antonio Machado.
En la Edad Media de occidente, la atribución de la palabra “artista” era reservada a los alquimistas que laboraban noches y días en transformar la materia prima en piedra filosofal. La acepción más noble de la palabra arte refería a arte de transformar el metal bruto en oro, reflejo del sol en la tierra - a propósito de ésto, Dante, en el Convivio III, 12 dice que "no hay nada sensible en todo el mundo más digno que el Sol para servir de ejemplo de Dios"- Laborando lo tangible se intentaba obtener, por sucesivas y escalonadas disoluciones, cristalizaciones, fusiones y combustiones, una propiedad identitaria en lo intangible. La cocción debía llevar a la conexión. Esto era lo que distinguía a los vulgares sopladores o carboneros de los verdaderos maestros. El maestro Eckehardt lo ilustraba diciendo “el cobre no descansa hasta convertirse en oro”.
Entre los numerosos cultores de la religión del arte y a propósito de esta referencia a la alquimia, entra en nuestra órbita de atención la pintura visionaria de Hieronymus Bosch, el Bosco, nacido por el 1450. Atestiguar una pintura del Bosco es entrar en un vórtice de metamorfosis que pone en entredicho todos los límites. Los reinos animal, vegetal y mineral, como así también todos los roles establecidos exceden las líneas demarcatorias de las convenciones, son desenfadada y desenfrenadamente mezclados en la persecución alucinada de una realidad que hace sospechar de lo verosímil de ésta realidad. Si toda llamada religiosa induce a sentir el extrañamiento, la nostalgia de los orígenes, como una suerte de cultivo embrionario llamado a develarse, según algunos, a través de la praxis artística, la llamada del Bosco pone de lleno ante el estupor de lo humano y lo metafísico interactuando en sus mutuas desgarraduras.
Elémire Zolla postula tres vías posibles de activación de la nostalgia inicial, intentando desbrozar vías de acceso a lo inaccesible. Todas tienen sus representantes en cualquiera de las ramas del arte: las tres vías son las del conocimiento, la de la emoción y la del exceso. Pero tal vez en ningún caso como en el del arte estas tres vías ofrezcan una resistencia mayor a ser desglosadas o particularizadas. El caso del Bosco quizá constituya en este sentido uno de los más paradigmáticos.
Pero esta incapacidad de desglosar conocimiento, sentimiento y exceso es una de las improntas que mueven a no poder separar el arte de lo religioso, siempre que convengamos en situar lo religioso más allá de las fronteras de la dogmática y las ortodoxias y no reduzcamos la noción de religión del arte a la de arte con temática sagrada.
En este sentido valdría arrimar una conjetura, como tal nada taxativa, sino esbozada por el esfuerzo de aproximarnos semánticamente, según la cual hay toda una cantera del quehacer artístico que en sí misma constituyó una sacralización operativa con independencia de la temática que pudiera abordar.
Claro que, para aventurarnos en la exploración de esa cantera, nos veremos obligados a otorgar menor importancia a los factores anecdóticos que rodean a la obra, (cuando no a removerlos por completo) y orientar nuestra atención a lo que según una corriente de pensamiento otorga a la operatividad misma en cualquiera de las ramas del arte este valor de sacralidad , tal como podríamos adjudicar a una ascética o a una actividad ritual o a una disposición anímica el poder de aproximar al borde de lo mistérico, de lo que en sí mismo permanece incognoscible.
Tal premisa de despejar de lo anecdótico para dejar desnudo el símbolo y palpitar en la belleza de lo que el símbolo transmite, irreductible a términos de intelección discursiva o emocionalismo fatuo, no es acorde a las prácticas en que se mueve la cultura de nuestro tiempo, donde todos los acentos de la crítica subrayan y hasta exclusivizan la cuestión anecdótica de un cuadro, una novela o una partitura.
Para ilustrar las diferencias entre una u otra postura respecto del arte, vendría bien recordar aquel encuentro entre un grupo de antropólogos que hicieron escuchar a un jefe indio desconocedor del lenguaje sonoro ajeno a su cultura, enteramente ritual, una grabación del Réquiem de Mozart. Al concluir la audición, el indio reflexionó de esta manera: "al fin el hombre blanco nos ha traído algo que lo hace digno de que le confiemos algunos de nuestros secretos".
La sola pertenencia a una cultura en la que sólo vale la actividad que no distrae
de eso que lo visible cotidiano transmite de lo invisible insondable, explica que la audición del indio traspasase todas las barreras culturales en las que hubiera quedado capturado el oído anecdótico.
Agustín López Tobajas dice a propósito de un texto sobre el simbólogo Ananda K. Coomaraswamy que "En una civilización tradicional, arte y técnica designan una misma relidad, inseparable, a su vez, de la religión y de la vida; toda actividad práctica está ahí impregnada del sentido de lo sagrado, y la belleza es resultado inevitable de cualquier proceso creativo.”
Lo anterior no autoriza a la conclusión de que el arte moderno (por decirlo así) no contiene o está vaciado de aquellos principios constructivos con raíz en lo simbólico. No es así. Pero no es así porque tanto el empeño puesto en el subrayado de las posturas ideológicas como la exacerbación de costumbrismos, modas y subjetivismos, son impotentes para violar el criterio último de belleza, tanto acústica como visual, que da categoría de obra, de operación sagrada, de laboreo con códigos emotivo-intelectuales de validez universal, códigos que en una época no globalizada, ya desde los testimonios paleolíticos de Lascaux y los monumentos megalíticos adoptaron en común todas las comunidades de la tierra.
Como se ve, no hizo falta llegar al Internet para comunicar a los hombres. Hubo en tiempos prehistóricos una comunicación cualitativa que se basó en el profundo reconocimiento de lo que la naturaleza transmitía acerca de formas y proporciones.
El matemático Leibniz definía a la música como "una secreta operación aritmética que hace el alma".
Imaginemos un caminante que no tiene que ser precisamente músico. En el entresijo de emociones, pensamientos, recuerdos de momentos y seres, inadvertidamente, (secretamente para nuestro conciente) se va abriendo paso una melodía. Esto es, una sucesión bien precisa de alturas sonoras con un ritmo específico que adopta la forma de un canturreo o un silbido. Esta forma primaria de expresión musical es el cimiento sobre el que se edifica todo el complejísimo edificio de su lenguaje. La operación aritmética, como dice Leibniz, es secreta. Ocurre en nuestro interior. Puede ser detonada por una búsqueda expresiva bien consciente, pero la combinatoria sonora (y aritmética) se realiza allí dentro, donde el principio de semejanza aritmética latente entre el microcosmos y el macrocosmos viene a manifestarse en una garganta como ideación sonora. La religación está teniendo lugar aunque el que inventa espontáneamente una melodía lo ignore.
No otra cosa es lo que sostiene el pintor uruguayo Joaquín Torres García cuando en su extenso tratado sobre el "Universalismo constructivo" habla del dibujo de los niños y la pintura de todos los pueblos aborígenes del mundo, de los testimonios gráficos de los antiguos, de las construcciones de templos, de cómo este modo de concebir el arte va unido al total desinterés por perpetuar el nombre del artista en la obra realizada. De éste anonimato, nunca cuestionado, que atraviesa toda la Edad Media cristiana y recién se interrumpe en el Renacimiento, cabe decir que, más que desinterés del artista por figurar al pie de tal o cual realización, denota que el nombre propio, el nombre histórico, propietario de la anécdota personal, se va quemando hasta convertirse en cenizas al mismo tiempo que adquiere materialidad la obra, en virtud de lo que la praxis artística tiene de sujeción devocional a los misterios expresivos que yacen escondidos en la materia y que se van develando a quien fielmente cultiva el arte como religión.
Hay un cuadro de Durero en el que se ve un alquimista rodeado de símbolos arquetípicos entre los que sobresale la piedra tallada de la perfección humana. Una profusa serie de elementos alegorizan el sentido de su búsqueda, el cuadrado de Júpiter, el compás, la clepsidra, etc.. Al fondo hay una rueda de fuego y más atrás el sol. Ahí aparece escrita la palabra Melancolía, que es la extrañeza o nostalgia de los Orígenes que mueven al buscador, en este caso al mismo Durero, de quien sabemos el nombre porque pertenece justo a la época en la cual queda el registro del artista.
Los mismos principios constructivos son aplicados en el Partenón y el violín Stradivarius, y todos adscriben a aquella geometría sagrada contenida en el número fi, el de la divina proporción, el número de oro (que recuerda a los alquimistas), el inconmensurable 1,618033… que patrocina las proporciones de los caracoles, del cuerpo humano, de la distribución de los brotes en un tallo y según parece, una indeterminada cantidad de criaturas que ignoran que son habitados secretamente por lo que en la historia de la matemática se conoce como la serie de Fibonaci.
En este orden de evocaciones acerca del vínculo inextricable, de correspondencias digamos, amorosas, entre naturaleza, psiquis, geometría y praxis del arte, el hilo o la red conectora une al músico-matemático Pitágoras con Paul Klee, Vassili Kandinsky, Escher, la música de Bach, que responde a una clave numerológica y la del húngaro Béla Bártok, que estructura por ejemplo, su obra Música para cuerdas, percusión y celesta según un riguroso patrón fibonaciano.
En el libro de Josep Soler Fuga, técnica e historia* encontramos este párrafo "El control y la estructura, absolutamente impensable, presuponen un análisis, antes de iniciar la obra y también durante su escritura; mas este análisis, por muy profundo que sea, es siempre un catálogo y ordenación de las apariencias, del "fenómeno", de la obra de arte. Lo irracional, la sucesión lógica de lo arcano, -tanto más lógico cuanto más cerca esté de su arquetipo-, no puede demostrarse ni enseñarse ni tratar de comunicarse ya que pertenece a la esfera de lo más íntimo del artista y ni aún él mismo puede conocer claramente cuáles son las bases en las que se apoya su instinto y en que grado éste le "obliga" sin que intervenga su voluntad. (a propósito de "la música es una secreta operación...")
"Saber cómo se escribe una fuga solamente se consigue escribiéndola y descubriendo, en el proceso de su escritura, la manifestación de lo oscuro; mas este descubrimiento únicamente es capaz de conocerlo aquel que ya lo ha conocido a través de su instinto y por la obediencia que supone la servidumbre de ser artista y el saber que la obra de arte es siempre una oscuridad enmascarada por lo aparente, por lo que recubre lo que se oculta en el interior del santuario y que no se patentiza a los profanos -cita de Plotino, Eneadas I, 6; 8-9) El artista desprecia lo superfluo, endereza lo torcido, torna brillante lo oscuro...hasta descubrir la obra de arte escondida, ínsita, oculta en su propio interior, velada por las apariencias -tan necesarias por otra parte- de la técnica."
La técnica es su medio, pero su fin es la manifestación de la fuerza emocional que a través de ellos halla su camino de salida derramándose en inagotable riqueza. En la cumbre del volcán se halla presente el compositor quien, con su técnica, con su organización permite a la lava abrirse camino canalizándola hasta nosotros y haciendo posible que nos pongamos en contacto con ella y la convirtamos en materia propia.
Así, un análisis, por muy complejo que sea, jamás agota las posibilidades de una obra ni menos agota la descripción de su esencia expresiva e íntima. Analizar -sea Bartók o Bach- es sólo descubrir algunos de los parámetros en los que se esparce y derrama esta música. Pero su esencia es inagotable y su emoción, el revés de la trama, está siempre intacto e inasequible para el espectador: trascendiendo al análisis está el misterio de la música y la revelación que a cada espíritu pueda llevarle; esta esencia impalpable y ajena, tanto al compositor como al oyente, es imposible de expresar o analizar: Aquí, como en tantas otras circunstancias, el medio no es el mensaje y el fin siempre está velado en espera de una re-velación o un des-velar que ya es una dimensión personal -como una epifanía, un nacimiento en la aprehensión de un verbo inasequible-, imposible de analizar y más allá -trascendente- a cualquier codificación.”
Como podemos ver, en el arte no son escindibles las tres vías de acceso a lo divino: la del conocimiento, la del sentimiento y la del exceso. En el arte, las tres se superponen aunque como tres voces simultáneas pueda una u otra sonar alternadamente más fuerte. Sin embargo, hay espíritus en los que las tres voces, o las tres vías, sostuvieron siempre una intensidad pareja. Tales casos entre otros los del místico-artista maestro Eckhardt y el del artista-místico William Blake.
Para que las tres vías se den en simultáneo, así como la geometría no se verá separada de la emoción, no se verá la emoción como un sentimentalismo, menos un sentimentalismo religioso. Del rol de la emoción dice Octavio Paz a propósito de un pequeño ensayo sobre la poesía erótica epigramática “Kavya”, de la India: El arte verdadero trasciende, simultáneamente, al mero artificio y a la expansión subjetiva. Es objetivo como la naturaleza, pero introduce en ella un elemento que no aparece en los procesos naturales y que es propiamente humano: la simpatía y la compasión.
En cuanto a la vía del exceso, como en el Tantra hindú, aquella vía que parte de la idea de que el mismo suelo en que caes es el que te ayuda a levantarte, -la vía del héroe o del Vijra-, esa vía que en aras de lo ilimitado desafía todo límite, se malogra si no es afrontada en la cumbre de la lucidez.
El arte, como decíamos, da cuenta de la existencia y expresión recíproca de estas tres vías.
El maestro Eckhardt se refería a Dios como "artífice exaltado". Respecto de cómo obra ese artífice dice "cuando Dios hizo al hombre el verdadero corazón interiorísimo de la Divinidad estuvo puesto en su hechura y, sin embargo, las obras de Dios encierran una mera nada de Dios, por lo que no pueden descubrirle". En esto hay resonancias de aquel aforismo budista que enuncia "el vacío es la forma y la forma es el vacío" y deriva también a que no hay posibilidad de conocer lo que está afuera si no se recuerda, por la vía de la nostalgia o la melancolía de Durero, que no se podría ver algo afuera si no hubiera estado adentro desde el principio.
Rosedad // Nada se oculta y todo sin embargo / debe desocultarse, extraña cosa / que para que la rosa sea la rosa / no baste con la rosa, siendo tanto. // Porque es tanto ser rosa, tanto aloja / la rosa siendo rosa, tanto encanto / todo propio de ella, que es extraño / pensar que no estoy viéndola, tan próxima. // La rosa no ocultándose está oculta / si mi ensimismamiento la sepulta, / si de su rosedad no me cultivo. // Hay rosa en propiedad cuando germina / mi rosa similar y no la mira / mi ojo sino un pétalo encendido. // Héctor Martín Rotger
El proceso de la emoción es el de la similitud, es el de hacerse similar. Lo que se conoce se conoce haciéndose similar el conocedor a lo conocido. Del mismo modo debe ocurrir entre el que expresa y lo expresado y entre el amante y el amado, como lo ilustra aquel cuento de Ibn Arabí en la que el amante que golpea a la puerta es reiteradamente tratado y despedido como un desconocido hasta que en vez de responder “yo” cada vez que desde el interior le preguntan -¿quién es?, la voz del amante contesta: soy tú misma, logrando así que ella abra la puerta.
Respecto de la vía del exceso lúcido William Blake abogaba por ella cuando escribía en "Matrimonio del Cielo y el Infierno"
La antigua tradición que afirma que el mundo será consumido por el fuego después de 6.000 años es verdadera, tal como lo he escuchado en el Infierno.
Porque entonces el Querubín de la espada flamígera recibirá la orden de no custodiar más del árbol de la vida, y cuando obedezca, toda la creación será consumida, y nos parecerá infinito y sagrado lo que ahora parece finito y corrupto.
Ésto ocurrirá gracias al progreso del goce sexual.
Pero antes hay que extirpar la idea de que el hombre tiene un cuerpo separado de su alma; y eso haré imprimiendo con métodos infernales, corrosivos, que en el infierno son saludables y medicinales, fundiendo así las superficies aparentes y mostrando lo infinito que ocultaban.
Si las puertas de la percepción fueran limpiadas, todo aparecería ante el hombre tal como es, infinito. Porque el hombre se ha encerrado hasta llegar a ver todas las cosas a través de las estrechas hendiduras de su caverna.
En sintonía con este texto visionario, tenemos éste de René Guénon en su libro "El esoterismo de Dante"
Dante escapa al abismo en cuya entrada había leído una sentencia de desesperación; escapa poniendo su cabeza en lugar de los pies y éstos en lugar de la cabeza. Es decir, revirtiendo el dogma, y remontando entonces hacia la luz y sirviéndose del demonio mismo como si éste fuera una monstruosa escalera.
Escapa al horror abusando del horror, al espanto, abusando del espanto. El infierno, parece decir, no es una vía sin salida sino para aquellos que no encuentran el camino del retorno; toma al Diablo por la cola, si tal expresión es correcta, y se emancipa mediante su audacia.
Estos tres poemas aluden, si así quisiera verse, a tres representantes arquetípicos de las tres vías que concurren en el arte. A Buda recurre el que elige ser triturado y removido por la vía implacable del conocimiento. A Cristo, por la vía de lo que los hindúes llaman Batky, la emocionalidad devocional. A Zorba, el personaje de Niko Kazantzakis por lo que tiene de dionisíaco, por la sacralidad del exceso.
Buda. // Nadie llevó tan lejos el escándalo / y dio la solución impredecible: / No es posible que exista un yo posible; / el yo piensa que es y es lo pensado. // ¿Quién piensa al yo sino lo que resiste / el vértigo del tiempo, el miedo al cambio, / el pánico a no ser, el trance máximo / de admitir la extinción inadmisible? // Y si todo se extingue, ¿que absoluto / juicio atestiguará que hay algo eterno / si ha de morir quien lance el argumento? // Ni siquiera hay creación, vemos un truco / del que somos el mago y el embrujo: / mi deseo me trajo al nacimiento. (Héctor Martín Rotger)
Cristo. // No fui protagonista de tu historia, / la recibí después de dos mil años. / Nunca jamás de nadie se habló tanto. / Nunca nadie fue tanto en la memoria. // Por eso eres, sin duda, el más extraño, / porque nadie supone que te ignora. / Muchos te rezan, otros te negocian. / Todos te ven ahí, crucificado. // Te afirmen o te nieguen, no es el caso, / ni intrincadas y vanas teologías, / ni dogmas, ni cruzadas, ni herejías. // El que te afirma o niega, no respira / la altura en la que fuiste soberano / cuando eras el que eras -¿Hace tanto?- (Héctor Martín Rotger)
Zorba / (Al personaje de Niko Kazantzakis, autor de la novela que dio pie a la película homónima) // ¿De dónde vienes Zorba?, tú me dices / que Cristo no entraría a sus iglesias, / ni habría un Buda budista si volviera, / y que sólo la risa nos asiste. // La risa visceral, la risa entera / que de la autoimportancia nos desviste / y nos revela lo que a las lombrices: / Dios escarba en lo hondo de la tierra. // Del escarbar de Dios es la cosquilla / que perturba nuestras solemnidades, / hipocresías y moralidades. // Y cediendo a esa risa es que uno nace. / Y es tierra que de abajo pasa arriba. / Y Dios la escarba. -Y Zorba es su Mesías-. (Héctor Martín Rotger)
Finalmente, como fruto de unión de las tres vías, conocimiento, emoción y exceso, la obra de arte surge como una gratuidad que sobrepasa en sí todo intento de ser explicada por un por qué exterior a ella misma. En esa consustancialidad de hacer y ser el arte religa, consuela de aquella extrañeza y melancolía que crea la necesidad de re-ligación, la religión. El catecismo más apropiado a esta religión del arte quizá esté resumido en este dístico inmortal de Ángelus Silesius:
La rosa es sin por qué; florece porque florece.
No se inquieta por ella misma, no desea ser vista.
Al que el filósofo Martín Heidegger añadió este comentario:
La rosa es sin por qué, pero no sin razón.
En el fondo más secreto de su ser,
el hombre sólo es auténticamente si es,
a su manera, como la rosa —sin por qué—.
PÁGINA 7 – Poesía argentina
Descansa soldado
que en la Gloria estás
el honor de un pueblo
supiste salvar.
Heroico soldado
sonriente te vas,
descansas en tierra
o en el mar quizás
pero ya tu Patria
no podrá olvidar
la deuda que dejas,
la vida que das.
Descansa soldado,
descansa hoy en paz,
tu vida entregaste
por un ideal.
Victoria Pueyrredón (Buenos Aires/Argentina)
Escrito en el agua
Todos los poemas se escriben en el agua.
A todos los poemas se los lleva el agua,
los disuelve el agua.
El poeta lo sabe y sabe que es inútil
atrapar con palabras este sol tan índigo,
la tarde en tres pájaros,
seis caparazones de cigarras muertas
y la esqueletura gris y taciturna
de un digno lapacho.
Sin embargo,
Insiste. Insiste. Insiste.
En esta insistencia transcurre el poema
y dice lo que calla, calla lo que siente,
siente lo que dice
y se lo lleva el agua.
Orlando Van Bredam (El Colorado-Formosa/Argentina)
marta.
a mí también se me olvidaron muchas cosas
esto
es como si lo estuviera viento
la lluvia ha pasado
atamos sapos de las patas traseras
y como boleadoras
apuntamos a los cables de la luz
allá arriba
irán destiñéndose
como trocitos de cometas
lo que ya no distingo es
si por aquellos días
me enamoré de vos
o
de tus pequeños pies
dentro de las sandalias
O. Augusto Berengan (San Salvador de Jujuy/Argentina)
Poema brevísimo
Tanteo el silencio y me aturde.
Li Mayer (Río Negro/Argentina)
América
El viento de la noche, para quien el hombre es un
desconocido; su furiosa soledad sin medidas.
¿Cómo eras, patria de mi patria, antes de llamarte
América?
Rubén Vela (Buenos Aires/Argentina)
PÁGINA 8 – Narrativa
Frágil memoria.
Por Arturo Lomello (Santa Fe/Argentina)
Comencé a escribir el cuento en una noche de invierno. Todos dormían en la casa y el espeso silencio me excitó la imaginación, a tal punto que pensé que tal vez hubieran desaparecido devorados por él o por el sueño al que se habían entregado. Al fin, nuestro conocimiento de los otros y de nosotros mismos, depende de la mágica y frágil presencia de la memoria.
Lugar común de las narraciones de suspenso y misterio, el reloj sobre el escritorio con su ritmo sosegado parecía sostener la realidad de la casa, como si estuviera afirmando con su repiqueteo el espacio interior, para todo no se desvaneciera en la noche.
Unos minutos antes, todos habíamos conversado animadamente de trivialidades: las anécdotas de Rosa en la escuela, las andanzas de mi mujer con una torta de manzanas que se le había quemado, el partido de básquet que había jugado Manuel en el club.
Mis ocupaciones me impedían desde varios días atrás hallar el momento para desarrollar el tema que me obsesionaba: las aventuras de un anciano que está seguro de haber visto mientras viajaba en un ómnibus urbano a su esposa muerta diez años atrás y la desesperada búsqueda que emprende para encontrarla. Aspiraba a concebir un cuento de intenso realismo y que a la vez mostrara que la realidad en parte es creada por nosotros mismos. Me costaba concentrarme, porque sentía frente a la máquina de escribir, acompasada por el tic-tac del reloj, que en ese momento la casa era el ambiente de un cuento y que todos vivíamos una ficción. Mi intento literario se desvanecía frente a lo que se iba gestando dentro y en torno de mí; también de quienes dormían.
Algo estaba por ocurrir, algo que emergía de las paredes, que llegaba de las calles; algo que no alcanzaba a determinar si era amenazante o propicio.
Noches como esa son frecuentes para quien tiene un poco de imaginación y está solo. Quizás cada vez que el silencio del mundo nos gana se producen vivencias como las que estoy relatando. Pero esa impresión de que todo está sostenido frágilmente por la memoria se disipa a los pocos instantes y nunca ocurre nada que agriete la consistencia de lo acostumbrado. Además, en caso de que ocurriera, ¿quedaría alguien para contarlo?
Todo eso pensé, mientras los habituales perros ladraban en las calles o en fondos de casas vecinas, dentro del circular y, nostálgico tejido del tiempo de la noche. También como si todo fuese un rito, escuché las voces confusas de quienes vuelven de trabajos con horarios inusuales o de diversiones nocturnas. Una carcajada, un grito, unas bromas, motores de vehículos, la sirena de una ambulancia.
No pude neutralizar la inquietud que me había invadido. Una inquietud que aunque angustiosa y con un ingrediente de terror, se amalgamaba con ese recóndito deseo de lo sobrenatural que, no siempre confesado, los hombres llevamos en lo más íntimo. Tal vez porque oscuramente sabemos que la propia vida es un milagro.
“Esto ha de ser me dije-; en el fondo quiero que ocurra algo prodigioso. Y no advierto que ya está ocurriendo. Es lo que intuyo en el silencio. En este momento en que ellos duermen y yo velo, capto la extrañeza de nuestra presencia en la tierra y la preponderancia del silencio en nuestras vidas.
Debía terminar con mi inquietud. Debía ver a mi mujer y a mis hijos, comprobar que todo continuaba siendo familiar. Fui hasta el dormitorio grande y al entrar oí la respiración acompasada de Marta en la oscuridad. Me senté a su lado en la cama de dos plazas sin encender la luz. Acaricié su rostro, levemente, pasando mis dedos por su frente, su pequeña nariz recta, la conocida curva de su mejilla con la minúscula cicatriz junto al labio superior.
-¿Quién es?
Estaba despierta. O, mejor dicho la había despertado, seguramente, pese a mis precauciones. Ella tiene un sueño demasiado ligero.
-Soy yo, querida, Andrés.
-Terminaste ya el cuento?
Encendió la luz. se incorporó en la cama. Era ella, otra vez ella junto a mí, la mejor Marta, la que no se perdía en el nerviosismo de las tareas hogareñas. en ciertos temores, en algunas deficiencias de su carácter.
-No, no lo pude terminar: ni siquiera he escrito una página.
Acostate, si no mañana vas a estar pasado de sueño y tenés que ir al trabajo.
-Voy a ver si están tapados los chicos.
Sonrió y luego me observó con severidad.
No he podido darte hijos, pero creo que tus bromas son de muy mal gusto.
Y continuó hablando, pero yo ya no la escuché.
PÁGINA 9 – Reseña de libros
Una poética de la existencia - La conciencia - Willy G. Bouillón - Ediciones Último Reino. Buenos Aires, 2006.
Este es el tercer libro del poeta Willy G. Bouillon. El primero, Final de Universo, fue premio 1985 de la Subsecretaria de Cultura de la Nación. En 1999, el Fondo Nacional de las Artes distinguió al segundo, Horizonte de suceso. Ahora aparece La conciencia, quizá completando (o integrando) la trilogía Maelström.
El poeta continúa trabajando con el tiempo, hurgándole a la identidad. Una cita de Dylan Thomas es augural, al respecto: Avanzo mientras dure lo que existe para siempre. Y es en su poesía intensa, donde el circular retorno aparece, para dar lugar a la fuga, al interrogante, a la postergación de lo finito. Sí: la finitud es una permanente constante de segundo plano. En La conciencia absoluta, el poema que remata su libro, dice con gravedad:
Mira a aquél que mira con tus ojos.
Hazte a un lado y dibuja
el contorno de su rostro
en alguna pared.
Mañana ya no estará allí.
Y tampoco serás tú
quien mira la imagen
que ya no está.
Bouillon es poeta de claridades. No construye abismos ni pesadillas. Conjuga, en cambio, un estro en que la circunstancia (a veces, una reflexión embozada) va pautando tiempos, sugiriendo espacios. En Escipión, asume sin horror: La destrucción del otro, ese trivial pretexto. Después de afirmar que tentamos la propia fatalidad como estrategia para reencontrarnos.
Mirar para reencontrarse: asumir para frustrar la desmemoria. El poeta escolta a una muerte que viene con ruido a escombro. Y abre el juego para que la vida sea más que un paisaje de olvidos, que una pérdida de certezas. El sarcasmo frente a los vacíos que se intuyen y las palabras que no terminan de cuajar una emoción. La fantástica comprobación de que siempre / hay una calle distinta para ir nuevamente a permanecer, / quietos, / en el centro de un cuarto vacío.
Sucesos que hacen a una conceptualización de la existencia, sucesos fortuitos, escapes del yo, nutren estas páginas como auténticos disparadores de la efusión. Bouillon habla del acomodador de cadáveres, con las reglas del puente que cae, la prolijidad del oficiante, el azul del día, el pájaro. Una crónica de la historia individual. El escenario que complace a los sueños. La fugacidad del instante capturado. En cada registro, el poeta rescata lo invalorable, ese resquicio que cincela la más perfecta incertidumbre; el corazón de Shelley, con la aridez temblorosa del olvido; la poderosa tenuidad.
De modo que estoy solo como el Universo, razona en Amado señor Crusoe. No descree de la isla perfecta, pero tampoco sabe precisar qué quedó del promisorio pasado.
Libre y expuesto, Willy Bouillon huye de lo confesional. Su poética es una manera de dialogar, quizá, con sueños que son de todos y, sin embargo, resultan intransferibles. En esta trilogía Maelström sabe bien que una lluvia azul que cae cada 175.000 años, es capaz de borrar todos los recuerdos. Lo que no es poco conocimiento.
J. M. Taverna Irigoyen (Santa Fe/Argentina)
PÁGINA 10 – Desde el olvido: Edgardo Pesante -1932/1988 (Santa Fe/Argentina)
Pájaros en la niebla
Lo primero que le llamó la atención, una vez que hubo cerrado la puerta de su departamento, fueron los mosaicos húmedos del pasillo; luego la atmósfera fría y pegajosa, a medida que avanzó hacia la calle; y, por último, cuando con un esfuerzo alzó la mirada, la incierta claridad del día, que se filtraba dificultosamente a través de la niebla. Ya en la acera, no pudo evitar un parpadeo, tratando de acomodar su vista al espectáculo que se presentaba ante sus ojos. A tiempo que se subía el cuello del sobretodo pensó en su mujer y en su hija, que habían quedado entregadas al sueño como todas las mañanas, mientras él se dirigía a su empleo.
No las envidió; no alcanzó a promoverse ese sentimiento dentro de su cerebro, estimulado por las sensaciones de su cuerpo. Imágenes de la infancia ocuparon su pensamiento, recuerdos lejanos: la escuela, la madre, una mañana neblinosa; un beso, una moneda, un consejo; las manos metidas en los bolsillos, los cuadernos bajo el brazo; luego una carrera, tratando de hundirse en la niebla, de traspasarla; la niebla abriéndose a su paso, inalcanzable.
Caminó lentamente hacia la esquina donde debía tomar el ómnibus de siempre, que lo llevaría a la oficina. Sonreía feliz. Por unos instantes creyó que marchaba rumbo a la escuela de su niñez, y hasta sintió los cuadernos bajo el brazo. Las copas de los árboles que bordeaban la acera emergiendo de la niebla, soltaban sobre su cabeza gotas de lluvia. Un camión que al rodar producía un ruido sordo, cruzó como una sombra la bocacalle. Fue entonces cuando los vio. Lentos y pesados se descolgaban de las ramas; sus voces temerosas llegaban como de otro mundo. Sintió lástima primero y luego se estremeció. Pensó en el desamparo de esos pequeños seres, de cuerpos mojados, revoloteando en la niebla.
Pero ya estaba en su esquina y se acercaba el ómnibus. Contento como un colegial, se acomodó en un asiento del fondo, después de pagar su boleto al conductor. Estando fuera de su vista, con la irresponsabilidad de un niño, se había olvidado prontamente de los pájaros ateridos y empapados. El coche se movía con lentitud. Abstraído en sus pensamientos, que vagaban y rebotaban en los recuerdos y las cosas como si fueran de niebla, no advirtió que el ómnibus, contrariamente a lo habitual, estaba casi vacío. Los cristales empañados de las ventanillas apenas dejaban imaginar las calles que recorría. No obstante, el ambiente interior era cálido y olía a gas y a tabaco. Se acurrucó, con las manos metidas en los bolsillos del sobretodo y entrecerró los ojos.
Su imaginación vagabundeó por las más escondidas regiones del sueño, aunque no llegó a dormirse ni siquiera a adormilarse. Con riendas suaves manejó su fantasía, la condujo a los lugares más gratos a su mente. Revivió recuerdos de hechos acaecidos y de acontecimientos ideales, con facilidad asombrosa. Saltaba de los hermosos paisajes a los seres más queridos, de lo cercano y vivo a lo lejano y muerto. Pero el juego era peligroso, ya que de la sombra pasaba a la luz, sin transiciones; de la blandura a la sedosidad del ensueño caía en la rudeza y el vacío de la realidad. Terminó por sentirse angustiado. Se incorporó en su asiento y abrió bien los ojos, esforzándose por fijar su pensamiento en un punto. Lo consiguió, pero a cambio de comprobar que la realidad le estaba jugando una mala pasada. El ómnibus seguía semivacío, y, por lo que pudo observar a través de los turbios cristales de la ventanilla y la espesa niebla, transitaba calles desconocidas. ¿Es que no podía desprenderse de los sueños con que había estado jugando inocentemente? Otra circunstancia se sumó a su estupor. Al tratar de saber la hora y si el haberse equivocado de ómnibus –cosa, por cierto, evidente- lo haría llegar tarde al empleo, comprobó su olvido del reloj pulsera.
Aunque por momentos sonreía, tratando de aceptar la situación y de no dejarse ganar por el mal humor, su rostro y sus actitudes habían conformado la expresión del hombre azorado. Una mirada al neblinoso mundo exterior que desfilaba del otro lado de la ventanilla, sumado a un cálculo de probabilidades de la línea a la que podía pertenecer el ómnibus en el cual viajaba, lo ubicó en un determinado lugar de la ciudad. La pauta se la habían brindado una amplia avenida, unos característicos veredones y la ausencia de edificación. Con movimientos bruscos dejó su asiento y se acercó a pasos cortos y rápidos al conductor, pidiéndole que detuviera el vehículo en la próxima parada.
Al descender, tuvo la sensación de desembarcar en un planeta desconocido. El coche se alejó, produciéndole su desaparición tras la cortina de niebla una impresión de desamparo. Caminó unos pasos por el veredón. El espectáculo era imponente. La niebla, semejante al humo de hojas y ramas secas, pero un humo quieto, sin olor ni ruido, parecía cubrir el mundo entero y meter algodones en los oídos. Siguió andando, como hechizado, torciendo por uno de los infinitos senderos del parque. El verde del césped aparecía pálido, y también allí, desde los árboles, descendían lentos y pesados los pájaros empapados y ateridos, cuyo rumor apenas se dejaba oír.
En suave declive los senderos llevaban hacia el río. Se asomó a la orilla. Le corrió un escalofrío por todo el cuerpo al sentir a pocos centímetros de sus pies el abismo del barranco; el agua se adivinaba en el fondo. El mundo se le antojó un pozo, de profundidad inimaginable. Se alejó temblando, angustiándose por no llegar todo lo pronto que deseaba a los amplios veredones. Le preocupaba, asimismo, la soledad del sitio en que se encontraba. Sólo dos pájaros parecían habitar el parque.
Vagó al azar por largo rato. La niebla comenzó a disiparse o bien sus ojos se habituaron a ella; no pudo precisarlo con exactitud. Lo cierto es que su visión se hizo más clara. Acaso el sol estuviese luchando por romper el velo que envolvía a la tierra. Fue entonces, de improviso, a tiempo de que lo circundante parecía hacerse más nítido, cuando se le antojó no estar solo. Quizás fuese una voz sonando a sus espaldas. Lo cierto es que una presencia intangible se aproximaba a él. No oyó sus pasos pero la sintió cerca. ¿Quién podría ser? ¿Quién deseaba él que fuese?
No detuvo su andar sino que lo hizo más lento. Ella apareció en el sendero, sonriendo con los ojos y los labios, con todo su cuerpo. La reconoció al instante. No podía ser otra. A Ella era a quien había llamado. Se miraron durante largos segundos. El rostro de Ella era claro como el paisaje que ahora los rodeaba, vacío como por encanto de nieblas. La tomó de la mano y reinició su andar. También él sonreía ahora, al notar que la mano de Ella era tibia como lo había sido antes. A lo lejos sonaban unas campanas, cuyos bronces llegaban nítidos a sus oídos. No cesaba de mirar el rostro sonriente de Ella, sus facciones reconocibles entre mil, esos ojos negros. Igual que entonces, o mejor. Sumados todos los instantes felices del pasado. Jamás se había sentido tan feliz. Hubiese corrido y saltado como un niño; deseaba gritar, columpiarse tomándose de las ramas de los árboles. Quería reír. El mundo estaba allí, postrado a sus pies, aguardándole como un perro fiel y sumiso a sus caprichos. ¿Por qué no gritar esa felicidad? Porque era precisamente eso, felicidad, lo que le desbordaba el corazón. Sí, debía hacerlo. Era necesario. Pero antes quiso besarla. Ella seguía sonriente a su lado. No puso reparos. Le pareció sumergirse en la nada. Fue algo extraño, desagradable, angustiante. El vacío. Ella había desaparecido. El contorno era el mismo. La niebla se esfumaba a la distancia. Un sol pálido y enfermizo trepaba el barranco y se arrastraba sobre el césped. De Ella no había quedado un solo rastro, ni siquiera la tibieza de su mano.
Caminó rápido hacia la orilla del río. El paisaje era quizás bello, pero frío. También con paso ligero se dirigió a los veredones. Llegó agitado. No en vano habían pasado muchos años. Quiso saber la hora pero halló su muñeca desnuda. Anduvo, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos del sobretodo. Las lajas negras y blancas, de formas onduladas, desfilaban ante sus ojos. A su lado, pasó veloz un ómnibus. Levantó la vista y un rayo de sol le dio en la cara. Miró hacia el parque y se le antojó hermoso a pesar de todo. Se detuvo. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué estaba haciendo allí? Anoche habían festejado el cumpleaños de su hija. Recordó haber bebido unas copas de más.
Llegar tarde a la oficina estaba fuera de sus costumbres. Esa mañana no se presentaría a trabajar. Nada extraordinario podía ocurrirle por eso. Ya era un hombre maduro, digno de respeto, aun de parte de sus patrones y superiores jerárquicos. Pero tampoco le convenía volver a su casa antes del mediodía. Las explicaciones no eran su fuerte. Y Ella, su mujer, estaba seguro de que se las pediría perentoriamente. Vagó por la ciudad, como quizás nunca lo hizo antes, ni siquiera siendo muchacho, porque siempre había sido un individuo formal. Calcular la hora de acuerdo a la posición del sol podía ser cosa fácil para hombres de otros tiempos. A él casi llegó a angustiarlo. Por suerte, a ninguno de los transeúntes que detuvo con su pregunta, le faltaba el reloj, ya fuese en la muñeca o en el bolsillo del pantalón.
Estuvo en su casa a la hora habitual. La mesa del almuerzo ya se encontraba preparada, ella en la cocina, la hija por ahí. Sonreía para sus adentros. Nadie sospechaba su aventura de esa mañana. Aunque, la verdad, no era cosa de enorgullecerse demasiado. Las circunstancias que no pueden ser explicadas claramente suelen provocar engorrosas situaciones. ¿Lo habría visto algún conocido paseando por el parque, entre la niebla, apenas nacido el día, o luego, por distintos lugares de la ciudad?
Se sentó a la mesa. Estaba cansado de tanto caminar. Su mujer y su hija no tardaron en hacerle compañía, sirviendo la primera la comida y parloteando tontamente la segunda. Él callaba. Ella, envejecida, en nada recordaba a la hermosa muchacha del parque que había sido. La hija, por una de esas extrañas ironías del destino, se parecía al padre. Toda la familia lo repetía: “La misma cara de Enrique”. Maldita la gracia que a él le hacía eso. Comió con buen apetito. No era para menos, después de cuatro horas de marcha. Ella no le dirigía la palabra, se hacía entender por señas. Era rencorosa, terca. Quizás en el fondo tuviera razón para estar enojada. Él se había emborrachado como un estúpido anoche, durante la reunión con que festejaban el cumpleaños de la hija de ambos.
Se comportó como un pobre tipo, hizo el ridículo. Ella lo increpó duramente cuando los invitados se hubieron retirado; hasta lloró de vergüenza, según dijo, por la hija, que no merecía semejante padre. Él seguía sonriendo. La muchacha lo había olvidado todo. Sólo Ella permanecía con el ceño fruncido. Estaba vieja. Era una lástima.
El sueño es la mejor medicina para las preocupaciones. Dormir es morir un poco. ¿Dónde había leído eso? ¿O no era exactamente así? El sillón de mimbre crujía al más leve movimiento, con familiaridad de animal doméstico. Se durmió. Pero poco duró su sueño. Ella lo despertó con gestos desabridos, diciéndole que ya era hora de marchar a la oficina. Obedeció sumiso, con el pensamiento puesto en el reloj pulsera, que esta vez no debía olvidar. Antes de salir, sin que nadie lo viera, en la semioscuridad del comedor, sacó de un mueble una copa y una botella de cognac, y bebió anhelante, no tanto por el placer que, de un tiempo a esta parte, notaba que le producía el alcohol, como por hacerlo a escondidas, a espaldas de su desagradable mujer.
Salió sin despedirse de Ella, como de costumbre. A la hija, que leía una revista, la saludó por compromiso, porque debía pasar junto a la muchacha, que le respondió distraídamente, sin levantar la vista. Todo parecía volver a la normalidad. Los mosaicos del pasillo estaban secos. Pero al llegar a la puerta notó algo que le produjo un mareo muy distinto a los que provoca la borrachera. La estúpida sonrisa se borró de su rostro, quizás para siempre. Allí, sobre un mosaico amarillo, junto a la pared, yacía muerto un gorrión, uno de esos pájaros que durante la mañana entreviera revoloteando en la niebla.
No se atrevió a tocarlo, a sentir su cuerpo inerte, su peso insignificante. Ya no sería la mano tibia de Ella en el parque. Salió a la calle y caminó rápido hasta la parada del ómnibus. Evitó mirar la copa de los árboles. El coche no tardó en aparecer. Iba repleto de pasajeros. Se tomó del pasamano como un náufrago de la tabla de salvación. Se introdujo entre el pasaje. Apretujado entre hombres y mujeres que se dirigían a sus empleos se sintió seguro. Estaba salvado.
Sin embargo, una lágrima parecía pugnar por empañar su visión de las cosas, el mundo y los seres humanos. Había comprendido que se estaba poniendo viejo, y que una muerte insidiosa y lenta comenzaba también para él.
PÁGINA 11 – Artículo ensayístico
Pasado y presente
Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires/Argentina)
Hace ya cierto tiempo que vengo siguiendo con creciente interés la trayectoria de Andrés Rivera, ese singular narrador argentino nacido en Buenos Aires para 1928. Entiendo que, ligado en sus comienzos (aunque nunca, en absoluto, por supuesto tan sólo como un sumiso catecúmeno) con aquel trágico malentendido que consistió en denominar como “realismo socialista” a una estética que terminó siendo regimentada desde el poder absoluto, supo desprenderse de ello –por propia deriva de su ser-- mucho antes de que ciertos resonantes acontecimientos internacionales, como la caída del muro de Berlín, pusieran de moda el hacerlo. Pero, a diferencia de aquellos ex oficialistas de ayer que hoy se proclaman conversos sin sentirse obligados a los imprescindibles análisis intelectuales de su propia transición, Andrés Rivera supo abandonar la vecindad del dogmatismo sin renunciar a las profundas razones humanistas que habían sustentado sus primeras convicciones. Desnudo ante la historia, entonces, y de algún modo aprisionado por la historia, como todos, pero a sabiendas, este autor se constituyó en uno de los pocos casos --probablemente, no sólo locales-- de aquellos que, habiendo renegado saludablemente de la barbarie stalinista (o, en su caso, más bien de lo que él consideraba entonces su ineficacia revolucionaria), no renunciaba tampoco a admitir ineludiblemente como vivas las injusticias que habían motivado tantos sueños seculares de transformación social.
Pero, sin duda lo más importante, tratándose de literatura, es que esa peculiaridad se manifestó también en su escritura. Sus obras –de las que recuerdo haber leído en su momento casi apasionadamente Nada que perder (1982) y Apuestas (1986), por ejemplo, ya en plena transición de su estilo-- se fueron haciendo cada vez más precisas, más nítidas, más delicadamente feroces. Concentrados en pocas páginas, sabiamente ajenos a las seudo-modas que solían recorrer nuestros cenáculos, atentos ineludiblemente a lo esencial (en sonido y sentido), sus textos se iban haciendo cada vez más breves y más contundentes. No es casual que, encarándome yo mismo con la poesía, un tratamiento de la escritura como el suyo –que se alejaba paulatina pero aceleradamente de las ya por suerte cada vez menos acentuadas fronteras entre los géneros--, como dije me tocara especialmente.
En la breve “nouvelle” El amigo de Baudelaire (1991), y siempre a mi modesto entender, me pareció que dicha tendencia a la vez se acentuaba y se amplificaba. Si el contacto con la historia (en este caso a través de la supuesta pero emblemática autobiografía de un quizás harto típico representante de nuestra clase dirigente tradicional a fines del siglo XIX, insólitamente capaz no sólo de percibir sino también de pretender emular la trascendencia de Baudelaire) sigue siendo central, allí se diversifica y se potencia como en un túnel del tiempo porque –no sólo como metáfora-- en esas páginas el pasado se vuelve literalmente el presente, y el personaje (de algún lejano modo, como pretendía Macedonio Fernández) se vuelve también allí literalmente el narrador.
Ahora ya abiertamente implicado en su escritura, dueño de una potencia verbal a la vez madura y certera, que puede por lo tanto permitirse ser puntual sin renunciar a su legítimo temblor, tan contagioso, Andrés Rivera continuó cumpliendo con creces, magníficamente, como lo testimonian libros tan logrados como La revolución es un sueño eterno (1993), El farmer (1996) o Ese manco Paz (2003), la titánica labor de ser, al mismo tiempo, un auténtico representante de lo que se llamaba una vanguardia mientras nos reintegra –en medio de tantas trabajosas elucubraciones digamos posmodernas-- el añorado sabor de la añeja, fecunda, sabrosa y mejor literatura.
No es sorprendente, además, que aquel libro sordamente apasionado y sin embargo nada maniqueo, donde ronda entre otras imágenes no menos bifrontes la sombra insoslayable de un Sarmiento al mismo tiempo creador y represor, pero nunca indiferente, nos traiga de inmediato resonancias de aquellas primicias de nuestras letras que, como El matadero, el Facundo, el Martín Fierro y Una excursión a los indios ranqueles, más allá de una evidente y comprometida intención de intervenir e influir en nuestra historia, dejaron que el lenguaje se posesionara de ellos hasta convertirse, por encima de las estructuras y las formas, que la mayor parte de las veces infringieron, no sólo en auténticos libros políticos sino también en obras fundacionales de nuestra literatura.
PÁGINA 12 – Poesía americana
La mecánica flor
Mi labio muere
parado en tu pie
ese esqueleto de carne angosta
Epitafio
Si de morirme se trata
entiérrame en tu puño
acércame a tu ancho huevo
escríbeme sin dudas
en la pared más firme
si muero bajito
apriétame a tu uña
enrosca mi abanico de hierro
sacude las loras de mi espejo
y deja caer tu lisa pestaña
tu verde pestaña
tu salada pestaña
húndeme en tu único nervio
que da al instinto sed
esa mecánica flor que suelta agua de tus puños
acurrúcame derecha por algún rincón de tu frente.
Lourdes Vázquez (Puerto Rico)
Pisos húmedos
Vuelves a estar en los pisos húmedos de la casa lejana
de donde en verdad nunca has partido.
En su florescencia de marzo
los altos mangos iban también en esos viajes,
picoteaban las aves tu café de las seis en el patio de lajas,
era la sonrisa de tu hermana lo que iluminaba las postales
y recogía en los espejos el humo del padre,
los silencios de la madre, la ausencia de Miguel.
Todo iba contigo por el mundo.
Todas las cosas simples
donde aprendiste a encontrar tu nombre.
Todo iba contigo en esos viajes.
Vuelves a estar luego de veinte años en los pisos húmedos
de Masó 151 -que no es avenida al mar-sino calle que termina
en el agrio movimiento de las vegas de tabaco.
Todo lo que en este tiempo has visto
era hermoso y extraño: los distintos lenguajes de los hombres,
el gozo de tocar las nubes y vivir la paz del cielo,
los cuerpos que se ofrecían gustosos y sueltos
en las escaleras de los night clubs.
Todo se te oculta frente a la claridad de este instante.
Vuelves a estar en el tono azul de los cuadros de familia
y ya sabes qué significa partir,
qué te esperaba más allá de las fantasías de neón,
qué encontrarás en las próximas ciudades.
Toda esa belleza extraña y ajena, toda esa sabiduría
-y la iluminación que pudiste gozar en los sitios lejanos-
entraba en ti para que reconocieras la humedad de estos pisos.
Pero no culpes al mundo por eso: sin el placer y el dolor
que en tus manos pusieron estos largos veinte años
nada hubiese sido claramente tuyo,
nunca hubieses podido decir: por encima de todas las cosas
el tono azul de los cuadros de familia,
la florescencia de marzo sobre las aves del patio.
Todo se te oculta frente la claridad de este instante.
Y aún así, vuelves a estar de espaldas a la puerta,
vuelves a escuchar tu adiós en los pisos húmedos,
vuelves a buscar en nuevos viajes esta casa lejana
de donde, en verdad, nunca has partido.
Edel Morales (Cuba)
Es un lugar la noche
Es un lugar la noche amor
donde los sueños pastan
Es un lugar la noche
donde tus manos prenden
a mi cuerpo
piel de nube
fuego
beso
Es un lugar la noche
en que llegó primero
tu voz y mi conciencia
a hacerte dueño
Es un lugar la noche
Liz Durand Goitía (México)
Anuda una venda alrededor de tus ojos
Déjate guiar por el aroma de la hierba buena
Colócate de espaldas al viento adverso
Siente el sol en la frente
Desdeña los caminos
Los campos de amapolas
Sumérgete en el bosque
Persigue el canto de las aves que huyen a tu paso
Sigue más allá de tu cansancio
Hasta hollar la línea del horizonte.
Allí donde el mar se une con el cielo
Donde cada noche aguardo tu presencia
Te daré mis amores.
Marié Rojas Tamayo (Cuba)
6:15
Y a pesar del ensordecedor
y estridente ruido de los autos
aún escucho tu voz
tu voz
derruyendo
mis antiguas creencias
mitigando en polvo
mis estúpidos temores
mujer de urbanos y azules
cabellos
y sonrisa incólume de cristal
Si creyese en Braham(a)
creería en la reencarnación de
tu mirada
mas sólo creo
en tus desgarbados y sucios
cabellos
tan distantes
como verdes astros
ardiendo
que en noches como esta
en vano trato de alcanzar.
Qué puedo ofrecerte
sino
onírica amargura
mi abrasador lamento
un grito destemplado
lanzado
agónico al vacío
el poema
la noche me encuentra
ahora
entre anuncios luminosos
y vasos de aguardiente
delineando el atormentado
trazo de mi piel
Como un descarnado
cuadro de Van Gogh
y yo ya no sé
-qué será de mi-
lobo hombre solitario
en brutal desenfreno
por sórdidas calles
Si lo único real
ahora
es la irrealidad
de tu mirada
Mi vida constante agónico
ocaso
eterno suicidio
desesperado crepúsculo a punto
de extinguir
Ignoro
el sabor improbado de tus labios
y sin embargo cómo
explicarlo
me perteneces
desde antes del origen de los tiempos
desde siglos antes que
nacieras
y tú tal vez te preguntes
quien soy? que busco?
que pretendo al no cesar
nunca de observarte
yo soy aquel hombre
que has estado esperando
en tu larga contemplación de
los vacíos
el verbo absurdo que se niega inútil
a abolir el recuerdo
Ensoñación de un crepúsculo
que pugna desesperada por salir
suavidad de flores
cayendo encendida en la mirada
invierno de mar
huyendo desesperada de los trópicos
niña tonta que se niega
a usar tacones
Y abrir sus alas
y partir
sigue, sigue jugando
con tus muñecas azules
y tus ingenuos
origamis de papel
que yo velaré
de tu onírico sueño
de insulsos demonios
y oscuros dragones
que mantendré a raya
con mi roja espada
tan pura como el fuego
como el degollador de Pukará
como el hombre de Neanderthal
como el primer hombre
que habitó desconocido estas tierras
penetrando arma en mano
puñal en pecho
al denso enigma de tu ser
bombas molotov
tenues muchedumbres
Las 6:15
Y mis pasos
no hacen más que repetir
el eco intacto
de
tu nombre.
Rubén Grajeda (Perú)
PÁGINA 13 – Narrativa
El shock de “el futuro”
Por Martha Perotto (Río Negro)
El viajero descendió del tren en una estación equivocada. Supo, en el momento en que el tren desaparecía de su vista, que no estaba donde tenía que estar. Era, probablemente, un paradero. Se reprochó el haber cometido ese error, lo atribuyó a la oscuridad y al sueño profundo en el que venía sumergido. Sabía que algo, una voz, o una luz, lo había despertado y, semiatontado por el sopor, había interpretado mal las señales. ¡También!, viajar de noche, así, con las ventanillas cerradas (“por los posibles piedrazos”, dijeron al partir) hizo que sin pensar le acometiera un deseo impostergable de bajarse. El impulso le hizo tomar el bolso del portaequipaje en cuanto el tren se detuvo y bajar para averiguar en dónde estaba. Pero, en la estación no había nadie y el tren partió de inmediato.
La soledad del andén y lo precario del tinglado le hicieron pensar en una parada no habitual. Quizás había subido algún pasajero y por eso el tren se había detenido, o quizás fue un error del maquinista, un error parecido al de él.
Un cartel borroneado y destartalado indicaba que el parador se llamaba “El futuro”. ¡Qué ironía! Dio una vuelta alrededor de la plataforma y el tinglado y distinguió, a unos cincuenta metros, una luz encendida. ¿Una casa, un galpón? Hacia allí se dirigió. En la puerta, un Falcon verde de los sesenta encendió una llamita de esperanza en el viajero, tal vez pudiera llegar a un pueblo o una ciudad cercana para continuar el viaje. Recordó que no tenía mucho dinero, debía administrarlo con prudencia hasta tanto pudiera cobrar esas cuentas que habían motivado el viaje.
Golpeó y, sorprendido, vio que el hombre que le abría era Secundino Sánchez, el mismo a quien tenía que cobrar la deuda. El hombre lo saludó y lo hizo pasar como si lo hubiera estado esperando. Adentro, tres hombres jugaban baraja sentados a una mesa en la que tres cartas boca abajo marcaban el lugar que había abandonado Secundino para abrir la puerta.
Se sintió mal, un vahido, y pidió pasar al baño. Secundino lo hizo entrar a un ambiente demasiado grande, no obstante, en un rincón, un inodoro y una piletita con espejo parecían perdidos entre las estanterías cargadas de cajas que ocupaban las paredes. Cuando su acompañante lo dejó solo se sintió peor ante la poca intimidad que daba un espacio tan grande. Se acercó al espejo y tuvo compasión de sí mismo. Algo no funcionaba. Cerró los ojos ¿era su mente?, ¿estaba todavía dentro del sueño profundo que no había concluido y al despertarse seguiría hamacándose con el monótono traqueteo del tren? Deseó fervientemente que así fuera. Pero al abrirlos, volvió a ver el mismo rostro desencajado con la sombra de barba que aportaba cada nuevo día.
Se mojó la cara, el agua era salobre. Se secó con un pañuelo. Había dejado el bolso en la otra habitación desde la que llegaba un tintinear de monedas y el gorgoteo de la botella que circulaba con frecuencia. Bajó la tapa del inodoro y se sentó a pensar. Su cabeza era un verdadero caos. Lo que le ocurría era ridículo: había llegado adonde debía creyendo haberse equivocado. No podía recordar el nombre del lugar al cual pensaba que debía dirigirse.
Todavía le duraba el sopor del sueño interrumpido, no podía razonar con claridad. Metió una mano en el bolsillo y sacó una tarjeta que decía:
Secundino Sánchez
Ramos generales
Paradero “El futuro”. FFCC Roca
Pcia. de Buenos Aires
y un epígrafe:
“El futuro” es una estación desolada en medio del desierto.
La dio vuelta. Atrás, en letra menuda, estaban escritas las indicaciones para llegar: daba las 12 de la noche como hora probable de paso del tren por el paradero; advertía sobre la detención mínima del convoy que apenas le daría tiempo para apearse; sugería que se le pidiera al guarda que avisara al momento de llegar; por último, indicaba la ubicación del almacén con respecto al paradero.
Recordó, con alivio, la voz que oyera en el tren, probablemente era la del guarda que lo había despertado y le indicó que bajara; debió obedecer como un autómata.
Pensó que ya era hora de salir del baño, aunque se demoró todavía un poco al notar que se despedían en la otra habitación. Un momento después se oyó el motor de un coche que se alejaba. Salió.
¿Se siente mejor? le preguntó Secundino.
Sí, ¿y sus amigos?
Se fueron. Me hacían compañía hasta que usted llegara. ¿tuvo buen viaje?
Me ocurrió algo muy extraño.
¿Qué fue lo que le pasó? preguntó interesado.
Creí que me había equivocado al bajarme en este paradero. Todavía me dura la confusión.
No se preocupe, amigo. Usted venía muy dormido y en este lugar y a esta hora se confunde cualquiera.
Se sintió comprendido. Secundino estaba sentado junto a una considerable pila de dinero y en la mesa, frente a él, el as de espadas hablaba a las claras de su triunfo.
Siéntese dijo el dueño de casa y le indicó una silla.
Bueno, veo que ha ganado, por lo menos voy a poder cobrar la deuda.
Sí, amigo, yo siempre pago y exijo que me paguen. ¿ No quiere echar una manito?
No, no juego. Preferiría descansar si me indica algún hotel.
Quédese aquí, hay lugar y el próximo hotel está muy lejos.
¿Cómo hace para vivir en un lugar tan desolado?
Este lugar se llama “El Futuro” y, ¿sabe amigo?, cada uno tiene el futuro que se ha imaginado. El optimista lo ve hermoso y el negativo se aterroriza frente a él. Esta estación perdida es un poco como la vida. Aquí se esfuman las nociones de tiempo y de lugar. Yo vivo de las confusiones con el futuro. ¿Usted le teme?
La verdad que sí. No me gusta pensar en él. No me gustan ni las películas sobre el futuro. Prefiero vivir el presente y recordar el pasado.
De ahí deben venir sus errores de ubicación al llegar a una localidad que se llama “El futuro”. No se ofenda, es sólo una broma, aunque pienso que tampoco le gusta jugar por el mismo motivo. Nadie sabe cómo va a venir la próxima mano pero se arriesga. Una apuesta es una prueba de confianza en el futuro.
¿Le parece?
Sí. ¿No le gustaría echar una manito?
Estoy muy cansado, pero si insiste. Quisiera no temer más. ¿Qué apostamos?
¿Qué tal mi deuda?
¿Su deuda? ¿Y si pierdo?
¿Y si gana? Se llevaría el doble. El tren de regreso pasa a las 10 de la mañana. Juguemos a una sola mano.
El viajante se arriesga:
Bueno.
Secundino reparte. Al ver sus cartas el viajante sabe que va a ganar. El as de espadas reluce con brillo metálico. Y gana. Para él “El futuro” tiene otro color. El tendero le pide la revancha, sólo que no tiene más dinero. El viajante lo ve desaparecer por la puerta del patio y se tiende a dormir en el catre. Cuando se despierta ya no hay confusiones en su mente. El tendero no está. Prepara sus cosas y le deja una nota de despedida. Los planes se atropellan en su cabeza. Se va a la estación y al rato toma el tren. Ya en su asiento, ve aparecer a Secundino con el dinero para apostar.
Quiero la revancha le dice.
PÁGINA 14 – Narrativa
*Aparicio.
A Luis Gudiño Kramer, en memoria
Luna del río, río de la noche
burbuja de las cosas,
sangre de la tarde,
nube deshilachada.
Convengo que me perdí en los montes de la costa la extraña noche del 24 de abril. A no ser por eso, no hubiera querido Dios que yo cayera a lo de Aparicio justamente ese día y a esa hora. Las cosas ocurrieron así:
Salí avanzada la tarde a recorrer las trampas. El sol estaba ya casi sobre el horizonte brumoso pero, apurándome, calculé que el tiempo alcanzaría para hacer mi recorrida antes que la noche ascendiera desde los pajonales. Monté mi caballo y salí al trotecito del pueblo, galopando luego por el camino vecinal rumbo a los esteros. Llegué a la primera trampa cuando el sol muy rojo y velado alcanzaba la copa de los árboles. No había nada. Busqué la segunda trampa y en ella sólo encontré una pata de zorro. Pero la trampa se había trabado y me llevó mucho tiempo arreglarla. Cuando acabé, el sol se hundía ya entre los pajonales del bañado grande y todo el cielo se rompía en filamentos de sangre. Fue entonces cuando debí volver, pero el trastorno con esa trampa me irritó y seguí buscando, como si el sol de otoño se hubiese fijado en la sinuosa línea del estero. Soy hombre baqueano y la oscuridad no iba a asustarme, aunque, nuevo en ese paraje, no lo conociera bien. Lo cierto es que, cuando rastrié la última de las trampas, era ya de noche y la luna llena, una luna roja y achatada, subía por el Este en un cabrilleo de agua. Nada de caza, tiempo perdido al cuete –me dije, por caprichoso.
Cansado y encabronado me senté en un alto a fumar una chalita. Sabía donde estaba y con el caballo al paso no iba a errar el camino de vuelta. Y así me quedé mirando la luna roja, la luna inmensa y abollada que se desprendía suavemente de la negra barranca y viboreaba en el río filamentos luminosos e innumerables. Las ramas peladas de los árboles, las hojas afiladas de la paja brava se recortaban como espectros en el aire húmedo y negro. La brisa del Este, un aura apenas con olor a hierbas y a pescado, aventaba el humo de la chala y zumbaba en mis orejas. No sé que pudo ser lo que espantó al caballo, tal vez una sombra más dura que las otras, tal vez la corrida de una alimaña. Lo cierto es que no pude detenerlo a pesar de mis llamadas y muchas fueron las maldiciones que la noche sopló y el viento. Ahora la luna llena se había levantado, redonda y blanca, y alumbraba al sesgo la tierra rugosa, sembrando el suelo de pequeñas sombras alargadas. Terminé mi chala, estiré el cuerpo y me dispuse a caminar. Total nadie me espera –pensé.
Caminé por un buen rato orillando el río y llegué hasta la vuelta que lo aleja del pueblo. Después me metí en el monte rayado de sombras. Me orienté por las pisadas y me puse a silbar una milonga, triste como el monte nocturno arrastrando el crujido de las hojas, quebrando a mi paso las ramas caídas en el impenetrable silencio. Y allí me desorienté, con la luna alta ya sobre mi cabeza. Y di vueltas en torno a los mismos árboles, sin hallar una senda ni un punto que me guiara, girando sobre mi cuerpo como una rueda loca, atrapado en la maraña de las horas, sin poder hallar, siquiera, el cauce del río, la punta del ovillo, sólo con ese chistido y ese crujido de mis pisadas, levantando del suelo el rumor de otras vidas, de otras voces. De pronto el monte se cortó en un claro alumbrado por la luna y fue como se me encandilara. Era un lugar redondo, como la luna misma, y en redondo giraban los carpinchos en la noche, erguidos sobre sus patas traseras, oscilando en la ronda de su instinto bajo la luna de otoño, fantasmales en la ronda de sus peludos cuerpos, girando torpemente en su danza del celo y de la vida. Me quedé mirando, tan sorprendido que hubiera permanecido allí muy quieto el resto de la noche. Fue la lumbre de un fuego distante el que me movió a seguir su rumbo, alejándome de los carpinchos que ahora chirriaban olisqueando en el aire de la noche mi presencia ajena.
El fuego brillaba lejos, desaparecía en la fronda del monte para reaparecer indistintamente a izquierda y derecha según el contoneo de mi marcha. Que no se vaya a apagar –me dije haciendo una higa. Y para desgracia mía el fuego no se apagó.
Demoré una hora, creo, en alcanzarlo. Y cuando estaba cerca vi de nuevo el río y en un abra del monte el bendito de Aparicio.
Aparicio estaba en cuclillas junto al trípode, alimentando el fuego con ramitas, y la olla de hierro humeaba y burbujeaba con un olor a laurel y a tomillo. Cuando me acerqué se limitó a mirarme, los ojos entornados por el humo entre un ladrido de perros bravos.
-¡Quieto Nativo! –gritó- ¡Quieto Podenco! ¡Quietos perros! –sin cambiar de postura, sin apenas moverse. –Pase amigo –dijo-, venga por aquí –entre el gruñido de los perros erizados de inquina.
-Salud, Aparicio –le dije-, perdone que lo jorobe a estas horas, pero me perdí en el monte.
Aparicio tomó un tizón y lo arrojó con violencia a los perros, y los perros se dispersaron con la cola entre las patas.
-Parecen como cebados –dijo-. Venga amigo, siéntese. Ya va a estar el tapichí.
La noche estaba fresca y me hizo bien sentarme junto al fuego del indio Aparicio, en el suelo, extendidos los pies mojados a las llamas, echado en la tierra para tomarme un descanso. Allí encendí una chala y me quedé mirando las brasas. En lugar de acercarme al pueblo me había alejado, y ese sitio era bastante bueno a esa hora para estarse allí a la lumbre hasta que amaneciera. El olor de la comida me dio hambre, tanto que, lo juro, hubiera comido hasta llenarme a pesar de mis reparos. Pues se me ocurrió que en esa olla estaba la explicación de mis trampas vacías; sólo después se me ocurrió pensar que las pieles no estaban por allí, ninguna piel estaqueada para secarla al sol.
-Tuvo buena caza, parece –le dije con toda intención y Aparicio se limitó a gruñir olisqueando el aire.
La escopeta oxidada colgaba del larguero del bendito, junto a un costillar infantil que se estaba haciendo charqui. Los perros se habían echado en círculo, rodeando el fuego, y desde las sombras me seguían sus miradas encendidas. Al muchacho no lo vi y pensé que estaba durmiendo.
-¿Y su ahijado no anda? –le pregunté a Aparicio por no quedarme callado.
-Se fue con la mamá –dijo Aparicio, removiendo el tapichí con una rama de laurel, y las llamas lo alumbraron de rojo entre el humo espeso del guisote.
-Así que se ha quedado solo…
-Eso es, amigo –contestó de mala gana, con un pesado arrastre que me sonó a amenaza.
-¿Vive lejos la madre?
-Está por el Ubajay.
Yo ignoraba que el chico tuviese madre (en realidad no la tenía, como después se supo), pero no insistí ya que a Aparicio no le gustaba que le preguntaran eso, según se veía.
-Yo anduve recorriendo mis trampas y después me perdí –le dije pausadamente y con intención-. No encontré ni un solo bicho, nada más que la pata de un zorro.
-No hay ninguno por aquí en la estación –dijo Aparicio y me miró de soslayo con su mala mirada.
Yo miré la olla humeante y después el costillar que la brisa hamacaba lentamente.
-Eso es –dijo Aparicio y se quedó en silencio, mordiéndose los labios.
-Sin embargo vi bailar a los carpinchos en un claro del monte no hace mucho –dije para mí en voz alta y algo, acaso, me pareció que no encajaba, las palabras de Aparicio, el costillar colgado, el tapichí que gorgoteaba en la olla.
-Andan escondidos en el monte, andan en celo –dijo Aparicio-, y no muerden las trampas. En esta época hay que ser muy baqueano y tener buenos perros para cazarlos.
Me senté abrazándome las piernas con un escalofrío, tan cerca del fuego que la lumbre me ardía la cara.
-¿Y el chico no va a volver?
-Se fue por mucho tiempo.
-Lástima quedarse sin su compañía en esta soledad.
-Lástima, sí.
El tapichí borboteaba en la olla de hierro y Aparicio agregaba cada tanto una ramita a las llamas.
-Ya le falta poco –dijo- y va a estar muy rico. ¿No tiene una ginebrita?
-Ni una gota. Se me espantó el caballo.
-Búsquese un plato, si quiere. Por ahí ha de estar el plato del chico.
Yo no me moví de junto al fuego.
-Es muy gauchito el pibe, ¿no?
Aparicio me miró por encima de las llamas con su mirada negra y huidiza. La mirada de un largo acosamiento, esquiva y secreta y un poco enloquecida.
-Y, no crea, don, era demasiado travieso –dijo entredientes, con un susurro apenas audible.
Esta grapa está mala y sabe a pescado, ¿dónde la conseguiste gurí? No sé por qué te hablo si vos ya no podés hablar, ni andar ni reír, cachorro de la luna, se te acabaron las gracias chico desobediente, se te acabaron las risas, animalito salvaje, todo galope, todo malicia, pero qué digo, caramba, si vos ya no estás, si ya sé que te has ido al rincón soleado, a la tierra florecida de noviembre, paso a paso, trote a trote, dejándolo solo a este viejo en la ribera sin ayuda de nadie, aquí, en la orilla del agua y el sol de la mañana, el mismísimo sol que hierve y burbujea en el caldero de cobre, aquí, junto al monte perdido y las alimañas de la tierra negra, porque yo, yo te quería, ¿sabés?, eras el hijo que nunca tuve y eras mi ayuda y mi compañía, aunque a veces te cascara, ¿no?, ya ves, te lo dije muchas veces, de nada sirve la picardía ni la gracia ni el tino cambiante de esos rencores, de nada estos desvelos; qué mal paga la vida el calor que supe darte un día, cuando eras gurí, no tanto como el calor del fuego que te disuelve, no tanto el ardor de la llama que enrojece el caldero, gurí de los ojos negros y de la piel tostada por el viento, y ahora no, ahora un animalito de los montes cazado a perdigonadas a la lumbre de la luna y el ladrido de los perros, ¡caray!, te han mordido pobrecito por andar a la espantada en la noche del río, solo por allí aventando con tu miedo la saña de los bichos (y yo lavé tus heridas una a una con agua fresca y clara, vos no lo sabés, cierto, porque vos te has ido a la tierra de los gamos, a la tierra de los frutos, hecho una cosa toda de luz y para siempre lejos del sufrimiento que endurece al hombre y de la rebeldía que lo puebla de odios y cuajarones de espuma y sudor y llanto), sí, de los bichos que por lo menos han vuelto y crujen sus barrigas y sus bocas babean en espera de su parte, y la tendrán, ellos la tendrán por no irse a mezclar como pordioseros con la opulencia de la ciudad, como roñosos, dolidos mendicantes de oscura piel, no irán a pedirle a nadie una limosna indigna… ¿Por qué me hiciste enojar? Mil veces te tengo dicho que no me escondás la ginebrita enterrándola por ahí con la munición, que no soy ciego para seguirle el rastro a tus pisadas en el polvo; mil veces te he pedido que me mirés a los ojos sin pestañear cuando te pregunto algo, chico de porquería, y mil veces también que no tratés de engañarme con tus trucos y rarezas, carne doliente, carne trozada, humito de la hierba en el humo del agua, en el hervor del agua, en el sabor gustoso de la carne y del agua, ya sé que me estás mirando, oculto por allí en la frondosidad de un árbol, en la estela de una sombra, en la mancha de una mata anochecida, y sé que me estás mintiendo en la tristeza de tus ojos, por qué tenés que sentir en el fondo de tu mirada que soy poco para vos y que vos sos poco para mí, si en la extensión de este suelo estamos solos los dos y yo te quiero y vos debés quererme, qué diablos, tanto así que tu madre me lo pidió y yo le hice mi promesa al borde mismo de la muerte, en San Javier, en la mañana de junio, y yo he cumplido y vos has descumplido, día tras día, mes tras mes, de esas palabras buenas… qué tiene de extraño, pues, que yo te haya retado y golpeado si sos cabeza dura y nada te corrige de andar por allí zumbando, y si la luna tan llena y tan grande te cambió de piel y fuiste un gamo galopando al viento delante de los perros, largo, lejos, sin pensar en tu carrera que una rama tumbada iba a tumbarte en el abra del monte, y a herirte y azonzarte, cercado luego de un círculo de dientes y gruñidos, volcado luego en la criba ardiente de esas gotas de rocío que en el trueno de la noche te acosaron, una vez y otra, y en la torpe mordedura de las bocas afiladas, sangre sin rostro de junio en la luna de las tormentas, hueso partido, carne trozada, ahora te consolarás con darle tu fuerza a este pobre cuerpo cansado de penurias, trabajado de dolores, endurecido de tristezas, arrancado de cuajo de su tierra verdadera, y tu carne alegrará mi carne, y tu muerte alumbrará mi vida, el arrastre de mis pasos, la locura de mis sueños, el peso de mi memoria, trocito a trozo de tu carne nueva y de tu sangre dulce, dulce como el panal de las lechiguanas en este crisol de Dios y el costillar al viento.
Si esa madrugada yo estaba hambriento por el frío y la caminata, no puedo decir ahora por qué dejé de codiciar esa comida, por qué sentí reparos de ese costillar colgado y ese tapichí que burbujeaba en la olla de tres patas cerca del alba, tan a deshora; qué súbita sospecha me alertó de ese rito del fuego que Aparicio desplegaba acuclillado en la noche de abril. Lo cierto es que algo se me atragantó y ya no tuve más hambre, sólo quise irme y me levanté.
-Voy a ganar tiempo –le dije a Aparicio Garay- desde aquí puedo orientarme. Puedo llegar al pueblo con el sol sobre las islas.
Y me sacudí el polvo y me fui.
* (Historia basada en el caso de antropofagia cometido por Aparicio Garay en el año 1936)
PÁGINA 15 – Poesía allende el mar
Palabras para acallar auroras
(a mi amor de siempre)
Tengo que decirte, amor,
que he seguido floreciendo entre cansancios
y lluvias que venían amamantando auroras
desde el lado opaco del recuerdo.
Que apenas pude acallar tus labios
con mis dolores antiguos de viejo caminante sin báculo
y con sorpresas, que te sentí siempre
desde el silencio de las noches grises,
que te he soñado con ansias incrédulas
más allá del celofán gozoso de tus promesas.
Tengo que decirte, amiga,
que sigo abriendo baúles
como si fueran del primer amor callado,
que cada noche te aguardo y te encuentro
debajo de mis insomnios de viejo lobo
de las estepas sucias, que en cada golpe
de estribor del viento sin rumbo
tu quilla me lame con olas rudas.
Que temo al día
y a las madrugadas
secas,
que cuando sudo
con cuerpos que no son míos
más que para sanar dolores
mis miedos se escarchan todos
en tu regazo.
Que soy pequeño y desvalido
sin tu sonrisa.
Que apenas valgo centavos
sin tu fuerza de madre-hembra.
Que acallar auroras
es imprescindible para mis sueños...
Tengo que decirte, mujer.
Luis E. Prieto (España)
Graciola
-hierba de las calenturas, hierba del pobre-
Graciola
Crece rápido
sobre la margen izquierda
del río Paraná
Graciola
se parece mucho
a mi corazón
es razón
para querer esta chica
o la hierba mágica
del pobre
los cazadores
son unos criminales
sólo hablan
de cazas y de sangre
entre sus disparos
y el ladrido de los perros
Graciola
-la hierba mágica del pobre-
vibra
sufre
y se esconde
entre sus hojas temblorosas
el viento
sopla
fuerte
los cazadores
cultivan felicidad y sorpresa
ante ellos
los perros
sin dejar de ladrar
o de olfatear
siguen el rastro
por último
los cazadores
se reconcilian
muertos de cansancio
aliviada
libre
y a ralentí
Graciola florece
y parece tan alegre
en su conjunto de luz
hace viento
el viento sopla fuerte
yo
igual que un chico
tan pobre
tan rico
tan calenturiento
me llevo muy bien
con Graciola
me gusta tumbarme
como una liebre cansada
en el sofá verde
muy cerca de ella
Graciola merece
unos mimos tiernos.
Youssef Rzouga (Túnez)
Supervivencia
Ese fue el día de la tormenta de sangre
y el anunciado linchamiento de las aves.
La amapola comprendió que ya nunca será rosa.
Los árboles, vencidos, fueron despojados de sus hojas
y los parques de invierno clausurados para siempre.
Los sueños quedaron sometidos al toque de queda
y se decretaron nuevas restricciones de cariño.
Se puso precio a la cabeza de la luna
y se prohibió la lujuriosa exhibición de las estrellas.
El mar tuvo que huir para no ser sumariamente ejecutado.
Sus vástagos dolientes fueron condenados
a trabajos forzados en las relucientes turbinas
de las modernas centrales hidroeléctricas.
Todos los defensores de las causas perdidas fueron ajusticiados.
Y los supervivientes se postraron, sumisos,
ante el todopoderoso dios que sonreía satisfecho
desde su regio trono tapizado de muerte.
Nadie advirtió la sombra inquieta del pequeño topo
que ya estaba socavando los cimientos.
Sergio Borao Llop (España)
Tiro los pájaros muertos
del estante de la cocina
y me lavo las manos
libre de húmedas preocupaciones
que dejan huellas en todas partes
en puertas y marcos
me caigo
y me lastimo rodilla y manos y nariz
contra el suelo en la casa vacía
reconozco el olor
cuando se agujerea un ángel
Pía Tafdrup (Dinamarca)
Traducción de Francisco J. Uriz.
Quiero olvidar.
Quiero olvidar a este hombre que murió
porque no opinaba como los míos.
Quiero callar el suspiro sombrío
de estas amapolas negras
que crecieron sobre los cuerpos vencidos,
estos cuerpos que yacen en el sepulcro del rencor,
y que mueren cada día un poco más
porque la misericordia tiene amnesia.
Quiero olvidar estos seres desencarnados,
estos ojos que veían la muerte,
estos labios que presentían la tortura,
estas manos que se agarraban aux barbelés
de los campos de la ignominia.
Quiero olvidar a esta mujer que tuvo la culpa
da amar al que no ganó la paz,
a este mujer que arrastra su alma atormentada
por un campo segado de amor y de cordura.
Quiero olvidar a esta mujer sin luz
que mora en la agonía de los días que fenecen.
Quiero olvidar a estos huérfanos del exilio
que vagan por el mundo sin saber a que tierra pertenecen
porque un día maté a un hermano
que no opinaba como los míos.
Harmonie Botella Chaves (España)
PÁGINA 16 – Artículo ensayístico
Infancia y autodescripción.
A propósito de un niño de Th. Bernhard.
Por Miguel Catalán (Valencia/España)
En la breve novela autobiográfica Ein Kind (Residenz: Salzburgo, 1982), el escritor austriaco Thomas Bernhard hace memoria de los primeros ocho años de su vida. El autor evoca en ella la experiencia de culpa que le provocó el hecho de escaparse de casa en bicicleta para visitar a una tía que vivía en Salzsburgo. La culpa de su fuga es absoluta. Nadie puede perdonarlo. El niño que ha de volver a casa después de su escapada se ve a sí mismo como un monstruo sin paliativos, sin el auxilio de la racionalización ni el apósito de las palabras defensivas que mitiguen el dolor, la vergüenza, la humillación del momento. La permanencia en la mente adulta de este desangrarse en privado de la experiencia infantil remite al componente neurótico del escritor literario, ese adulto que da la espalda a la vida de relación para vivir concentrado frente a una máquina de escribir o un manojo de holandesas. La persistencia del recuerdo egocéntrico narrado por Bernhard en estilo indirecto se mueve en el estrecho margen que separa la genialidad de una neurosis que se complace en volver, frente a la decepción ética de la vida adulta, al abismo alternativo de desventura y felicidad que constituye la infancia. La literatura y la infancia casan tan bien, y no sólo en Bernhard, porque ambas aspiran con pasión excluyente a la sinceridad. La primera, porque dice la entera verdad al hablar de los personajes. Pues sólo cuando uno está hablando de otros habla de sí mismo con toda sinceridad, aunque no pueda hacerlo sino de forma indirecta. La segunda, porque el niño todavía no percibe el efecto en los otros de la verdad dicha sobre sí mismo, y, por tanto, no ha descubierto aún la necesidad de la mixtificación. El niño sólo se reconoce a sí mismo desnudo. Cuando se ve vestido, es porque otros lo han vestido para la ocasión.
Si a veces nos parece literatura auténtica sólo o principalmente la basada en la infancia, como sucede en el universo proustiano, o la basada en el sueño, como ocurre con el universo kafkiano, se debe a que la narratividad psicológicamente relevante es aquella en que el autor trata de sí mismo. Esta proposición se fundamenta como sigue: si bien es cierto que podemos escribir con conocimiento de causa en tercera persona acerca de las experiencias de los adultos que nos rodean, es imposible escribir con plena convicción en tercera persona acerca de las experiencias infantiles (u oníricas) de otros adultos. Y sólo estas son las existencialmente decisivas. En tanto a los niños les ocurren experiencias absolutamente únicas que luego, al leerlas, advertimos que son universales porque también nos ocurrieron a nosotros, a los adultos les ocurren experiencias genéricas mediadas por la tradición, la razón y el lenguaje, es decir, sometidas al dominio general de la máscara. El análisis y la experiencia secundaria sepultan con su peso la creatividad y la experiencia primaria. La definición de “adulto creativo” que da Ursula K. Leguin como “niño que ha sobrevivido” se limita a confirmar las sorprendentes excepciones de este aplastamiento general. La experiencia primaria infantil, sin puntos de comparación a los que acogerse ni mecanismos de defensa bajo los que ampararse, procura una materia prima apropiada para penetrar con ayuda de la pluma hasta el corazón de la experiencia individual. La experiencia secundaria, para escribir ampliamente de historia, crítica o economía.
Todos los textos, fotografías o ilustraciones que integran el presente número son Copyright de sus respectivos propietarios, como así también, responsabilidad de los mismos las opiniones contenidas en los artículos firmados. Gaceta Literaria solamente procede a reproducirlos atento a su gestión como agente cultural interesado en valorar, difundir y promover las creaciones artísticas de sus contemporáneos.
10 comentarios
Graciela Malagrida -
Apostillas literarias -
Me da mucho gusto el Homenaje que se realiza a la trayectoria del fotógrafo mexicano Eduardo Palma Ramírez.
Enhorabuena.
Desde Italia -
Espero que superen este escollo.
La Gaceta quedó hermosa gracias a todos tus esfuerzos.
Saludos.
Marta
Miguel -
Ya leí los trabajos que han aparecido en este nº 4 de Gaceta Literaria. Mis felicitaciones por el trabajo realizado,
Miguel Catalán González
Profesor Titular de Étíca de la Comunicación
Departamento de Ciencias Jurídicas Básicas
Facultad de Ciencias de la Información
Universidad Cardenal Herrera-CEU
Silvia Favaretto -
Un abrazo
Rolando Revagliatti -
Mi saludo afectuoso.
Victoria Pueyrredón -
Desde Colombia -
Joseph Berolo
Eduardo Dalter -
Anónimo -